LOS ASESINOS
La puerta de la cafetería Henry’s se abrió y entraron dos hombres. Se sentaron a la barra.
—¿Qué desean? —les preguntó George.
—No lo sé —dijo uno de los hombres—. ¿Qué quieres comer, Al?
—No lo sé —dijo Al—. No sé qué quiero comer.
Estaba oscureciendo. El alumbrado se encendió al otro lado de la ventana. Los
dos hombres sentados a la barra leyeron el menú. Nick Adams los observaba desde la
otra punta de la barra. Estaba charlando con George cuando entraron.
—Tomaré lomo de cerdo asado con salsa de manzana y puré de patatas —dijo el
primer hombre que había hablado.
—Todavía no está preparado.
—Entonces, ¿por qué demonios lo pones en la carta?
—Es la carta de la cena —les explicó George—. Se empieza a servir a las seis.
George miró el reloj de pared que había detrás de la barra.
—Son las cinco.
—El reloj marca las cinco y veinte —dijo el otro hombre.
—Va veinte minutos adelantado.
—Oh, al diablo con el reloj —dijo el primero—. ¿Qué tienes para comer?
—Puedo prepararles un sándwich de lo que quieran —dijo George—. Pueden
tomar huevos con jamón, huevos con beicon, hígado y beicon o un bistec.
—Ponme croquetas de pollo con guisantes, salsa de nata y puré de patatas.
—Eso es la cena.
—Todo lo que pedimos es la cena, ¿eh? Ese es el truco.
—Puedo prepararles huevos con jamón, huevos con beicon, hígado…
—Tomaré huevos con beicon —dijo el hombre llamado Al. Llevaba un sombrero
hongo y un abrigo negro abrochado en el pecho. Tenía la cara pequeña y blanca, y los
labios finos. Llevaba una bufanda de seda y guantes.
—A mí ponme huevos con beicon —dijo el otro. Era más o menos de la misma
estatura que Al. Eran distintos de cara, pero iban vestidos como gemelos. Los dos
llevaban abrigos demasiado ajustados. Se sentaban inclinados hacia delante, con los
codos sobre la barra.
—¿Tienes algo para beber? —preguntó Al.
—Zarzaparrilla, cerveza sin alcohol, ginger ale.
—Me refiero a si tienes algo para beber.
—Lo que acabo de decirle.
—Es caluroso este pueblo —dijo el otro—. ¿Cómo se llama?
—Summit.
—¿Habías oído hablar de él? —le preguntó Al a su amigo.
—No —dijo el amigo.
—¿Qué hacéis aquí por las noches? —preguntó Al.
—Cenan —dijo su amigo—. Todos vienen aquí y se pegan la gran cena.
—Eso es —dijo George.
—¿Así que es eso? —le preguntó Al a George.
—Claro.
—Eres un chico bastante listo, ¿verdad?
—Claro —dijo George.
—Bueno, pues no lo eres —dijo el otro hombrecillo—. ¿Lo es, Al?
—Es tonto —dijo Al. Se volvió hacia Nick—. ¿Cómo te llamas?
—Adams.
—Otro chico listo —dijo Al—. ¿No es un chico listo, Max?
—Este pueblo está lleno de chicos listos —dijo Max.
George puso los dos platos, uno de huevos con jamón y otro de huevos con
beicon, sobre la barra. Al lado colocó dos platitos de patatas fritas y cerró la
ventanilla que daba a la cocina.
—¿Cuál es su plato? —le preguntó a Al.
—¿No lo recuerdas?
—Huevos con jamón.
—Un chico listo —dijo Max. Se inclinó hacia delante y cogió el plato de huevos
con jamón. Los dos hombres comieron con los guantes puestos. George los observó
comer.
—¿Qué estás mirando? —Max miraba a George.
—Nada.
—Sí que estabas mirando. Me mirabas a mí.
—A lo mejor el chico lo hacía en broma, Max —dijo Al.
George rio.
—No te rías —le dijo Max—. No quiero verte reír, ¿entendido?
—Muy bien —dijo George.
—Así que piensa que todo va muy bien. —Max se volvió hacia Al—. Piensa que
todo va muy bien. Esta sí que es buena.
—Oh, es un pensador —dijo Al. Siguieron comiendo.
—¿Cómo se llama el chico listo que hay al final de la barra? —le preguntó Al a
Max.
—Eh, chico listo —le dijo Max a Nick—. Ponte al otro lado de la barra con tu
amigo.
—¿Ocurre algo? —preguntó Nick.
—No ocurre nada.
—Es mejor que vayas al otro lado de la barra —dijo Al. Nick le obedeció.
—¿Qué ocurre? —preguntó George.
