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MICHAEL HERR

 

Estar instalado en Saigón era como estar sentado en los plegados pétalos de una flor
venenosa, la historia del veneno, jodida en su raíz por muy atrás que quisieses
rastrearla. Saigón era el único sitio que quedaba con una continuidad que alguien tan
ajeno a aquello como yo pudiese identificar. Hue y Danang eran como sociedades
remotas y cerradas, mudas e inabordables. Las villas y aldeas, incluso las grandes,
eran muy frágiles. Una aldea podía desaparecer en una tarde, y el campo podía ser 
calcinado y destrozado o haber vuelto a las manos del Vietcong. Saigón se mantenía,
depósito y ruedo. Respiraba historia, la expelía como una toxina, Mierda Orines y
Corrupción. Ciénaga pavimentada, vientos ardientes y pegajosos que no limpiaban
nunca nada, espeso sello térmico sobre el combustible de motores Diesel, moho,
basura, excremento, ésa era la atmósfera. Un paseo de cinco cuadras podía dejarte
liquidado, volvías al hotel con la cabeza como una de esas manzanas de chocolate,
que si le das un golpe seco en el punto justo se parten en trozos. Saigón, noviembre,
1967: «Los animales están malos de amor». No hay ya muchas posibilidades de que
la historia siga sin inhibiciones. 
   A veces, estabas inmovilizado allí, sin rumbo, sin nada a la vista, pensando
«¿Dónde coño estoy?», caído en algún inhumano entrepaño este-oeste, un pasillo de
California cortado y comprado y bien grabado a fuego en Asia, y después de haberlo
hecho no éramos capaces de recordar para qué. Era axiomático el que se tratase de
espacio ideológico, nosotros estábamos allí para brindarles la elección, llevándosela
como Sherman llevó el Jubileo por toda Georgia, limpiándola, sólo indígenas
pacificados y tierra calcinada de un extremo a otro. (En las serrerías vietnamitas
tenían que cambiar las cuchillas cada quince minutos, parte de nuestra madera se
había mezclado con parte de la suya). Había allí una concentración tan densa de
energía norteamericana, norteamericana y básicamente adolescente, si aquella energía
pudiese haberse canalizado en algo más que ruido, destrucción y dolor, habría
iluminado Indochina un millar de años. 
   La Misión y el movimiento: armas militares y armas civiles, más belicosos entre
sí que unidos contra los vietcongs. Armas de fuego, armas blancas, armas para
escribir, armas cabeza-y-vientre, armas corazones-y-mentes, armas voladoras, armas
para arrastrarse y atisbar, armas de información tan ingeniosas como las armas del
Hombre de Plástico. Al fondo estaba el pobre soldadito de mierda, y en la cima una
trinidad de mandos: un general de ojos azules y cara de héroe, un embajador que era
un caso de emergencia geriátrica y un robusto e implacable representante de la CIA.
(Robert «Soplete». Komer, jefe de COORDS, anagrama espectral de Otra Guerra,
pacificación, otra palabra para guerra. Si William Blake le hubiese «informado» de
que había visto ángeles en los árboles, Komer habría intentado convencerle de que no
era cierto. De no lograrlo, habría ordenado la defoliación). Y en medio de todo
estaban la guerra de Vietnam y los vietnamitas, no siempre espectadores inocentes,
desde luego, probablemente no fuese accidente que nos hubiésemos encontrado. Si
las culebras de la leche pudiesen matar, podría compararse la Misión y sus armas con
una gran pelota entretejida de crías de culebras de la leche. La mayoría eran igual de
inocentes y, poco más o menos, de conscientes. Y muchos, de un modo u otro, tenían
ciertas satisfacciones. Creían que Dios iba a agradecérselo. 
   Inocentes; para los no combatientes instalados en Saigón o en una de las bases
gigantes, la guerra no era mucho más real que si estuviesen recibiéndola en televisión
en Leonard Wood o Andrews. Se daba el fallo común de sentimiento e imaginación 
compuesto de aburrimiento torturante, una alienación insoportable y una terrible y
progresiva angustia que podría un día, cualquier día, aproximarse más de lo que lo
había hecho hasta entonces. Y operaba dentro de aquel miedo la envidia, medio
oculta y medio jactanciosa, a cada soldado que salía de allí y mataba personalmente a
un amarillo, sed de sangre furtiva y vicaria tras diez mil mesas de escritorio, una vida
fantástica plagada de espeluznantes aventuras de tebeos de guerra, un tiznajo de
represión privada en cada informe matutino, hoja de pedido, comprobante de pago,
informe médico, parte informativo y sermón de todo el sistema. 

(fragmento de la obra)

(Michale Herr, Despachos de guerra, Editorial Anagrama, 2006) 

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