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ALEXANDER DRAKE

 



VOCES DENTRO DE SU CABEZA

 

            Entré en aquella cafetería. El lugar era de lo más agradable. Limpio, tranquilo, espacioso y con buena repostería. Sólo había mujeres atendiendo; chicas jóvenes, simpáticas y de buen ver. Tomé un “2,35”. Por ese precio te servían un café con leche y un croissant a la plancha con mantequilla y mermelada. Me senté en una de las mesas con mi desayuno y el periódico. Me sentía bien. En la mesa de atrás una señora mayor encendía un cigarrillo. Tarde o temprano siempre hay alguien que acaba jodiéndote el día. Temía de veras que el humo pudiera alcanzarme; ya habían minado mi tranquilidad. A los pocos segundos la mujer se puso a hablar. Tenía una voz espantosa, enfermiza. Sonaba rota y enormemente grave; igual que la de un viejo al que acabaran de operar de cáncer de garganta y necesitara uno de esos aparatos que distorsionan la voz y hacen que suene robotizada. Me giré. A su lado no había nadie. “Estará hablando por teléfono”, pensé. Volví a fijarme mientras su voz me atacaba los oídos; tampoco era eso: la señora hablaba sola, la pobre estaba chiflada. Miré por los ventanales. Enfrente 
había un parque precioso, con césped y palmeras, y niños jugando por todas partes, y abuelos tomando el sol sentados en los bancos mientras un jardinero pasaba con sus utensilios asegurándose de que todo estuviera adecentado. Era él quien cuidaba del parque, pero eran otros quienes disfrutaban de aquel lugar. Todo el mundo estaba loco o cumplía algún tipo de condena. Pagué mi desayuno y salí de allí. No quería formar parte de esto. 

(Alexander Drake, Vorágine, Ediciones Irreverentes, 2012) 

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