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ESTEBAN GUTIÉRREZ GÓMEZ

 


SEA QUIEN SEA AQUEL QUE HABITE AL OTRO LADO DE LA PARED 

   Hacía más de dos años que no hablábamos. Con el tiempo, nos habíamos acostumbrado a ignorarnos el uno al otro. Una mañana decidí trasladar las cosas a la habitación que habían ocupado los niños. Allí tenía todo lo que podía necesitar: los libros y una ventana al parque. Cuando él regresaba de trabajar, yo ya había cenado y leía hasta quedarme dormida. Ya ni lloraba. 
   No recuerdo la última vez que nos cruzamos por el pasillo. Me gustaba la soledad penitente y dejaron de importarme los sonidos cotidianos que antes intentaba identificar: las toses por el tabaco, el chasquido metálico al abrir las latas de cerveza, el murmullo de la televisión, el correr del agua de la ducha, más toses, los ronquidos al otro lado del tabique. Ya ni lloraba. 
   Hasta que llegaba del trabajo, la casa era mía. La adecentaba un poco, cogía el dinero que él dejaba sobre el aparador, hacía la compra y cocinaba, como siempre, sin ganas. Deseaba que empezase a oscurecer otra vez para volver al refugio de la habitación que ya no se me hacía extraña y sabía que era mi auténtico hogar. Entonces leía y, a veces, intentaba escribir para ordenar el flujo de mis ideas. 
   A finales de junio encontré el sobre con el dinero y la nota: durante un tiempo se ausentaría. Yo seguí con mi rutina, mi limpieza, mis compras, mi cocina, mis libros. Me familiaricé pronto con el silencio. Ese silencio lleno de sonidos que viven contigo: el tictac del reloj de pared, las cataratas de los desagües de las cañerías, los gritos de los chiquillos en el parque. Ese murmullo vital de los vecinos. 
   Volvió hace un par de meses. No me sorprendió oír descorrerse la cerradura. Tampoco tuve temor, como otras veces. Volvió la rutina de la dualidad. Escribí algo sobre eso, sobre fantasmas que habitaban una vivienda. Recuerdo que sonreí al releerlo antes de rasgar el papel una y otra vez. Éramos él y yo. Dos almas en pena. 
   
   Pero aquellas toses no parecían las mismas, ni se oían los chasquidos metálicos de los botes de cerveza al abrirse, ni los ronquidos nocturnos. Y empezaron las flores en los vasos del desayuno, y los libros de poesía junto a la puerta, y el olor a palosanto procedente de su habitación que impregnaba toda la vivienda, y la ropa colgada en el tendedero del patio era de corte más actual y nunca estaba en el cesto de la ropa para lavar. Y a menudo me encontraba la comida hecha, comida sabrosa y especiada, y una botella de vino blanco en el frigorífico, recién descorchada, como esperando por mí. Y empezaron los pasodobles silbados, y la música de The Beatles, y la tabla de planchar todavía caliente cuando se iba, y los folletos de viajes exóticos y el diario personal sobre la mesita del salón que nunca me atrevo a abrir. 
   Reconozco que las noches empezaron a ser otras. Ni la lectura lograba alejarme de aquel otro lado, de aquellos sonidos de sorpresa, de aquellas novedades extraordinarias, de los pensamientos amigables y curiosos que me hablaban de quizá, por qué no, volver a la antigua normalidad.
   Pero yo estaba tan bien, tan a gusto, y el futuro parecía tan acogedor de aquella otra manera, en la habitación, sola, que no quería, no podía arriesgar. 
   Así que, cuando ayer vi la carta, y la abrí, y leí esa letra tan delicada, tan alargada e inclinada a la derecha y esa firma tan simple y bella, tan evocadora, tan desconocida, me encerré en mi habitación y volví a llorar. Volví a llorar como hacía mucho tiempo que no recordaba haber llorado. No por nada, por el miedo. Porque no contemplo ya tanta felicidad, y no quiero preguntarme, ni contestarme, ni soñar, ni cambiar esta habitación con mis libros y mi ventana al parque, por ninguna otra cosa en el mundo. Porque pronto me acostumbraré a los nuevos sonidos, y a los nuevos olores, y a las flores del desayuno, y a las comidas especiadas, y a las voces extrañas que me impiden salir a curiosear. Porque, con el tiempo, aprenderé a ignorarlo de nuevo,
sea quién sea
aquél que habite
al otro lado
de la pared. 

(Esteban Gutiérrez Gómez, Mi marido es un mueble, Ediciones Lupercalia, 2015)
   

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