—Nada que os interese —dijo Al—. ¿Quién es el que está en la cocina?
—El negro.
—¿Qué quieres decir con el negro?
—El negro que cocina.
—Dile que venga.
—¿Qué ocurre?
—Dile que venga.
—¿Dónde se cree que está?
—Sabemos perfectamente dónde estamos —dijo el hombre llamado Max—.
¿Parecemos tontos?
—Tú pareces tonto hablando así —le dijo Al—. ¿Por qué demonios discutes con
el chaval? Escucha —le dijo a George—, dile al negro que venga.
—¿Qué van a hacerle?
—Nada. Utiliza la cabeza, chico listo. ¿Qué íbamos a hacerle a un negro?
George abrió la ventanilla que daba a la cocina.
—Sam —llamó—. Ven aquí un momento.
La puerta de la cocina se abrió y entró el negro.
—¿Qué ocurre? —preguntó. Los dos hombres de la barra le echaron un vistazo.
—Muy bien, negro. Quédate ahí —dijo Al.
Sam, el negro, con el delantal puesto, miró a los dos hombres de la barra.
—Sí, señor —dijo. Al se bajó del taburete.
—Me voy a la cocina con el negro y el chico listo —dijo—. Vuelve a la cocina,
negro. Ve con él, chico listo. —El hombrecillo se fue detrás de Nick y Sam, el
cocinero, hacia la cocina. La puerta se cerró tras ellos. El hombre llamado Max estaba
sentado justo delante de George. No miraba a George, sino el espejo que se extendía
paralelo a la barra. Henry’s había sido un salón, ahora reconvertido en cafetería.
—Bueno, chico listo —dijo Max mirando al espejo—. ¿Por qué no dices algo?
—¿De qué va todo esto?
—Eh, Al —gritó Max—, el chico listo quiere saber de qué va todo esto.
—¿Por qué no se lo dices? —dijo la voz de Al desde la cocina.
—¿De qué crees que va?
—No lo sé.
—¿Qué crees?
Max no dejaba de mirar al espejo mientras hablaba.
—No sabría decirlo.
—Eh, Al, el chico listo dice que no sabría decir de qué va todo esto.
—Le oigo perfectamente —dijo Al desde la cocina. Había colocado un frasco de
ketchup para dejar abierta la ventanilla que utilizaban para pasar los platos—.
Escucha, chico listo —le dijo a George desde la cocina—. Aléjate un poco de la
barra. Muévete un poco a la izquierda, Max. —Era como un fotógrafo preparando
una foto de grupo.
—Dime, chico listo —dijo Max—. ¿Qué crees que va a ocurrir?
George no dijo nada.
—Te lo diré —dijo Max—. Vamos a matar a un sueco. ¿Conoces a un sueco
grandote llamado Ole Andreson?
—Sí.
—Viene a cenar cada noche, ¿verdad?
—Viene a veces.
—Viene a las seis en punto, ¿verdad?
—Si viene.
—Todo eso ya lo sabemos —dijo Max—. Habla de otra cosa. ¿Alguna vez vas al
cine?
—De vez en cuando.
—Deberías ir más al cine. Las películas son buenas para un chico listo como tú.
—¿Por qué van a matar a Ole Andreson? ¿Qué les ha hecho?
—No ha tenido oportunidad de hacernos nada. Nunca nos ha visto.
—Y solo va a vernos una vez —dijo Al desde la cocina.
—¿Por qué van a matarlo entonces? —dijo George.
—Lo hacemos por un amigo. Solo para hacerle un favor a un amigo, chico listo.
—Cállate —dijo Al desde la cocina—. Estás abriendo demasiado esa bocaza.
—Bueno, tengo que entretener al chico listo. ¿Verdad, chico listo?
—Estás abriendo demasiado la bocaza —dijo Al—. El negro y mi chico listo se
divierten solos. Los tengo atados como a un par de amigas en el convento.
—¿He de suponer que estuviste en un convento?
—Nunca se sabe.
—Estuviste en un convento kosher. Ahí es donde estuviste.
George miró el reloj.
—Si entra alguien le dices que la cocina está cerrada, y si insisten les dices que tú
mismo se lo prepararás. ¿Lo has entendido, chico listo?
—Muy bien —dijo George—. ¿Y qué hará luego con nosotros?
—Eso dependerá —dijo Max—. Es una de esas cosas que nunca sabes hasta que
llega el momento.
George levantó la mirada hacia el reloj. Eran las seis y cuarto. La puerta de la
calle se abrió. Entró un conductor de tranvía.
—Hola, George —dijo—. ¿Puedo cenar?
—Sam ha salido —dijo George—. Volverá en una media hora.
