Taylor masticaba una gran bola
de tabaco mientras Barry seguía durmiendo en el porche de entrada agarrándose
su enorme tripa y emitiendo un ronquido que le hacía parecer un puerco. Jake
hizo un chiste acerca de eso. Taylor se rió a carcajadas mostrando unos dientes
grandes y torcidos y manchados de marrón oscuro. Luego escupió un gargajo negro
y asqueroso tiñendo de mierda el suelo.
—¡Muy bien, dejaos de bromas!
—dijo Murphy—. No tenemos mucho tiempo. Ya sabéis que el Banco abre a las nueve
en punto; y según Gordon el ejército de la Unión pasará a recoger el oro a las
diez. Una vez que el oro esté en sus manos ya no tendremos ninguna oportunidad,
de modo que no podemos retrasarnos. Cuando lleguemos allí tendremos una hora
exacta para asaltar el banco y escapar. ¿Está claro? ¡Coged todo lo necesario!
¡Salimos en cinco minutos!
Todos fueron a ensillar los
caballos y a preparar sus armas. Poco después ocho sombras montaban y salían al
galope en dirección sudeste dejando tras de sí una gran nube de polvo. El sol
comenzó a alzarse sobre un cielo cálido y rojizo. Dos horas más tarde los
hombres llegaban a Tucson. Se acercaron al centro de la ciudad por separado y
en distintos momentos para no llamar la atención. Primero darían de beber a los
caballos y luego Taylor y Barry los dejarían en un lugar protegido y cercano
para asegurarse la huida mientras Jake vigilaba la calle. En cuanto abrieran el
banco irían entrando los otros cinco hombres de uno en uno en intervalos de
medio minuto.
El primero en entrar fue Murphy. El banco
estaba vacío, a excepción de los tres empleados y un guardia armado posicionado
junto a la puerta. Se acercó al mostrador y consultó las condiciones de un
posible préstamo de unos cuantos cientos de dólares para comprar varias reses y
así ir ganando tiempo hasta que entraran los demás. Poco después llegaba Jimmy.
Tan sólo tenía 19 años pero ya había disparado contra siete hombres. La primera
vez fue en defensa propia. El resto de las veces ni siquiera se planteó quién
llevaba razón. El muchacho fue directo a la otra ventanilla e hizo creer al
empleado que estaba interesado en abrir una cuenta. El banquero se ausentó un
instante y regresó con un formulario para que Jimmy lo rellenara con sus datos.
Esto hizo que transcurriera algo más de tiempo. El suficiente para que Lenox y
Sykes ya estuvieran dentro junto con un cliente de avanzada edad que entró
justo después.
Warren
fue el último en aparecer. Tenía cara de mono, con una frente proyectada hacia delante,
mandíbula cuadrada y robusta, y unos ojos pequeños y oscuros que le daban
aspecto de animal peligroso. En cuanto puso un pie dentro, giró hacia la
izquierda, donde estaba el vigilante, sacó un puñal de caza y se lo hundió a
aquel hombre en todo el corazón. Murió casi en el acto. Los empleados y el
cliente se quedaron atónitos. Todo había pasado demasiado rápido para poder
asimilarlo.
—¡¿Quién
es el director?! —preguntó Murphy desenfundando su arma.
—Nadie
dijo nada. Se limitaron a mantener las manos en alto.
—Sykes
cogió al anciano, le puso de rodillas y le metió el cañón de su revólver en la
boca.
—¡Os hemos hecho una pregunta, malditos
bastardos! —dijo encolerizado—. ¡Juro
que le volaré la cabeza!
El
viejo empezó a mearse encima.
—Dejen
a ese hombre —dijo alguien tras el mostrador—. Yo soy el director.
—¿Cómo
te llamas, señor director? —preguntó con ironía.
—Chester.
Me llamo Chester —dijo muerto de miedo.
—¿Sabes,
Chester? Tienes un nombre de lo más estúpido.
Algunos
de los hombres comenzaron a reírse.
A
continuación Murphy le propinó un fortísimo puñetazo en el estómago. Chester
cayó de nuevo al suelo.
—Bien,
Chester… —volvió a decir con sarcasmo—. ¿Verdad que vas a ser un buen chico y
vas a abrir la caja fuerte?
—Pero eso no es posible —dijo desde el suelo sujetándose la tripa—. Se necesitan dos llaves para abrirla, y la
otra la tiene el general del ejército.
De
pronto Jake entró corriendo en el banco.
—¡¡El
ejército ya está aquí!!
—¿Cómo?—preguntó Murphy.
—¡Están
en camino! ¡Llegarán en menos de tres minutos!
—¡Se han adelantado! ¡Llegan casi una hora antes!
—Todavía podemos escapar. Podríamos
conseguirlo —dijo Jake.
—Nada de eso. No sin el oro.
¡Diles a Barry y a Taylor que vengan aquí inmediatamente con todas las armas y
las maletas y que después atranquen la puerta! ¡Warren, que Jimmy te ayude a
atar con cuerdas a estos cuatro hombres! ¡Lenox, ocúpate de la caja! ¡Sykes, tú
sube conmigo a la otra planta!
