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ENRIQUE ROJAS GUZMÁN

 

 SINOPSIS                                                                       

Un joven desilusionado con la vida toma la determinación de emprender un viaje que cambiará para siempre su forma de ver el mundo. Tras una dolorosa y esperada ruptura decide que tiene que alejarse de su ciudad con el propósito de levantar su maltrecho estado de ánimo, pero no de cualquier manera, lo hará como voluntario de una oenegé, ayudando a los más desfavorecidos en este mundo lleno de injusticia. Este viaje supondrá un cambio drástico en el que tendrá que calcular con exactitud sus pasos para no perder el rumbo. 






PRÓLOGO

 

Viaje por las sendas del hambre y de la pobreza.

                            José Antonio Hernández Guerrero

 

Estas palabras preliminares se limitan a señalar brevemente las claves que justifican mi sincera invitación para que lean, interpreten, valoren y disfruten con este relato de ficción que considero como «una importante obra de literatura actual». Con esta definición tan elemental, calificada de simple advertencia previa, resumo mi juicio sobre la original concepción de la novela en la que Enrique Rojas, mezclando hábilmente los recursos de los diferentes géneros literarios, crea una obra caracterizada por su intenso lirismo, por su hondo sentido humano y por su apasionado fervor por la palabra. 

En esta novela —como ocurre, por ejemplo, con los relatos de Rafael Sánchez Ferlosio, de Juan Rulfo y, sobre todo, de Marcel Proust— Enrique Rojas penetra en el interior de sus sensaciones, de sus emociones y de sus pensamientos guiado por su habilidad para dar rienda suelta a su sensibilidad, gracias a su dominio del lenguaje literario y, en especial, a su penetrante manera de mirar y de admirar para descubrirnos el alma de las cosas mediante su peculiar tratamiento de la metáfora, del paralelismo y, sobre todo, de la paradoja. Fíjense, por ejemplo, en la sucesión de imágenes con las que nos dibuja el perfil de la amada:

 Tu boca es un folio en blanco, mi sueño un abrazo contigo, mi deseo cubrirte de metáforas, tú eres un cuaderno abierto para mis imágenes. Veo un faro dentro de tus párpados, veo una oración sobre tu vientre, encuentro la paz donde tus piernas; eres paraíso entonces, edén particular para después de mis latidos.

La paradoja, la otra herramienta con la que construye este libro, es explícita, por ejemplo, en esa honda contradicción que él advierte entre la riqueza material de Bolivia, gracias a su producción de oro, a los yacimientos de gas, e, incluso, a su vasta riqueza cultural que contrasta con una pobreza extrema que «la está comiendo a trozos». En todos sus relatos, en los que dibuja con precisión el perfil de los personajes, pone de relieve la miseria material y moral de la basura, del hambre, de la sed, del analfabetismo, de la esclavitud, de la violencia, del terror y, en general, de la mala vida propiciada por la avaricia de las grandes empresas. Pero, al mismo tiempo que nos propone que nos asomemos a «ese mundo decrépito, insolvente e insensato», nos invita para que, aunque sea desde el confort de nuestros hogares, contemplemos el espantoso infierno en el que, sorprendentemente, «la vida está más viva que nunca».   

Porque, efectivamente, la clave universal y secreta de todas esas contradicciones reside en la oposición VIDA/MUERTE. Como claramente él afirma: La muerte, el silencio eterno y duro, es tan caprichosa que a veces se aferra a la vida porque no necesita permiso para agarrarnos las manos y tiene como único objetivo el fin de los días. La muerte es inherente a la vida, «aunque cueste aceptarlo».

La muerte es una luna en cuarto menguante, un sol asomándose a la noche, un adiós innecesario, un perdón, una cama llena y un nido vacío. Y es también una despedida incierta que juega al olvido. Es una mala yerba que nos arranca el llanto. La muerte sabe que ella ordena y manda, que nosotros asumimos que, a su lado, siempre eterna, la vida más intensa solo dura un segundo, todo parece más pequeño. La muerte acecha detrás del mundo, armada de negro, tenebrosa, tranquila, serena… esbozando una sonrisa. Y misteriosa se sabe invencible.

