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CARLOS SALCEDO ODKLAS

 


TARDE 

    Con la risa de los ladrones martilleando mi cerebro, pre-
sionándolo hasta el extremo, volví a la pensión, intentando mirar al
suelo durante todo el camino, agotado, hastiado de miradas vacías
y elucubraciones tormentosas. Para mí es importante matizar que
todo esto no son lloriqueos, no voy de víctima de la crisis, ni de
víctima de nada, no quiero que nadie se compadezca de mí. Dada
la situación y mi devenir por la vida puedo afirmar que en estos
momentos me siento hasta cierto punto privilegiado y realizado,
encontré una rendija por la que ver y escapar ¡He visto la luz! Soy yo
el que se compadece del mundo, mi dolor siempre está provocado
por terceros, por poder ver y sentir lo que mis iguales están haciendo
consigo mismos y con los demás, en ambos bandos, de una forma
o de otra. Toda esta estupidez, avaricia y egoísmo me pesan como
una terrible mochila, pero es una mochila con las cargas de otros,
sus putas piedras lapidarias. No siento pena ni dolor por mí mismo,
quizás pereza, me da pereza existir, existir aquí y ahora, eso es todo.
Es mirar a mi alrededor lo que me angustia y aflige, ver tan clara-
mente reflejada la tristeza y la derrota en los débiles, sentir la indife-
rencia y el egoísmo de los fuertes. Hay que acabar con este sistema
desde los cimientos. Pocos, muy pocos, merecen ser salvados (quizás
ninguno), ninguna reforma parcial es válida, se necesita una revolu-
ción total, tanto del sistema como de las mentes, la enfermedad está
demasiado extendida, hay que amputar. Tabula rasa.
    Entré en mi habitación y me dispuse a alimentarme, guar-
daba la comida en el armario, miré el menú y opté por una lata de
fabada. Salí de la habitación, atravesé el oscuro pasillo y llegué a la
cocina. Vacié la lata en un plato y le dí una pequeña dosis de radia-
ción no ionizante a una frecuencia de 2,45 gigahercios (Ghz) para
hacerla más apetecible. Volví por el pasillo rumbo a mi habitación.
Escuché una tos moribunda que salía de una de las habitaciones y
no pude evitar pegar la oreja a la puerta, escuché de nuevo la tos y
percibí el olor nauseabundo del interior. Me retiré a mi cuarto. Puse
el plato humeante sobre la mesa, encendí la radio y me senté. Nunca
había nadie en la pensión a esas horas, pero la tos moribunda me
había indicado la presencia de otro ser humano tras una de las puer-
tas, una persona que, como yo, como todos, se debatía en soledad
en una lucha perdida contra la vida. Pensaba en el pobre Blas. 
    En mi pensión casi todos los habitantes eran hombres jubi-
lados solitarios, era el ambiente más agradable al que un misántropo
podía aspirar ya que nunca estaban en casa. Salían pronto, al alba,
rumbo a alguna cafetería y no les volvías a ver el pelo hasta entrada
la noche, cuando regresaban del bar o de las salas de juego. Eran
personas afrontando el final de una vida de penurias. Vivir allí, entre
ellos, me había enseñado grandes cosas acerca de la vida. Esta gente,
los pobres viejos, habían sido completamente abandonados por to-
dos y finalmente se habían rendido llegando incluso a abandonarse
a sí mismos, alcanzando con ello, quizás, la santidad. Era la últi-
ma estación. Por alguna extraña razón les gustaba acumular cosas,
a veces alguno estaba en el baño y se dejaba la puerta abierta de su
habitación y si, casualmente, pasabas por allí podías asomarte a su
interior, a su mundo, a su psique. Allí el hedor era insoportable, un
aire espeso y viciado, similar al que surge al abrir un cubo de basura,
te abofeteaba el rostro. Tras este bofetón inicial echabas una tímida
mirada al interior de sus habitaciones y veías miles y miles de cosas
tiradas por todas partes, un caos absoluto y sórdido, montañas de
revistas y ropa que llegaban a tocar el techo, y estoy hablando de un
