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PABLO GUILLÉN TUDELA

 


TRES DISPAROS 

Suena el timbre de la puerta ( de la portería) Alberto abre creyendo que es algún invitado que ha olvidado algo. Mientras sube, Alberto recoge los últimos platos y vasos y algún cenicero por ahí escondido entre el ficus y el poto, la tarta con las velas apagadas de 50. La tarde se había gastado entre risas y recuerdos. Después de pedir un deseo y desabrochar un par de botellas de cava los amigos se fueron poco a poco al filo de la media noche.  Alberto vivía solo pero tenía familia, una hija de dieciséis años. La relación con  Andrea hace ya algún tiempo que pasó los segundos de descuento y el resultado lejos de mejorarlo  llegó a concluir en un árido divorcio. De repente se oyen dos, tal vez, tres disparos. 

Todo empezó hace algunos años. En aquella época yo tenía veinticinco años, vivía solo en un piso de sesenta metros. Trabajaba si la memoria me respeta y los recuerdos no se inventan ( que puede que sí) en un Hotel de Alicante. Un Hotel cerca de la playa del postiguet y más cerca aún del Castillo de Santa Bárbara ( baluarte y fortaleza de la ciudad en tiempos pretéritos)  Creo que nadie debería trabajar en lo que no le gusta, no le apasiona. Recuerdo y espero no inventar nada, que me gustaba y mucho mi trabajo. El trato directo con todo tipo de personas; clientes externos y clientes internos. 

La fiesta de cumpleaños empezó a eso de las siete de la tarde, algunas cervezas frías y canapés decoraban la mesa del pequeño salón, el primero en llegar fue Toni y su mujer Ángela, llevaban juntos como diez años y a pesar de buscar un niño por todos los rincones de la casa, todavía no lo habían encontrado. Él tenía algo más de cuarenta y cinco ( creo) y Ángela era bastante más joven. Se sentaron en el pequeño sofá de dos plazas para tres y mientras llegaba el resto de invitados les ofrecí un whisky que acababa de comprar para la ocasión. Uno con un poquito de hielo y el otro completamente solo, como estaba yo a esas alturas de los cincuenta. 

A veces en la soledad cuando miro a través de la ventana la vida, no veo muy bien lo que sucedió. Todo parece borroso como visto a través de la lluvia, como ver un hormiguero a dos mil pies de altura. 

Apenas serví las primeras copas comenzaron a llegar casi todos en intervalos de minutos, alguien tocaba el timbre y yo le abría y mientras subían por la escalera, otra vez sonaba el timbre y subían. Creo que todos coincidieron en la escalera. Se oía con nitidez las voces de Paco y pilar de Alfredo y Sonia y de los solteros empedernidos, Manolo y Javier. Los sesenta metros se quedaron en un momento tan pequeños como el personaje de aquella interesante película " el increíble hombre menguante"   tuve que abrir de par en par la puerta del balcón y eso nos dio un par escasos de metros de amplitud. Con todo quedaba por llegar ( y ya eran pasadas las ocho) Rocío y Esteban. Mi hija Lidia me felicitó esta mañana a primera hora antes de coger un avión para Londres donde pasará los próximos meses fruto de un intercambio hilvanado por el centro educativo donde cursa sus estudios.  De su madre Huelga comentar que a ambos nos importa muy poco que se acuerde de mi cumpleaños. 

 La vida en pareja languidece hasta que se instala el silencio. Ya no hay nada dónde empacho de espejismo estaba casi todo. La autopista se quiebra y apareces en uno de esos paisajes de montaña de países raros y pobres por donde circula un autobús oxidado y sin apenas rueda de repuesto por el borde de una colina sin asfaltar y sin quita miedos. 

A las ocho y media pasadas ( y estoy seguro porque miré el  enorme reloj de cocina, que tengo en la pared del comedor) llegaron los últimos invitados. Subían casi discutiendo con la escalera y chillando lances de la vida entre ellos que venían corriendo y a galope de tiempos muy pasados del pasado. En el penúltimo peldaño antes de toparse con mi puerta todo se metió en una capsula de silencio excepto el timbre y la aldaba. Cada uno tocó en su frustrado silencio y yo les abrí la puerta con el mando de la sonrisa y los brazos de la bienvenida. 

En aquella época ( nos gusta decirlo como si hubieran pasado un par o tres de siglos) que es lo que nos gustaría vivir para aprender un poco mejor todo lo que se da en este curso a estajo que es un  tiempo lectivo de ochenta años que no admite recuperación ni en julio, ni septiembre. 

Bueno, en esos años del pasado irrecuperable, el hotel recibía casi cada día tres o cuatro grupos con sus respectivos autobuses. Yo trabajaba en recepción y una de nuestras tareas era hacer el check in de grupos o clientes individuales. 

Y así pasó el tiempo. Casi sin parpadear, mirando las escaleras con la luz apagada. Buscando tu butaca con las primeras escenas saliendo de la pantalla. Era otro tiempo y también otro lugar porque todo era distinto.

Igual que nosotros no somos los mismos hoy que ayer y mucho menos que hace tantos otoños que ya se gastaron las hojas de carta que acostumbrábamos a mandarnos cada semana de todos los días. Nuestra relación tenía la magia del encuentro y las caricias y la aventura epistolar de las palabras que salen al encuentro del papel, aunque estés soñando completamente en medio de la calle. calles normales y asfaltadas de restaurantes y zapaterías convertidos al tiempo en tanatorios. Demasiados tanatorios para recordarnos que la vida es corta. 

