LA MARCHITEZ DEL VERANO
La gente parece desorientada por el sol. Todos deambulan sin concierto, sortean farolas, contenedores de basura, mierdas de perro. Como si no supieran qué hacer. El viento es frío y se pega a la carne. Se cuela bajo los vestidos y desordena los cabellos con una mano destemplada. La luz se ha desteñido igual que una vieja camisa. El segundero del reloj no para de correr. La carrera no se detiene, jamás lo hace, y los buitres se cuelgan de los tejados esperando una oportunidad. Todo es absurdo. El tiempo lo es. También lo es dios. Y los hombres. Los hombres son absurdos. Creen, piensan, inventan. Sus cerebros alojan la atrofia del miedo. Y lo hacen gratis. La estupidez es gratis. También hablar. El dolor no. Tampoco la ausencia. El miedo. La SOLEDAD. La libertad está ahí mismo, pero el otoño ha podado los árboles segando sus almas a tijeretazos. Las flores agonizan en un campo de asesinos. Todavía hay verano, parece que diga el calendario y el mar muerde la orilla con los dientes de los peces muertos. Sus olas se balancean como una ecuación imperfecta sobre los castillos de arena. La sangre se ha vuelto fría en mis venas. Fluye embozada, como un caramelo de amargura que se diluye. Como una luz que se apaga, fundida por una tristeza de plomo. El sol se va donde duermen los pájaros. Donde marchan las ilusiones. Donde mueren todos estos años. Aquí queda la amargura. Una página estrangulada de un periódico. Una fotografía que recuerda que algún día, fui joven y hermoso. Debí darme cuenta entonces. Era mentira. Todo lo era. Lo que decían. Los besos. El futuro. El silencio del vino. La verdad. La lucha no continúa. Sólo las manecillas lo hacen. Hasta que nada quede, y todo se cubra de tierra.
(Rafael López Vilas, Lobo come lobo, Versátiles Editorial, 2019)
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