VOCES DENTRO DE SU CABEZA
Entré en aquella cafetería. El lugar era de lo más agradable. Limpio,
tranquilo, espacioso y con buena repostería. Sólo había mujeres atendiendo;
chicas jóvenes, simpáticas y de buen ver. Tomé un “2,35”. Por ese precio te
servían un café con leche y un croissant
a la plancha con mantequilla y mermelada. Me senté en una de las mesas con mi
desayuno y el periódico. Me sentía bien. En la mesa de atrás una señora mayor
encendía un cigarrillo. Tarde o temprano siempre hay alguien que acaba
jodiéndote el día. Temía de veras que el humo pudiera alcanzarme; ya habían
minado mi tranquilidad. A los pocos segundos la mujer se puso a hablar. Tenía
una voz espantosa, enfermiza. Sonaba rota y enormemente grave; igual que la de
un viejo al que acabaran de operar de cáncer de garganta y necesitara uno de
esos aparatos que distorsionan la voz y hacen que suene robotizada. Me giré. A
su lado no había nadie. “Estará hablando por teléfono”, pensé. Volví a fijarme mientras
su voz me atacaba los oídos; tampoco era eso: la señora hablaba sola, la pobre
estaba chiflada. Miré por los ventanales. Enfrente
había un parque precioso, con césped y
palmeras, y niños jugando por todas partes, y abuelos tomando el sol sentados
en los bancos mientras un jardinero pasaba con sus utensilios asegurándose de
que todo estuviera adecentado. Era él quien cuidaba del parque, pero eran otros
quienes disfrutaban de aquel lugar. Todo el mundo estaba loco o cumplía algún
tipo de condena. Pagué mi desayuno y salí de allí. No quería formar parte de
esto.
(Alexander Drake, Vorágine, Ediciones Irreverentes, 2012)
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