—Será mejor que vaya un poco más arriba —dijo el conductor. George miró el
reloj. Eran las seis y veinte.
—Eso ha estado bien, chico listo —dijo Max—. Eres un auténtico caballerete.
—Sabía que le volaría la cabeza —dijo Al desde la cocina.
—No —dijo Max—. No es eso. El chico listo es muy simpático. Es un chico
simpático. Me cae bien.
A las seis cincuenta y cinco, George dijo:
—No va a venir.
Habían entrado otras dos personas en la cafetería. Una vez George había entrado
en la cocina y le había preparado a un hombre un sándwich de jamón y huevo «para
llevar». Dentro de la cocina vio a Al, con su sombrero hongo echado para atrás,
sentado en un taburete junto a la ventanilla, con la boca de una recortada apoyada en
el antepecho. Nick y el cocinero estaban en un ángulo, espalda contra espalda, los dos
con una toalla de mordaza. George había preparado el sándwich, lo había envuelto en
papel de aceite, colocado en una bolsa y entregado al hombre, que había pagado y se
había ido.
—El chico listo puede hacer de todo —dijo Max—. Puede cocinar y todo. Con el
tiempo harás feliz a alguna muchacha, chico listo.
—¿Ah, sí? —dijo George—. Su amigo, Ole Andreson, no va a venir.
—Le daremos diez minutos —dijo Max.
Max miró el espejo y el reloj. Las manecillas del reloj marcaron las siete, y luego
las siete y cinco.
—Vamos, Al —dijo Max—. Más vale que nos marchemos. No va a venir.
—Le daremos cinco minutos —dijo Al desde la cocina.
En esos cinco minutos entró un hombre, y George le contó que el cocinero estaba
enfermo.
—¿Por qué demonios no te buscas otro cocinero? —preguntó el hombre—. ¿O es
que aquí no se sirven comidas? —Salió.
—Vámonos, Al —dijo Max.
—¿Y qué me dices de los dos chicos listos y el negro?
—Son legales.
—¿Te parece?
—Claro. Todo listo.
—No lo veo claro —dijo Al—. No me gustan los cabos sueltos. Hablas
demasiado.
—Oh, qué demonios —dijo Max—. Teníamos que divertirnos un poco, ¿no?
—De todos modos, hablas demasiado —dijo Al. Salió de la cocina. Los cañones
recortados de la escopeta le formaban un pequeño bulto bajo la cintura de su abrigo
demasiado ceñido. Se alisó el abrigo con las manos enguantadas.
—Hasta luego, chico listo —le dijo a George—. Has tenido suerte.
—Es verdad —dijo Max—. Deberías apostar a las carreras.
Los dos salieron por la puerta. George los observó por la ventana, mientras
pasaban bajo la lámpara de arco y cruzaban la calle. Con sus abrigos tan ceñidos y
sus sombreros hongo parecían de una compañía de vodevil. George entró en la cocina
por las puertas batientes y desató a Nick y al cocinero.
—No quiero volver a pasar por esto —dijo Sam, el cocinero—. No quiero volver
a pasar por esto.
Nick se puso en pie. Nunca había tenido una toalla en la boca.
—Cuenta —dijo—. ¿Qué demonios pasaba? —Intentaba quitarse el susto
asumiendo un aire de arrogancia.
—Querían matar a Ole Andreson —dijo George—. Iban a dispararle cuando
entrara a comer.
—¿Ole Andreson?
—Eso mismo.
El cocinero se pasó los pulgares por las comisuras de los labios.
—¿Se han ido? —preguntó.
—Sí —dijo George—. Ahora ya se han ido.
—No me gusta —dijo el cocinero—. Esto no me gusta nada.
—Escucha —le dijo George a Nick—. Es mejor que vayas a ver a Ole Andreson.
—Muy bien.
—Es mejor que no te metas en esto —dijo Sam, el cocinero—. Es mejor que te
quedes al margen.
—No vayas si no quieres —dijo George.
—Meterte en esto no te va a llevar a nada —dijo el cocinero—. Mantente al margen.
—Iré a verlo —le dijo Nick a George—. ¿Dónde vive?
El cocinero miró hacia otro lado.
—Los muchachos siempre saben lo que quieren —dijo.
—Vive en la pensión de Hirsch —le dijo George a Nick.
—Iré hasta allí.
En la calle, la lámpara de arco brillaba a través de las ramas desnudas de un árbol.
Nick recorrió la calle junto a los raíles del tranvía, y en la siguiente farola tomó una
calle lateral. Tres casas más arriba estaba la pensión de Hirsch. Nick subió los dos
peldaños y llamó al timbre. Una mujer apareció en la puerta.
—¿Está Ole Andreson?