 

 

 

Su hondo sentido humano y humanista —no exento de atisbos de pasión— está explícito en la decisión de emprender ese viaje real/imaginario con la intención de descubrir y de plantearnos de manera clara las raíces morales, económicas y políticas de los problemas humanos de nuestro mundo actual: en la carencia de valores, de voluntad y de compromiso. Por eso él se siente impulsado por el deseo de estimular nuestra reflexión y, al mismo tiempo, por el propósito de invitarnos para que lo acompañemos en una aventura apasionante por la pobreza de las tierras latinoamericanas de México, Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua, Costa Rica, Panamá, Colombia, Ecuador, Perú, Brasil, Bolivia, Paraguay y Chile, y por el hambre de los desiertos de Sierra Leona, República de Guinea, Mali, Burkina Faso, Níger, Shad, Sudán, Etiopía, Somalia, Uganda, Burundi, Marruecos, La Vall y Laguart.

Pero es en el interior de su conciencia donde nace el compromiso de relatarnos minuciosamente unos dolorosos episodios con el fin de estimularnos para que sintamos —para que «con-sintamos»—, porque sentir es la forma humana de vivir y «quedarse sin sentimientos es una forma de morir». Por eso nos dice claramente que ojalá nunca nos quedemos sin sentimientos: Ojalá no te sea indiferente la muerte, el hambre, la pena, el llanto de un niño, la tristeza… ojalá sigas sufriendo siempre. Sufrir es una prueba de vida. El día que notes que te quedas sin sentimientos, vete, huye. No es posible dejar de sufrir a no ser que nos acostumbremos a ver a un niño retorciéndose de hambre, a ver la sangre, a mirar cara a cara a la enfermedad y a la muerte.

 

Enrique Rojas nos confiesa que es un fiel creyente de las palabras. No duda que, bien utilizadas, no solo descubren el misterioso secreto que guardan en sus entrañas sino que, cuando se atina con la expresión adecuada, crean una realidad nueva o, al menos, renovada. Las palabras constituyen para él, más que símbolos transparentes de la realidad sensible, herramientas creadoras de nuevas experiencias humanas. Él está convencido de que, para indagar en el fondo de los mensajes que nos transmiten los elementos del paisaje, los gestos de los miembros corporales o las formas de cualquier objeto, es imprescindible, tras una apasionante búsqueda, encontrar la palabra precisa.

Yo vivo enamorado de las palabras. Palabras que anudan la garganta y que erizan la vida. Palabras que inquieren al cielo, palabras abreviadas. Palabras vestidas de mentira, insignificantes, cobardes, dormidas. Palabras mal dichas y malsonantes. Palabras sin palabra, palabras con el puño en alto y palabras tan largas como frases. Busco la vida entre los poemas, los relatos, los libros. Y mato las horas donde amores artificiales me agradan las tardes.

No es extraño, por lo tanto, que en esta obra incluya una reflexión metaliteraria, una explicación de su concepción del lenguaje poético: «En vez de poner cielo, pones empíreos. En vez de negro, pones color del olvido, en vez de estrellas, pones ¡yo qué sé!, tus ojos». El poeta —nos explica él— emplea otras palabras porque ve, siente, de manera distinta y su trabajo consiste en trabajar, poner o quitar palabras: «Un trabajo que no se acaba nunca» porque «hay un puñado de palabras aquietadas esperando que una voz les dé vida».

Pero, inevitablemente, la meta de este viaje —búsqueda, encuentro y huida— no puede ser otro que el punto de salida, Chiclana,

ciudad con alma de pueblo que huele a estero y tiene calles que limitan con la sal, poetas en ronda por las esquinas; donde te curan con agua amarga; donde el flamenco llora «esmorecío», donde el campo convierte en vino, como un milagro también, la sangre del campesino. Chiclana, mi pueblo, mi playa, mi todo.

Porque —como ya he repetido en reiteradas ocasiones— la meta final de todos nuestros recorridos vitales es regresar al punto de partida. Los sucesivos impulsos que experimentamos a lo largo de toda nuestra existencia nos empujan, paradójicamente, para que regresemos al claustro materno, a nuestro primer hogar, a nuestras primeras sensaciones y, en definitiva, al alejamiento del mundo y al silencio, a la quietud y a la desaparición.

Pero —queridos amigos— en el fondo de este agitado viaje por las sendas del hambre y de la pobreza, laten, sobre todo, las intensas palpitaciones del amor, de los amores, del enamoramiento y, por supuesto, del desamor.


(Enrique Rojas Guzmán, Cálculo de derrota, Editorial Virgulilla, 2020)

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