edificio antiguo, de techos altos. Papeles, cartones, envases, colillas,
botellas, figuras, emblemas, libros, basura y más basura, una vez
llegué a ver en una de las habitaciones una cabeza de ciervo diseca-
da. Si mirabas al suelo veías una especie de alfombra oscura, era la
mugre que se había fundido al suelo, mierda traída pegada a la suela
del zapato durante años que se había depositado allí, acumulado y
fermentado, para dar lugar a una especie de moqueta. En estas ha-
bitaciones nunca entraba la luz del sol, y si entraba era absorbida y
anulada como por arte de un agujero negro. De repente oías el ruido
de la cadena del váter y debías dejar de husmear y perderte por el pa-
sillo rumbo a tu morada, donde pensabas sobre ello. Supongo que la
reacción más previsible en un primer momento era la incredulidad
«¿cómo puede una persona vivir así?» Pero no había más que enten-
der el contexto. Eran personas solitarias al borde de la muerte y todo
había fallado, todos les habían abandonado. Envejecer es así, es ir
perdiendo todo, como un árbol en otoño. Ya no interesas a nadie, a
tu familia le importas una mierda y solo ansían el día de tu muerte
elucubrando sobre tus posibles posesiones y la parte proporcional
que les corresponderá tras tu muerte, las risas se han ido junto a los
dientes, los achaques afectan a todas las zonas, la demencia senil que
hace que no recuerdes si vas o vienes o qué desayunaste (si es que 
desayunaste) o qué cojones está pasando, el sabor de una mujer es ya
como el sabor de la juventud, un recuerdo lejano que no volverá ja-
más. Schopenhauer alababa la vejez como la mejor etapa de la vida,
por la tranquilidad que proporciona la falta de pasiones, quizás sea
así, nunca he visto a ninguno de estos jubiletas quejarse por nada,
nunca he escuchado discusiones ni risas ni llantos saliendo de sus
puertas, son gente de rutinas sencillas, levantarse y disfrutar de su
pensión dilapidándola en cafés, vinos, o en las tragaperras, la charla
en el bar, la partida... Quizás alguno continúe viendo a alguno de
sus familiares, algún nieto al que dará algo de pasta a cambio de una
sonrisa. Todo se ha marchado, ya no hay objetivos, simplemente
esperas la muerte, inevitable y tan cercana que casi puedes oírla y
soñar con el calor de su abrazo.
    Las habitaciones de estos hombres podrían resumir la vida
de la mayoría de la gente, una constante acumulación de basura
inútil que a nadie le interesa, hasta el momento en que te mimetizas
con ese entorno y pasas a ser un desecho más. Eso es la vida y ese
es el futuro que nos aguarda a todos, variará la escala de grises, pero
puede resumirse a eso. Y supongo que no es malo, es la ley del cos-
mos, el problema viene cuando te ves ahí y te das cuenta, echando
la vista atrás, que todo ha sido una pérdida de tiempo, que no has
disfrutado de aquello que se te ofreció. El tiempo, tan escaso y eté-
reo que solo lo percibes cuando lo has perdido. Mierda, esas cosas
nunca se piensan, estamos aquí, siempre hay alguien que nos ríe los
chistes, somos jóvenes, y aun no siéndolo creemos que nos queda un
gran camino por delante, se dejan las cosas para mañana, se pierde el
tiempo en estupideces, pero nuestro futuro ya está marcado, es una
habitación oscura llena de mierda hasta el techo.
    Blas vivía en la habitación número 3. No era el que tenía
mayor síndrome de Diógenes, las veces que pude asomarme a su
habitación tenía más bien pocas cosas, el hedor era insoportable,
eso sí, esta gente espera la muerte, cosas como lavar las sábanas per-
tenecen ya a otra dimensión. Tenía un problema de incontinencia,
el pobre Blas, la mayoría de las veces no llegaba al retrete y dejaba
un intermitente reguero de orín por el pasillo, era una de las razones
por las que no convenía caminar descalzo por el pasillo de la pen-
sión.

