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ALEXANDER DRAKE

 


ATRACO SUICIDA 

1864. En algún lugar del oeste de Nuevo Méjico. Actual Arizona (EE.UU.) 

Taylor masticaba una gran bola de tabaco mientras Barry seguía durmiendo en el porche de entrada agarrándose su enorme tripa y emitiendo un ronquido que le hacía parecer un puerco. Jake hizo un chiste acerca de eso. Taylor se rió a carcajadas mostrando unos dientes grandes y torcidos y manchados de marrón oscuro. Luego escupió un gargajo negro y asqueroso tiñendo de mierda el suelo.

—¡Muy bien, dejaos de bromas! —dijo Murphy—. No tenemos mucho tiempo. Ya sabéis que el Banco abre a las nueve en punto; y según Gordon el ejército de la Unión pasará a recoger el oro a las diez. Una vez que el oro esté en sus manos ya no tendremos ninguna oportunidad, de modo que no podemos retrasarnos. Cuando lleguemos allí tendremos una hora exacta para asaltar el banco y escapar. ¿Está claro? ¡Coged todo lo necesario! ¡Salimos en cinco minutos!

Todos fueron a ensillar los caballos y a preparar sus armas. Poco después ocho sombras montaban y salían al galope en dirección sudeste dejando tras de sí una gran nube de polvo. El sol comenzó a alzarse sobre un cielo cálido y rojizo. Dos horas más tarde los hombres llegaban a Tucson. Se acercaron al centro de la ciudad por separado y en distintos momentos para no llamar la atención. Primero darían de beber a los caballos y luego Taylor y Barry los dejarían en un lugar protegido y cercano para asegurarse la huida mientras Jake vigilaba la calle. En cuanto abrieran el banco irían entrando los otros cinco hombres de uno en uno en intervalos de medio minuto.

            El primero en entrar fue Murphy. El banco estaba vacío, a excepción de los tres empleados y un guardia armado posicionado junto a la puerta. Se acercó al mostrador y consultó las condiciones de un posible préstamo de unos cuantos cientos de dólares para comprar varias reses y así ir ganando tiempo hasta que entraran los demás. Poco después llegaba Jimmy. Tan sólo tenía 19 años pero ya había disparado contra siete hombres. La primera vez fue en defensa propia. El resto de las veces ni siquiera se planteó quién llevaba razón. El muchacho fue directo a la otra ventanilla e hizo creer al empleado que estaba interesado en abrir una cuenta. El banquero se ausentó un instante y regresó con un formulario para que Jimmy lo rellenara con sus datos. Esto hizo que transcurriera algo más de tiempo. El suficiente para que Lenox y Sykes ya estuvieran dentro junto con un cliente de avanzada edad que entró justo después.

            Warren fue el último en aparecer. Tenía cara de mono, con una frente proyectada hacia delante, mandíbula cuadrada y robusta, y unos ojos pequeños y oscuros que le daban aspecto de animal peligroso. En cuanto puso un pie dentro, giró hacia la izquierda, donde estaba el vigilante, sacó un puñal de caza y se lo hundió a aquel hombre en todo el corazón. Murió casi en el acto. Los empleados y el cliente se quedaron atónitos. Todo había pasado demasiado rápido para poder asimilarlo.

            —¡¿Quién es el director?! —preguntó Murphy desenfundando su arma.

            —Nadie dijo nada. Se limitaron a mantener las manos en alto.

            —Sykes cogió al anciano, le puso de rodillas y le metió el cañón de su revólver en la boca.

            —¡Os hemos hecho una pregunta, malditos bastardos! —dijo encolerizado—. ¡Juro que le volaré la cabeza!

            El viejo empezó a mearse encima.

            —Dejen a ese hombre —dijo alguien tras el mostrador—. Yo soy el director.

            Warren le cogió del pescuezo y lo sacó de allí con una fuerza descomunal lanzándole contra el suelo. De seguido le encajó una formidable patada en plena boca.
 El hombre empezó a sangrar como un gorrino. Después Murphy le cogió por el cuello de la camisa y lo levantó con violencia.

            —¿Cómo te llamas, señor director? —preguntó con ironía.

            —Chester. Me llamo Chester —dijo muerto de miedo.

            —¿Sabes, Chester? Tienes un nombre de lo más estúpido.

            Algunos de los hombres comenzaron a reírse.

            A continuación Murphy le propinó un fortísimo puñetazo en el estómago. Chester cayó de nuevo al suelo.

            —Bien, Chester… —volvió a decir con sarcasmo—. ¿Verdad que vas a ser un buen chico y vas a abrir la caja fuerte?