Lenox
abrió una de las maletas que trajo Taylor, agarró varios cartuchos de dinamita
y fue a la parte trasera del banco donde estaba la caja fuerte mientras Warren
y Jimmy inmovilizaban a los tres hombres del banco y al cliente. Barry y Taylor
empezaron a arrastrar un enorme mueble hasta la puerta para taponar la entrada,
al tiempo que Jake vigilaba la situación mirando por la ventana con el revólver
en la mano.
—¡Están
a sólo 200 metros!
Poco después Lenox salía
corriendo desde la otra habitación.
—¡Todo el mundo a cubierto!
A
los dos segundos una tremenda explosión se escuchaba en toda la ciudad. La
gente que iba por la calle se apresuró a salir corriendo de allí anticipando lo
que podría suceder a continuación.
El
ejército de la Unión aceleró el paso. Mientras tanto Murphy y los demás hombres
preparaban sus fusiles. Lenox regresó a la habitación donde estaba la caja.
—¡¡¡El
oro es nuestro!!! —gritó emocionado.
—¡Buen trabajo, Lenox!
—respondió Murphy desde arriba—. Viviremos como reyes en Méjico si conseguimos
salir de ésta —añadió para sí mismo.
Todos
tomaron posiciones junto a las ventanas. Diez jinetes del ejército ya casi
habían llegado a la altura del banco. Entonces Murphy y Sykes abrieron fuego
alcanzando a dos de ellos. Luego dispararon Lenox, Barry y Jimmy, y de seguido
lo hicieron el resto de los hombres. En total habían caído seis soldados. Los
otros cuatro dieron media vuelta sobre sus caballos y salieron de su alcance a
toda velocidad.
—¡Jajaja!
¡He liquidado a uno! ¿Lo habéis visto? ¡Le he reventado los sesos a ese cerdo!
—decía Sykes con una gran sonrisa de satisfacción.
—¡Son demasiados! ¡¿Qué coño vamos a hacer?! —gritó Jimmy.
—¡Matarlos a todos! —respondió Sykes con ojos de loco.
Los hombres volvieron a abrir
fuego contra los soldados. Más de quince hombres situados en las azoteas
empezaron a disparar sus rifles destrozando por completo las ventanas. Todos
volvieron a guarecerse tras la pared. Intentar atacar ahora habría sido un
error. Las balas del ejército acribillaron la casa durante casi un minuto.
—¡Alto
el fuego!
—¡Alto
el fuego! —gritó uno de los hombres del ejército poniéndose al descubierto con
su impecable uniforme azul.
—¡Soy el general Sheridan! ¡No
tenéis escapatoria! ¡Entregaos ahora y os prometo un juicio justo!
—¡Jajaja!
—se rió Murphy—. Nos colgarán a todos —les dijo a los muchachos.
—¡¿Qué decís?! ¡Es la única
salida que os queda! —sentenció el general.
Sykes se levantó como un rayo y
disparó su rifle metiéndole un balazo limpio entre los ojos.
—¡Eso es lo que decimos, cabronazo!
Las
balas volvieron a silbar y a perforar cada centímetro de pared mientras Taylor
se moría de risa ante el disparo inesperado de Sykes.
—Eres un gran orador, Sykes. De
eso no hay duda —dijo Jake.
Barry y Warren también tuvieron
un repentino ataque de risa. Entonces una bala alcanzó a Jimmy cuando se
disponía a disparar de nuevo. Cayó al suelo agarrándose el brazo izquierdo.
—¡Ahhh…! ¡Joder, me han dado!
Murphy se acercó a él, le
arrancó la manga de su camisa y le taponó la herida con el trozo de tela
haciéndole un nudo alrededor.
—Esto tendrá que servir de
momento, ¿de acuerdo, Jimmy?
Jimmy gruñó convaleciente y volvió
a coger su fusil del suelo.
—¡¿Eh, qué diablos llevan ahí?!
—dijo Lenox.
En ese instante tres soldados
colocaban en una posición segura un pequeño carro cubierto con una sábana. Luego
lo destaparon y apareció una gran ametralladora acoplada.
—¡Mierda! ¡Es una Gatling!
—¡Esos hijos de puta tienen una ametralladora Gatling! —gritaba Lenox con evidente preocupación.
A continuación centenares de balas
fueron escupidas en cuestión de segundos en un estruendo ensordecedor mientras
aquel soldado giraba a toda velocidad una manivela acribillando todo lo que se
le pusiera por delante. Pedazos de ladrillo de las paredes del banco saltaban
por todas partes junto a las estructuras de las ventanas que volaban por los
aires hechas añicos.
—¡Maldita sea! ¡Sólo somos ocho
contra todo un destacamento y apenas nos quedan balas! —gritaba Taylor
preocupado.
—Coged
cada uno vuestra parte del oro —dijo Murphy—. Saldremos todos a la vez. Es la
única posibilidad. Alguno lo logrará.
La
ametralladora paró durante unos segundos para recargar la munición. Justo después
Murphy y sus hombres salían corriendo como demonios con las alforjas sobre los
hombros y sin dejar de apretar el gatillo de sus fusiles y revólveres. En ese
preciso instante la ametralladora empezó a rugir de nuevo.
¡¡¡RA-TA-TA-TA-TA-TA-TA-TA-TA!!!
—¡Venid aquí! ¡Acabaré con todos vosotros! —gritaba el soldado poseído
por un arrebato de locura.
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