    Nadie sabe cuantos días llevaba muerto cuando lo encon-
traron, allí dentro, solo. Ese fue el final de su historia. Hoy su ha-
bitación la ocupa otro jubilado, un tipo tuerto y ludópata que se 
pasa la mayor parte del tiempo sedado por la enorme cantidad de
pastillas que ingiere para la esquizofrenia, hace días que no lo veo,
por cierto.
    Muchas veces, al pasar por alguna de esas puertas, cuando
me llega el olor, pienso si en su interior se encontrará otro cadáver
solitario abandonado a la putrefacción. Y me pregunto cuándo será
mi turno. Estos viejos, descomponiéndose en sus habitaciones, son
el producto de toda esta sociedad de mentiras, lo han dado todo,
han sido exprimidos, para al final acabar así, sin nadie que les eche
de menos excepto la casera a fin de mes. Esto no es la excepción,
es la regla, el sustrato del mundo lo conforman los cadáveres de los
malditos, esas pobres víctimas solitarias, y si tengo alguna misión
como narrador es contar su historia, esa es la razón de que me de-
cante por escribir sobre la sordidez y los personajes solitarios y creo
que ha de ser la misión de todo narrador honesto.
    Blas, colega, seguro que estás en un lugar mejor así que no
voy a apenarme por ti, y me alegro mucho de no tener que volver a
fregar tus meados viejo de mierda. Descansa en paz.

    La fabada estaba deliciosa, pero me provocó gases, me tiré
un par de pedos apestosos mientras me masturbaba. Cuando con-
seguí correrme me limpié, me lié un peta y me arrojé de nuevo al
mundo con energías renovadas. Ya no miraba al suelo ¿Por qué evi-
tar las miradas? Cada uno es responsable de sus actos y el despertar
acabaría llegando para todos con alguno de los posibles finales.
    Me introduje en un supermercado, esquivé rápidamente
los estantes llenos de utensilios inútiles, esquivé a los enfermos ter-
minales que pululaban por allí y llegué a la estantería de los produc-
tos razonables, pillé un pack de seis latas de cerveza tostada, hice la
transacción lo más rápido posible y me largué de allí rumbo a casa
de mi colega Emilio. Abrimos unas latas y nos liamos unos porros
mientras en la tele mirábamos incrédulos los incidentes que el día
anterior se habían producido en el centro de Madrid con motivo
de la concentración del 25-S, una concentración que respondía al
lema «ocupa el congreso» y que reflejaba el creciente malestar de
la sociedad con sus gobernantes y sus métodos. Era una chispa de
esperanza para el cambio social, pero los perros guardianes de los
poderosos sabían bien lo que debían hacer y pronto desenfundaron
las porras para dispersar a la masa descontenta. Ahora el debate se
abría sobre si había sido correcta la actuación policial, y con ello 
se tapaba el verdadero tema de debate que es «¿qué hacía toda esa
gente allí?». Se tachaba de ilícito el movimiento ya que no se po-
día intentar derrocar a un gobierno elegido en democracia, algunos
incluso lo llamaban golpe de Estado. Bien, derrocar a un gobierno
que ha ascendido hasta ese puesto a base de mentiras es totalmente
lícito. Si compras una televisión de última generación, con HD, 3D
y todas las estúpidas mierdas que se supone que traen, y al sacarla