—¿Quieres verle?
—Sí, si está.
Nick siguió a la mujer por un tramo de escaleras y hacia el final de un pasillo.
Llamó a la puerta.
—¿Quién es?
—Alguien quiere verle, señor Andreson —dijo la mujer.
—Soy Nick Adams.
—Entra.
Nick abrió la puerta y entró en la habitación. Ole Andreson estaba echado en la
cama vestido. Había sido boxeador profesional y la cama le quedaba pequeña. Tenía
dos almohadones bajo la cabeza. No miró a Nick.
—¿Qué hay? —preguntó.
—Estaba en Henry’s —dijo Nick— y llegaron dos tipos que nos ataron a mí y al
cocinero y dijeron que iban a matarle.
Sonó estúpido cuando lo contó. Ole Andreson no dijo nada.
—Nos metieron en la cocina —añadió Nick—. Iban a matarlo cuando entrara a
cenar.
Ole Andreson miraba la pared y no decía nada.
—George pensó que era mejor que se lo dijera.
—No puedo hacer nada al respecto —dijo Ole Andreson.
—Le diré cómo eran.
—No quiero saber cómo eran —dijo Ole Andreson. Miraba la pared—. Gracias
por venir a contármelo.
—No hay de qué.
Nick miró aquel hombre grande echado en la cama.
—¿No quiere que vaya a avisar a la policía?
—No —dijo Ole Andreson—. Eso no serviría de nada.
—¿Hay algo que pueda hacer?
—No. No se puede hacer nada.
—A lo mejor era un farol.
—No. No era un farol.
Ole Andreson se puso de lado, cara a la pared.
—Lo que pasa —dijo, hablándole a la pared— es que no me decido a salir. Llevo todo el día aquí.
—¿No podría irse del pueblo?
—No —dijo Ole Andreson—. Se ha acabado el ir de un lado a otro. —Miraba la
pared—. Ahora ya no se puede hacer nada.
—¿No puede arreglarlo de ninguna manera?
—No. Me metí donde no debía. —Hablaba con una voz sin inflexiones—. No se
puede hacer nada. Dentro de un rato me decidiré a salir.
—Será mejor que vuelva con George —dijo Nick.
—Hasta luego —dijo Ole Andreson. No miró a Nick—. Gracias por venir.
Nick salió. Mientras cerraba la puerta vio a Ole Andreson con la ropa puesta,
echado en la cama mirando la pared.
—Lleva todo el día en su habitación —dijo la patrona cuando Nick llegó abajo—.
Supongo que no se encuentra bien. Le he dicho: «Señor Andreson, debería salir y dar
un paseo, con el bonito día de otoño que hace», pero no le apetecía.
—No quiere salir.
—Lamento que no se encuentre bien —dijo la mujer—. Es un hombre
agradabilísimo. Era boxeador, ¿sabe?
—Ya lo sabía.
—Si no fuera por cómo tiene la cara nadie lo diría —dijo la mujer. Charlaban al
lado de la puerta de la calle—. Es tan amable.
—En fin, buenas noches, señora Hirsch —dijo Nick.
—Yo no soy la señora Hirsch —dijo la mujer—. Ella es la propietaria de la
pensión. Yo solo soy la encargada. Soy la señora Bell.
—Pues buenas noches, señora Bell —dijo Nick.
—Buenas noches —dijo la mujer.
Nick subió la calle hasta la esquina bajo la luz de la farola, y luego siguió los
raíles del tranvía hasta Henry’s. George estaba dentro, detrás de la barra.
—¿Has visto a Ole?
—Sí —dijo Nick—. Está en su habitación y no piensa salir.
El cocinero abrió la puerta de la cocina cuando oyó la voz de Nick.
—Ni siquiera pienso escucharos —dijo, y cerró la puerta.
—¿Se lo contaste? —preguntó George.
—Claro. Se lo dije, pero ya está al corriente de todo.
—¿Qué piensa hacer?
—Nada.
—Lo matarán.
—Supongo que sí.
—Debió de andar metido en algo en Chicago.
—Imagino —dijo Nick.
—Mal asunto.
—Muy malo —dijo Nick.
Se quedaron callados y George cogió una bayeta y limpió la barra.
—¿Qué haría? —dijo Nick.
—Traicionar a alguien. Por eso quieren matarlo.
—Voy a tener que irme de este pueblo —dijo Nick.
—Sí —dijo George—. No es mala idea.
—No soporto pensar que está en esa habitación esperando y sabiendo que van a
cogerle. Es algo horrible.
—Bueno —dijo George—. Mejor que no pienses en ello.
(Ernest Hemingway, Cuentos, Debolsillo, 2009)