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DANIEL ARAGONÉS

 


    Fui un niño de lo más infeliz. Pasé una parte de la infancia
atrapado en lugar que me castigó sin piedad. No me daba cuenta,
todo iba sucediendo sin más. Era el foco de todas las burlas. Me
llamaban Muerto. 
   Cuando escuché la historia de J. D. sentí algo especial. Ambos
pasamos una parte de nuestra infancia en un pequeño pueblo de
Ciudad Real. 
   La diferencia entre su historia y la mía es que a él, cuando tenía
diez años, estando en el pueblo de vacaciones, un grupo de
adolescente le quemó la cara con ácido. Menuda broma. Y su padre, 
igual que el mío, desde su borrachera, sin importarle que su hijo
estuviese en el hospital con media cara destrozada, le dijo que era
débil. «Por eso abusan de ti, hijo. Eres un maricón». 
   Todo esto me lo contó en nuestro primer encuentro. Quería tener
una biografía preparada en tres meses. Era el seguro de vida de su
familia. «Nadie hablará de nosotros estando vivos», me decía. Me
hizo un primer pago, por su cuenta y riesgo, y se despidió. 
   Escucho las grabaciones y regreso a mi propia infancia. Me
llamaban Susto. Nieto del Pimiento. Muerto. Frívolli. Nadie quería
jugar conmigo. Era por mi color azulado de piel. Por las ojeras
azabache. Por mi puta cara de niño atormentado. 
   ¿Crueldad infantil? Se queda corto, ambas historias rasgaron las
mentes de dos niños. Las marcaron para siempre. 
   Ahora recuerdo su cara. J. D. lloraba en silencio mientras hablaba.
Experimentaron con su dolor. Le echaron ácido en la cara, joder. 
   No pude apartar la mirada ni un solo segundo.
   Peniwise, le llamaban.
   El rostro del terror.
   Para minimizar daños se hizo tatuar la cara como la de un payaso. 
Luego buscó trabajo en un circo. Allí conoció a su mujer. Y años
después todo se fue al traste. 
   Obligados a vivir al margen de la sociedad. 

(fragmento de la novela)

(Daniel Aragonés, Decadencia, Editorial Gradiente, 2019) 
      

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