de su caja resulta que te han vendido una tele en blanco y negro
que se sintoniza con una ruedecita y con un culo del tamaño de
un camión, es lícito que la devuelvas y recuperes tu dinero. Por esa
regla de tres un gobierno que pide el voto prometiendo una serie de
cosas y luego se dedica a hacer todo lo contrario solo se merece una
patada en el culo que lo envíe a pudrirse al octavo círculo del infier-
no de Dante. Y esto es así, no hay tu tía. El problema es la manga
ancha de la gente, su permisividad y su estoicismo. Se les ha dejado
tener demasiado poder sobre nuestras vidas y sociedades, se les ha
dejado cortar y repartir, concentrarse en silencio y hermandad para
mostrar el descontento no es suficiente, la gente está muriendo, se
están volviendo locos, se suicidan, hay víctimas. El egoísmo es el
que ha dado a luz toda esta situación, nuevamente el egoísmo, el
querer tener, el querer tener cosas y más cosas y más cosas, eso ha
hecho que las desigualdades se hayan hecho cada vez más evidentes,
porque una balanza no asciende si la otra no cae. Antes, inmersos
en la mentira de la bonanza, estábamos ciegos y despreocupados
porque parte de nuestro egoísmo y afán de posesión estaba cubier-
tos. Recuerdo cuando cobraba mi amplio sueldo y corría al Media
Markt a comprarme gilipolleces, gilipolleces que aliviasen el terrible
trauma que me había supuesto conseguir un sueldo «digno». Otros
cientos y yo nos arremolinábamos allí, bajo un enorme cartel que
ponía «yo no soy tonto» y comprábamos y comprábamos como si se
fuese a acabar el mundo. Ahora todo ha petado y nosotros, tontos
del culo, solo tenemos lo que nos merecemos. Los poderosos son
como nosotros, humanos, y por tanto solo quieren tener más y más,
y mientras que ahora estamos en lo más bajo de la balanza, ellos
siguen ascendiendo y su ceguera hace que nuestra vida o muerte se
la sude ya que su situación no ha hecho más que mejorar, por tanto
no hay crisis, todo va bien, todo sigue su curso. Ahora la parte baja
de la balanza ha visto el sufrimiento de cerca, lo viven ellos o sus
familiares, o sus amigos, ahora ven la injusticia y quieren cambiar
el modelo, hacer un mundo más sostenible y justo, y está bien, lo 
malo es que ahora el enemigo es más poderoso que nunca. Por tan-
to el fallo general del movimiento indignado se puede resumir en
un gesto, en un símbolo, las manos blancas. Las manos blancas no
sirven para intimidar al enemigo, para hacerlo hay que mostrarle
unas manos ensangrentadas que sujeten la cabeza cercenada de sus
compinches, de otra forma lo único que se logra es que el enemigo
siga brindando con la sangre de tus hermanos. «La violencia no es
la solución» dirán algunos, pero no es violencia gratuita, es defensa
propia, la violencia ya se ha usado con nosotros, la tortura no está
prohibida, se nos aplica a diario, en interminables turnos de trabajo
por cuatro duros para que, al llegar agotado a casa, encima te ente-
res que te han recortado mil derechos y han dado una inyección de
capital a la banca mientras abres, aterrado, la factura de la luz.
Es normal huir de la violencia, pero los partos son dolo-
rosos y esto es una guerra, como bien dice el artista Velpister en su 
poema Declaración: 

