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PABLO GUILLÉN TUDELA

 


UN CAMIÓN DE ESCOMBROS 

Esta es la historia de mi vecino Antonio. Podría ser la historia de cualquiera, incluso mi propia leyenda. 

Tengo noventa y seis años, en realidad los cumplo en Marzo. Estoy sentada en un pequeño banco de madera que parece gastado por el tiempo. También por la lluvia, el calor, los golpes y algunos rotos. Hay un camión de escombros que ya casi a terminado y solo queda un pequeño hueco. Allí vivía Antonio y Josefa y  sus nueve hijos. 

Para conocer la historia de esa casa situada en la calle Padre Francisco número 65 del barrio Divina Pastora de Alicante debemos viajar al pasado de 1957. 

Pero antes hay que ir algo más lejos. Antonio y Josefa se conocieron a la temprana edad de la adolescencia, dieciocho o diecinueve años. España recordaba y mucho a la superficie lunar y la guerra civil no iba a mejorar en absoluto el decorado. 

Fueron sin duda tiempos sórdidos, convulsos, regados de muerte y odio. De muertes caprichosas y de conductas deleznables se mirara para donde se mirara. Lo cierto es que Antonio estuvo a punto de morir en el frente, pero la vida le tenía reservado un montón de años. 

A su regreso y tras hacer tres años más de servicio militar contrajo matrimonio con Josefa. Los años cercanos al final de la guerra fueron muy duros. La comida escaseaba tanto que algunos días de suerte conseguías cocinar un caldo con pieles de patata. La vivienda no preocupa tanto si no te preocupaba dormir dentro de una cueva, de esas que adornaban las laderas del monte Benacantil y aledaños. A veces si mirabas desde media distancia parecía como un queso gruyer, aunque por aquellos singulares años, el queso era como un sueño onírico, como alguien que pretende cruzar el océano nadando y con una piedra de cien kilos de indiferencia atada a la cintura. 

Los días fueron enrollándose uno a uno con todas las carencias que hoy puedo anotar en una libreta, en un ordenador, y hasta en mi memoria, aunque me doy cuenta que las lagunas empiezan a inundar de barro lo que nunca creí que olvidaría. 

Recuerdo muy bien el día que llegaron aquí. Ya tenían cinco hijos. Una pequeña y modesta casa que hasta les parecía un estupendo hogar. Antonio trabaja en la construcción. Era todo muy rudimentario y duro. Casi parecía un trabajo de minero si no tenemos en cuenta el gas o la inhalación prolongada de polvo de carbón y sílice. La Neumoconiosis no salía por tabiques de cemento ni alicatados con prisas. Pero el frio y la ausencia legal de los riegos laborales y comer de fiambrera tantos años terminó pasándole por encima y después de la jubilación el cáncer se quedó para siempre con él. 

 No se lo van a creer pero la vida ha cambiado tanto que puede que estemos ahora en otro planeta. Las calles eran de barro y piedra y el alcantarillado era como un cadillac pasando por delante de un tractor. Los medios para no tener bebés casi no existían y no se prodigaban mucho los medios de comunicación en informar y todo eso. Eso creo que no ha cambiado mucho. Pronto llegaron un par de gemelos Manuel y Charo y la vida de nuevo belicosa y disfrazada de poliomielitis diseño otra batalla. Pero la gente por aquellas fechas buscaba estrategias  para salir de las trincheras. Especialistas y operaciones que nunca consiguieron ganar y que  puede que limitaran sus vidas y tantas otras. Luego nació otro par de gemelos, Pablo y Nicolás y todo se quedó tan pequeño que el pequeño comedor se convirtió por arte de birlibirloque en dormitorio y la cocina también. Puede que fuese el preámbulo o el prologo de la generación de muebles transformables, de tabiques de poner y quitar, tipo pladur y hasta se puso un enorme reloj de pared a la entrada del único baño. La media era de siete minutos para cagar y lavarte los dientes y una vez por semana ducharte con agua fría en pleno mes de Noviembre o calentar cacitos de agua en la cocina. 

Todo ha cambiado tanto que parece que tenia  cuarenta años y yo era Josefa y madre de nueve hijos y puede que hiciera todo por ellos, acertar y equivocarme. Puede que yo sea Josefa y amará a Antonio y esa casa que estaba ahí, en ese hueco, fuera mi casa. Ya no lo sé. noventa y seis años no pasan seguramente sin dejar huella, aunque todo se quede vacío cuando el camión termina de recoger el escombro. 

Y ahora que el tiempo casi se ha gastado parecen pocos segundos los vividos. Todavía me mueve ver a mis hijos,  a un montón de nietos. Me mueve recordar a mi hijo que murió y a mi vecino Antonio o mi marido. Me mueve la vida porque sin ella es imposible elegir. 

La historia de mi vecino me parece una hermosa historia que valía la pena contar. Y me gusta pensar que alguien la leerá, aunque yo no vuelva a este viejo banco nunca más. 

(Pablo Guillén Tudela, Sombras de luz y niebla, Donbuk Editorial, 2017) 

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