Aunque esté cayendo más agua que en cantando bajo la lluvia. Tienes que aprovechar lo poco que tienes para salir de allí. La calle era oblonga y enorme como un jodido cráter lunar que se convierte en un agujero negro, aunque sea de día y salga el arco iris, se quemen diez mil hectáreas de verano. 

Los años te dejan colgando de las nubes y al antojo del azar que sin dientes propios, pero con demasiadas arrugas compradas en la tienda del tiempo esperan, solo esperan creyendo que eso que seguro que llegará, no llegará. La muerte esa sombra que nos acompaña a todas partes, aunque sea tu cincuenta cumpleaños. 

Con la última vela apagada se abrió un enorme precipicio y  me puse a llorar a moco tendido metido dentro de la mampara del baño. Necesitaba darle la vuelta de una vez al traje tan usado, manchado y hecho girones que me puse el día de la boda o que lo llevé puesto siempre. Mucho tiempo antes de que empezara este a veces distorsionado viaje. 

Con el pretexto de quitarme dos o tres pelos de la nariz, salí del baño y  en ese momento sonaba la canción de Princesa azul del malogrado Manolo Tena. Sentados y de pie pusimos los recuerdos de cada uno al borde de la tarta y las risas del pasado se adueñaron del momento al compas de príncipes y princesas. 

El día de mi cumpleaños fue también una época triste de mi vida. El trabajo pasaba por una mala racha. 

De pronto los días se congelaron todos juntos, apilonados, como abrazados para no pasar frio. Después es imposible distinguir los buenos de los podridos. 

Todos los días oigo murmullo, voces en sordina. Creo que iré al sicólogo cuando termine de pagar la hipoteca, cuando termine de pasarle a mi ex la pensión de Lidia, cuando termine de pagar y pagar. Un verbo que repitió hasta treinta veces el Señor Juez sin dejar ningún atisbo de probabilidad para refutar nada. 

Por supuesto que iré al sicólogo, pero para entonces puede que sea demasiado tarde. Creo que nunca podré decirle al sicólogo que  nuestra relación ( la mía con mi mujer antes y ex ahora)  fue alguna vez como miel sobre hojuelas, porque es evidente que no estaría aquí en una sesión de 100€ sacando mis fantasmas a petición de un extraño que solo tiene el aval de haber dormido con Freud algunas noches de invierno. A veces en medio de la mitad del tiempo tenemos que cambiar el balde para que la mierda no manche la moqueta de motivos dalinianos.  Un cuadro de Van Gogh cuelga torcido debido a que pesa más el lado de la oreja. Una consulta de un sicólogo  que  se precie, debe tener todo completamente desordenado, papeles en el suelo junto al portátil, encima de la mesa un par de zapatos gastados, una corbata con el nudo de años y diez o quince relojes de muñeca. La agenda sin tapas y nada con que  tapar al paciente por más ingles que sea. Me cargó con un arsenal de pastillas que me dejaron durante una larga temporada como al monstruo del lago Ness metido dentro de una botella de whisky Escocés sin destilar. Una tarde entrada ya la noche a eso de las doce, abrí la ventana de un 87 piso y lo tiré todo. La bolsa con las pastillas, el tiempo que ya no me hacía falta. Creo que nunca te hace falta saber lo que has gastado y porqué o en qué narices gastaste tantos relojes. Lo cuidas tanto y lo mimas y la única forma de librarte de él, es dejarlo caer por las escaleras sin peldaños, por la barandilla sin pared, por el hueco del ascensor cuando todavía todo es un enorme solar donde jugabas  hace tan solo un puñado de tic tac. 

Volvamos a la fiesta de cumpleaños a las risas postizas, a las cajas de regalos vacías y a las escusas que casi siempre son mentira  y hasta inventadas. Y dime, te dice Toni y su mujer asiente. Cómo te va la vida. Tu le dices que bien y cambias de marcha casi sin embragar para que no te ahogues con lamentos y les preguntas lo del niño, o si han pensado en adoptar. Ella, notas que se pone un poco tensa y te pregunta dónde está el baño ( aunque ya lo sabe desde aquella noche) Tu como si nada, le dices que está junto al único dormitorio del apartamento. Tu hija Lidia los fines de semana que se queda contigo o incluso algunos días de vacaciones tiene que dormir en el sofá del salón, aunque en ocasiones os jugáis sofá o cama a ese viejo y entrañable juego del trivial. Al principio, casi siempre dormías tú en la habitación, pero cómo el divorcio suele ser para siempre, cosa que en el bendecido matrimonio no  ocurre. Bueno, llega Lidia en primero de bachiller y lleva ya varias semanas ganando con demasiada facilidad. 

Cuando Ángela fue al aseo yo estaba preparando los platos y cucharas para colocar los trocitos de tarta. Su marido Toni estaba asomado al pequeño balcón con un cigarro en la mano izquierda y medio whisky y lo que antes fue hielo, miraba al fondo del horizonte esperando encontrar respuestas ( ¿a quién no le ha pasado? ) yo aproveche el momento,  roce la mano de ella y note sus labios de rojo carmín. Fue un relámpago, no estábamos solos y además su marido nos podría descubrir. Toni era un poco tiquismiquis, un tipo casi alto, algo encorvado y con barriga como de embarazada de seis meses y trillizos, tenía el pelo ralo y la barba siempre tan poblada que se había afeitado dos veces desde la edad del pavo. Con todo, Ángela se enamoró a los pocos meses de casarse creyendo que era un buen partido. Luego, un año después llegaron los problemas financieros que se mezclaron con la infertilidad. Esto provocó en Ángela la obsesión de quedarse embarazada y una noche recibí una llamada que lo cambió todo.  

(Texto cedido por el autor) 

(© Pablo Guillén Tudela, 2020)  

 

 

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