            —Pero eso no es posible —dijo desde el suelo sujetándose la tripa—. Se necesitan dos llaves para abrirla, y la otra la tiene el general del ejército.     

            De pronto Jake entró corriendo en el banco.

            —¡¡El ejército ya está aquí!!

            —¿Cómo?—preguntó Murphy.

            —¡Están en camino! ¡Llegarán en menos de tres minutos!

¡Se han adelantado! ¡Llegan casi una hora antes!

—Todavía podemos escapar. Podríamos conseguirlo —dijo Jake.

—Nada de eso. No sin el oro. ¡Diles a Barry y a Taylor que vengan aquí inmediatamente con todas las armas y las maletas y que después atranquen la puerta! ¡Warren, que Jimmy te ayude a atar con cuerdas a estos cuatro hombres! ¡Lenox, ocúpate de la caja! ¡Sykes, tú sube conmigo a la otra planta!

            Lenox abrió una de las maletas que trajo Taylor, agarró varios cartuchos de dinamita y fue a la parte trasera del banco donde estaba la caja fuerte mientras Warren y Jimmy inmovilizaban a los tres hombres del banco y al cliente. Barry y Taylor empezaron a arrastrar un enorme mueble hasta la puerta para taponar la entrada, al tiempo que Jake vigilaba la situación mirando por la ventana con el revólver en la mano.

            —¡Están a sólo 200 metros!

Poco después Lenox salía corriendo desde la otra habitación.

¡Todo el mundo a cubierto!

            A los dos segundos una tremenda explosión se escuchaba en toda la ciudad. La gente que iba por la calle se apresuró a salir corriendo de allí anticipando lo que podría suceder a continuación.

            El ejército de la Unión aceleró el paso. Mientras tanto Murphy y los demás hombres preparaban sus fusiles. Lenox regresó a la habitación donde estaba la caja.

            —¡¡¡El oro es nuestro!!! —gritó emocionado.         

—¡Buen trabajo, Lenox! —respondió Murphy desde arriba—. Viviremos como reyes en Méjico si conseguimos salir de ésta —añadió para sí mismo.

            Todos tomaron posiciones junto a las ventanas. Diez jinetes del ejército ya casi habían llegado a la altura del banco. Entonces Murphy y Sykes abrieron fuego alcanzando a dos de ellos. Luego dispararon Lenox, Barry y Jimmy, y de seguido lo hicieron el resto de los hombres. En total habían caído seis soldados. Los otros cuatro dieron media vuelta sobre sus caballos y salieron de su alcance a toda velocidad.

            —¡Jajaja! ¡He liquidado a uno! ¿Lo habéis visto? ¡Le he reventado los sesos a ese cerdo! —decía Sykes con una gran sonrisa de satisfacción.

Segundos más tarde el ejército comenzó las maniobras de acordonamiento frente al banco. Había un par de carretas apostadas en los flancos de la calle y medio centenar de hombres atrincherándose en las casas adyacentes o colocándose estratégicamente sobre los tejados. Los hombres volvieron a abrir fuego desde la planta superior del banco. El ejército respondió a los disparos con gran insistencia. Murphy y los suyos permanecieron de cuclillas y recostados contra la pared mientras trozos de cristal y madera caían sobre sus cabezas. 

—¡Son demasiados! ¡¿Qué coño vamos a hacer?! —gritó Jimmy.

¡Matarlos a todos! —respondió Sykes con ojos de loco.

Los hombres volvieron a abrir fuego contra los soldados. Más de quince hombres situados en las azoteas empezaron a disparar sus rifles destrozando por completo las ventanas. Todos volvieron a guarecerse tras la pared. Intentar atacar ahora habría sido un error. Las balas del ejército acribillaron la casa durante casi un minuto.

            —¡Alto el fuego!

            —¡Alto el fuego! —gritó uno de los hombres del ejército poniéndose al descubierto con su impecable uniforme azul.

—¡Soy el general Sheridan! ¡No tenéis escapatoria! ¡Entregaos ahora y os prometo un juicio justo!

            —¡Jajaja! —se rió Murphy—. Nos colgarán a todos —les dijo a los muchachos.

—¡¿Qué decís?! ¡Es la única salida que os queda! —sentenció el general.

Sykes se levantó como un rayo y disparó su rifle metiéndole un balazo limpio entre los ojos.

—¡Eso es lo que decimos, cabronazo!

            Las balas volvieron a silbar y a perforar cada centímetro de pared mientras Taylor se moría de risa ante el disparo inesperado de Sykes.

—Eres un gran orador, Sykes. De eso no hay duda —dijo Jake.