             Es una guerra
             
             Lo es
     
             Por mucho que
             nos engañen 

             Por mucho que
             censuren 

             Lo es 

             Una guerra
             incruenta 

             Y ya tiene de todo
             esta guerra 

             Tiene tiranos
             Tiene soldados
             Tiene perros
             Tiene propaganda
             Tiene sangre 

             Tiene daños colaterales
             Tiene ruina 

             Y muerte 

             A esta guerra
             ya solo le falta
             una cosa:
            Que los enemigos
             Los rebeldes 

            Nosotros 

            Pasemos 
           de una vez por todas 

           A la ofensiva 

    Llegaron unos cuantos colegas más, se abrieron birras y lia-
ron porros, hablamos de varias cosas, de la situación del mundo y
nuestro lugar en él. A veces, al dar un trago y pasar la vista sobre mis
colegas, me asaltaba la lástima al ver a toda una generación perdi-
da. Ninguno de mis colegas curraba, muchos de ellos no lo habían
hecho jamás, no podían acceder a nada, ni planear nada más allá
de reunirse para beber en algún oscuro rincón. Eso no es del todo
malo ya que el trabajo, tal como se entiende actualmente, no puede
ser por más que calificado como «El mal». Sé de lo que hablo, no
soy un hijo de papá, no soy un burgués que teoriza desde el sillón
sobre el fin del capitalismo. He estado en las barricadas, más de una
década desperdiciada en curros de mierda. He hecho de todo: peón
de la construcción, albañil, peón de fábrica, dependiente, jardine ro,
enterrador, reponedor, técnico de control de calidad, segurata... Ho-
ras, horas y más horas robadas, desperdiciadas. La felicidad está en
la libertad, y la libertad en la independencia, y es difícil equilibrar
esto ya que la sociedad actual solo te proporciona independencia
tras trabajar, que es un acto que por definición roba tu libertad. La
solución está en hacer que el golpe sea lo menos doloroso posible.
¿Cómo puede una persona ser feliz, sentirse libre y realizada si tiene
que estar 12 horas al día en una cadena de montaje despiezando
pollos? Eso solo crea psicópatas y suicidas. Nadie debería trabajar 
más de 5 ó 6 horas al día, ni una larga temporada realizando la
misma actividad, de la misma forma no debería recibir exagerados
sueldos por ello. El egoísmo, el afán de posesión, no conoce límites.
Si tienes una casa querrás también una casa en la playa, ¿la necesitas?
Pero es la sociedad capitalista, con su mejor arma, la publicidad, la
que nos lava el cerebro y alimenta nuestras ansias de posesión, trans-
formando a las personas en seres consumistas de ansias inagotables.
Yo me he dado cuenta ahora de que no es necesario tener tanto, soy
mucho más feliz ahora, con mis cuatro duros, pero con todo mi
tiempo disponible para dormir, o leer, o emborracharme con los
colegas, que cuando cobraba 1300 euros al mes metido todo el día
en una fábrica de tubos y gastándome la pasta en mierda, una vez
salía de allí, para aliviar mi vacío existencial. Había allí, en la fábrica,
gente que echaba horas extra, tras turnos agotadores, solo para tener
más pasta y poderse comprar más mierda, estábamos atrapados en
una demente espiral descendente que no llevaba a ninguna parte,
como bien ha demostrado el tiempo, que nos ha dejado sin ninguna
de esas absurdas posesiones, y a los más atrapados, endeudados de
por vida. El trabajo es el mal. Bukowski lo ve de manera impecable
en toda su obra, y concretamente en uno de sus mejores poemas: 
  
              Esta noche no he podido ir a trabajar 
             porque no podía 
            dejar de vivir  

    Trabajando un número razonable de horas, que no te hagan mi-
rar el reloj deseando la muerte, y recibiendo un número razonable
de pasta, que no te haga caer en el pozo de la avaricia, crearíamos
una sociedad de seres más realizados, y no el apestoso engendro
que somos ahora mismo, una sociedad más justa e igualitaria, y no
la puta montaña rusa de desequilibrios en la que nos zambullimos
cada día. Pero siempre el egoísmo, siempre hay alguien que desea
más por menos y lo contagia por donde pasa. ¿Cuándo aprenderá
la gente que lo único verdaderamente necesario es follar con regu-
laridad, pillarte un pedo de vez en cuando con los colegas y, sobre
todo, ser dueño de tu maldito tiempo? El egoísmo, ese cabrón hace
que todo esto no sean más que utopías ya que siempre habrá quien
desee dominar a los demás y joderlos, y exprimirlos, y sentirse su-
perior. De esa forma tenemos a las personas desesperadas por en-
contrar un mísero trabajo, recorriendo las calles arriba y abajo en 
busca de uno, sin éxito, y si, por la gracia divina, encuentran uno,
esta situación de desesperación y desamparo social hará que sea un
trabajo en el que les metan una enorme polla por el culo, y deberán
sonreír y aparentar disfrutar de cada embestida, y se correrán en su
culo ensangrentado y a cambio les darán un mísero sueldo que no
les llegará ni para pagarse los puntos.
    ¿Tendrá redención el ser humano? ¿Podrá salvarse?
    Tras unas horas de agradable compañía alrededor de la cer-
veza y el humo me despedí de los compañeros que quedaban en pie
y me encaminé de vuelta a la pensión cuando la noche se espesaba. 

(Carlos Salcedo Odklas, Malos tiempos, Ediciones Lupercalia, 2014) 

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