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PÍO BAROJA

 



HOGAR TRISTE
Durante toda la mañana estuvieron esperando en la casa nueva a que llegara el carro de mudanzas, y por la tarde, a eso de las cinco, se detuvo junto al portal.
Los mozos subieron a trompicones los pobres trastos, aprisa y corriendo, y, en la precipitación, rompieron el entredós de la sala, el mueble que más se estimaba en el hogar modesto.
El carrero pidió tres duros en vez de dos, que era lo convenido, porque, según dijo, los muebles no cabían en un carro pequeño, y los mozos soltaron unas cuantas groseras pullas, porque no les daban bastante propina.
Ya de noche, a la luz mortecina de una candileja, marido y mujer se pusieron a colocar los muebles en su sitio, mientras el niño se entretenía en arrancar la estopa del vientre de un caballo de cartón. Pero el niño se cansó pronto, y empezó a seguir a su madre y a cogerse a sus faldas, llamándoles con voz soñolienta. Entonces ella tomó una lámpara de alcohol, calentó en un cazo un poco de caldo que había sobrado del mediodía y se lo hizo tomar al niño; lo acostó, y al poco rato el chico dormía dulcemente.
Ella se disponía a seguir en su faena.
«Pero descansa un rato, mujer —le dijo él—. No sé qué me da verte trabajar así. Siéntate, y charlaremos un rato.»
Ella se sentó, y apoyó sobre su mano ennegrecida la cabeza sudorosa y despeinada.
Él esperaba que le volverían a colocar pronto; si no aceptaría los veinte duros que daban en el almacén por llevar la contabilidad; mientras tanto podrían vivir; la casa aquella era alta, quinto piso, pero por eso sería más alegre. Y miraba alrededor, y las paredes frías, con la amargura de la desnudez triste, y los muebles cubiertos de polvo, y el suelo lleno de cuerdas de estropajo, parecía reírse lúgubremente de sus afirmaciones.
La mujer, resignada, aprobaba todo lo que decía su marido.
Cuando descansó un rato, se levantó nuevamente.
—Y yo —dijo— que no he tenido tiempo de preparar la cena.
—Déjalo —repuso él—. No tengo ninguna gana. Nos acostaremos sin cenar.
—No; saldré a buscar algo.
—Iremos los dos, si quieres.
—¿Y el niño?
—Volveremos en seguida. No se despertará.
La mujer marchó a la cocina a lavarse las manos; pero la fuente no corría.
«Estamos bien. Hay que ir por agua.»
Ella se echó un mantón sobre los hombros y cogió una botella; él ocultó otra de barro debajo de la capa, y salieron sin hacer ruido. La noche de abril era fría y desapacible.
Al pasar junto al teatro Real vieron montones de hombres que dormían acurrucados en el suelo. Por la calle del Arenal pasaban los coches con un sonar grave y majestuoso por el pavimento de madera.
Llenaron las botellas en una fuente de la plaza de Isabel II, y con esa complacencia que se tiene para las impresiones dolorosas, al pasar se detuvieron otra vez un momento delante de los hombres dormidos en montón.
Llegaron a casa, subieron las escaleras sin hablarse y se acostaron.
Él creyó que iba, con el cansancio, a dormirse en seguida, y, sin embargo, no pudo; la atención sobreexcitada le hacía percibir los más ligeros ruidos de la noche. Y levemente oía el sonar grave y majestuoso de los coches, y ante sus ojos aparecían los hombres dormidos en la calle, y ante la imaginación, el abandono y el desamparo de una parte de la familia humana. Los pensamientos negros le angustiaban y le llenaban de un gran sobresalto; hacía esfuerzos para no agitarse y despertar a su mujer. Ella estaría durmiendo, la pobre, descansando de las fatigas del día. Pero no…, gemía y se quejaba débilmente, débilmente…
—¿Qué te pasa? —la preguntó.
—El niño —murmuró ella, sollozando.
—¿Qué tiene? —dijo él, sobresaltado.
—El otro niño… Pepito… ¿Sabes?… Mañana hará dos años que lo enterraron…
—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por qué es tan triste nuestra vida?

(Pío Baroja, Cuentos, Alianza Editorial, 1987)

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