Barry y Warren también tuvieron un repentino ataque de risa. Entonces una bala alcanzó a Jimmy cuando se disponía a disparar de nuevo. Cayó al suelo agarrándose el brazo izquierdo.

—¡Ahhh…! ¡Joder, me han dado!

Murphy se acercó a él, le arrancó la manga de su camisa y le taponó la herida con el trozo de tela haciéndole un nudo alrededor.

—Esto tendrá que servir de momento, ¿de acuerdo, Jimmy?

Jimmy gruñó convaleciente y volvió a coger su fusil del suelo.

—¡¿Eh, qué diablos llevan ahí?! —dijo Lenox.

En ese instante tres soldados colocaban en una posición segura un pequeño carro cubierto con una sábana. Luego lo destaparon y apareció una gran ametralladora acoplada.

—¡Mierda! ¡Es una Gatling!

¡Esos hijos de puta tienen una ametralladora Gatling! —gritaba Lenox con evidente preocupación.

A continuación centenares de balas fueron escupidas en cuestión de segundos en un estruendo ensordecedor mientras aquel soldado giraba a toda velocidad una manivela acribillando todo lo que se le pusiera por delante. Pedazos de ladrillo de las paredes del banco saltaban por todas partes junto a las estructuras de las ventanas que volaban por los aires hechas añicos.

—¡Maldita sea! ¡Sólo somos ocho contra todo un destacamento y apenas nos quedan balas! —gritaba Taylor preocupado.

            —Coged cada uno vuestra parte del oro —dijo Murphy—. Saldremos todos a la vez. Es la única posibilidad. Alguno lo logrará.

            La ametralladora paró durante unos segundos para recargar la munición. Justo después Murphy y sus hombres salían corriendo como demonios con las alforjas sobre los hombros y sin dejar de apretar el gatillo de sus fusiles y revólveres. En ese preciso instante la ametralladora empezó a rugir de nuevo.

¡¡¡RA-TA-TA-TA-TA-TA-TA-TA-TA!!! 

¡Venid aquí! ¡Acabaré con todos vosotros! —gritaba el soldado poseído por un arrebato de locura.

El primero en caer fue Barry. La ametralladora le había hecho toda una colección de agujeros nuevos en el cuerpo. El resto de los soldados también volvió a disparar. Las balas corrían descontroladas cortando el aire en todas direcciones. El sombrero de Taylor salió volando. Unos centímetros más abajo y su cabeza habría estallado como un pomelo podrido. Se echó al suelo de un salto y fue arrastrándose como pudo hasta quedar oculto tras unos barriles de madera. Poco después se levantó volviendo a disparar. No tardó en recibir respuesta. Esta vez las balas acribillaron los barriles haciendo que el agua que había dentro saliera a borbotones. Luego la ametralladora apuntó hacia él y comenzó a expulsar ráfagas de metal. Los barriles quedaron pulverizados. Taylor no tuvo escapatoria. Los demás corrían desesperados hacia los caballos sin dejar de disparar. Un soldado cayó desde un tejado con la cabeza agujereada y estampándose contra la tierra. Jimmy estuvo a punto de conseguirlo, pero justo entonces una bala le alcanzó de lleno. Un chorro de sangre salió escupido de su pecho. Poco después yacía inerte en mitad de la calle. Warren fue el siguiente. En cuestión de segundos recibió dos tiros en la pierna derecha y tres más en el torso. Se desplomó contra el suelo apoyando bruscamente su cara contra un charco de barro. Lenox fue el primero en llegar. Montó en su caballo con tres cartuchos de dinamita en las manos y un puro en la boca. A continuación lanzó dos de ellos abriéndose paso entre aquel caos de explosiones. Antes de poder encender el tercero varios francotiradores le llenaron el cuerpo de plomo en un fuego cruzado. Sykes trató de escapar en mitad de la confusión pero una bala perdida le estalló en plena cara. Cayó del caballo completamente desfigurado. Casi al instante la ametralladora Gatling le perforó la espalda. Jake y Murphy salieron al galope en direcciones opuestas. Murphy intentaba esquivar las balas que le llovían desde los tejados al tiempo que disparaba su arma. Finalmente una alcanzó al caballo en el cuello y éste se desplomó de golpe. Murphy cayó al suelo con violencia. Justo después otras tantas balas terminaron de rematarle. Mientras tanto Jake se perdía de vista a toda velocidad intentando huir de aquella masacre. Segundos más tarde giró la cabeza y vio a seis o siete jinetes salir en su busca. 

(Alexander Drake, Vorágine, VII Premio Internacional Vivendia-Villiers de Relato, Ediciones Irreverentes, 2012) 

            

    

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