Crecí
y me crie en La Verneda, un barrio que en aquella época de mi niñez más que un
barrio humilde, pues los índices de delincuencia y drogadicción estaban al
orden del día, era considerado como barrio bajo de la zona extrarradial de
Barcelona. Pasé una niñez como pocas, en aquella época en que la tecnología no
nos había esclavizado todavía y los chicos corríamos por la calle con nuestros
pantalones cortos —la mayoría de las veces eran de reciclaje, de cortar alguno
de los pantalones largos que se te estaban quedando pequeños—, las rodillas
sucias y los nudillos pelados por pelearnos con chicos que pertenecían a
nuestra zona, pero que se habían metido en ella de forma causal. Ahora soy un
viejo animal de costumbres que no consigue acostumbrase al statu quo que
reina en estos días de mi vida, que me llevan a una madurez irreversible. No
voy a negarlo, echo de menos toda aquella época; echo de menos juntarme con mis
colegas e ir a robar una tableta de chocolate al supermercado —más por hacer
aquello que estaba prohibido que por pura hambruna—, o reventar una máquina de
marcianitos en un bar para que, al margen de llevarnos la pasta, ponernos
infinidad de partidas gratuitas y poder pasar la tarde ausente de nuestros
hogares, a salvo de padres alcohólicos o de la soledad de una madre alejada de
la familia espiritualmente. Aunque lo mejor de aquella época era estar todo el
día tirados en la calle, disputándonos el territorio con los gatos callejeros e
idolatrando a todos aquellos chicos mayores que nosotros que inundaban el
barrio por todas las esquinas, aquellos heavies y punks en pleno auge, que
aparecían cada vez con un coche distinto —el cual siempre llevaba una de sus
ventanillas rotas—, te vendían unas zapatillas de segunda mano por doscientas
pesetas o te sacaban un bardeo y te dejaban sin lo poco que llevases en los
bolsillos. Aquellos eran nuestros verdaderos héroes, y como niños, intentábamos
imitarlos en todo, en su vestimentas, sus actitud despreciativa con el mundo e
incluso, con el tiempo, también empezamos a imitar sus vicios hasta el punto
que sin darnos cuenta, ya éramos uno de ellos.
La literatura de Rodrigo Ratero, para mí, es
una máquina del tiempo. Es como si hubiera encontrado a Doc y, estampándole una
litrona en la cabeza, le hubiera robado el DeLorean para volver mi querida
Verneda de finales de los ochenta —jódete Martin—. El universo de Ratero está
lleno de suciedad y ratas que, desde lo más hondo y oscuro de algún callejón,
nos siguen con la mirada hasta perdernos de vista. En cada uno de sus relatos,
esa vida cruda y cruel que muchos se niegan a ver, o reconocer su existencia,
se vuelve tan real y palpable que podemos notar el hedor de sus axilas. Sus
personajes sobrepasan el nihilismo con creces, delincuentes de poca monta,
jóvenes desmotivados de la propia desmotivación, destructivos y
autodestructivos a la par, pero a la vez tan humanos y sensibles que no puedes
evitar sentirte identificado con ellos; por qué ¿Quién dijo que la vida es tal
y como os la están haciendo vivir? Te levantas por la mañana, te tomas un café
que te abrasa la garganta y sales corriendo hacia el trabajo mientras en el
ascensor te das cuenta de que no te ha dado tiempo ni a que se baje tu trempera
matutina. Quemas tu vida, día tras día, en un trabajo que odias, pero que al
mismo tiempo te hace sentir orgullos por no ser un parásito social y tener una
nómina que te permite pagar los impuestos del Estado y terminas el día
encerrado en tú casa, torturando la única neurona que te queda sana con la
plataforma televisiva de moda, donde puedes tragarte temporadas enteras de la
serie que el resto de gilipollas como tú te han aconsejado. Lo reconozco, yo
soy uno de esos gilipollas, por eso necesito leer las historias de Ratero, para
volver a notar el gusto de la bilis en la boca, y después del vómito, hacerme
recordar que la vida que estoy viviendo la he elegido yo, y no siempre tomo las
mejores decisiones.
Juan Cabezuelo
(Rodrigo Ratero García, Sexateuko. La biblia de la decadencia, Editorial Gradiente, 2020)
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