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EUSEBIO RUVALCABA

 


CARAJO 


Son las dos de la tarde o las siete de la mañana, no estoy seguro. La sensación
es la misma: laxitud en los brazos, lengua rasposa, damas en la barra siempre
iguales. Si aquí adentro el tiempo no transcurre, para qué preguntar la hora.
Lo que menos importa es el tiempo. Y menos preguntarle a éste, a lo mejor se
espanta y ya no me paga. Al carajo. Sea como sea, al carajo. ¿Cuánto tiempo
llevará encendido ese maldito foco? Desde que entré, ¿dos horas, cinco,
ocho? Maldito ardor en el estómago… Si cierro los ojos dos minutos se me
pasa, pero a lo mejor este imbécil se larga y ni cuenta me doy. Carajo. 
—Aquí, antes, había bebida.
—Señor, sírvale otro tequilita a mi amigo, ¿contento?
—Sí. Contento, sí. 
   El saco. ¿Dónde lo habré dejado? Imposible, materialmente imposible ir
así a buscar una chamba. 
   —Mire, amigo, no hay de otra: la máxima perfección del hombre, su
máxima creación, es el reloj. Por arriba del automóvil, de la computadora, del
cine. Es el invento más perfecto, más exacto, más increíble. Es más, no creo
que haya manera de superarlo, a pesar de lo que usted o cualquier persona
diga. Figúrese, si no fuera por el reloj estaríamos perdidos. 
   Maldita sea, en el bolsillo iban mis lápices. Para que Elsa me regale otros
está duro. Y tiene razón. No, qué razón ni qué madres ya a tener. Su maldito
sentido común sirve para una mierda. Las mujeres así nunca comprenden.
—¡Salud, camarada!
—Salud. ¿A poco nunca ha oído relojes que no se escuchan? Para mí son
los mejores, absoluta y totalmente en definitiva, ¿me entiende? Mire, todo el
mundo sabe que entre más silencioso es un reloj es más fino. Pero le estoy 
hablando de aquellos relojes automáticos, que estuvieron de moda hace
algunos años, no de estos de cuarzo, que no tiene ningún chiste que no se
oigan. Piense, por ejemplo, en el Longines. En los Longines de hace años. ¿Se
acuerda? 
   Carajo, también iban mi credencial de elector y las fotos de mis chavos;
hasta la licencia, desgraciados. Hijos de puta. Y yo que llevo las cosas
importantes fuera de la cartera, por los pinches asaltos. Bueno, mejor: si me
matan nadie va a saber a quién mataron. Total, un pinche desempleado es
basura vil, mierda del mejor olor. No sirve para nada, está uno jodido desde el
ángulo que se le vea. Mi traje, carajo, mi traje. Ya le di en la madre a mi traje.
Cero y van dos… Qué le voy a decir a mi mujer. Con mis hijos no hay pedo,
ellos me quieren igual con saco o sin saco. Este maldito tequila ya no me sabe
a nada. Malditos jaliscienses transas. 
—En el taller tuvimos uno. Créame, para dejarlo al centavito parimos
chayotes, como se dice vulgarmente. Era un Longines extraplano, de oro
macizo, una obra maestra. Desde que lo vi, dije, yo primero, yo primero.
Pásenlo para acá. 
   Gris, tanto que me gusta el gris. «Qué guapo te ves», entonces no tenía yo
panza, ni la cara abotagada, ni estos cachetotes, ni la mirada triste. Bueno,
menos mal que todavía puedo combinar el pantalón con algún saco de otro
color. Estoy oyendo a mi viejo: «Pareces un dandy…». Y es que yo era un
dandy, carajo. Pobre de mi viejo. Si ahorita me viera, si entrara por esa
horrenda puerta y me viera…, puta, no tendría ni dónde meterme, vale
madres. Igual y corro al baño y me encuentra ahí. Suerte que los muertos no
resucitan, ni el puto Lázaro. La religión tiene que ser mentira, a fuerzas; no
puede ser tan cruel. 
—Francamente no creo que el Omega sea tan fino, que le llegue. Mire,
promedio, o sea ni los más caros ni los más baratos, un Omega le vale dos mil
pesitos, mientras que un Longines, también promedio, le pasa los cuatro,
cuatro y medio. ¿Me entiende? Además, dése una vueltecita por joyerías de
prestigio y va a ver docenas de Omegas, mientras que Longines ni sus luces.
Es mucho más difícil conseguirlos, ¿me entiende? Aquel que le estaba
contando fue porque se le cayó a su dueño. Hágame favor: que a alguien se le
caiga un Longines, ¿no le parece ridículo? 
   ¿Pero dónde lo habré perdido? ¿En el Imperio? O el del Bombay se habrá
quedado con él. Hijos de puta. Mi viejo decía que me veía como un dandy. Es
cierto. Pobre de mi viejo. Siquiera murió hasta la madre. Total, nomás se vive
una vez. Mejor cocerse de un jalón pero a gusto con uno mismo, haciendo lo 
que el destino le tiene a uno deparado, y no pasársela dándole vueltas a la
hilacha nomás a lo güey. Si todo México estuviera ahorita bien pedo,
entonces sí seríamos un país superior. Como ningún otro. 
—El Rolex es otra cosa. Ésas sí son palabras mayores, ¿me entiende?
Cualquier otro reloj es como comparar un vocho con un Mercedes Benz. Y
tan precioso reloj, ¿no le parece? Mire, yo trabajé en la Rolex, en las calles de
Tíber. Ése sí es un reloj. Sus joyas son cortadas como si fueran anillos de
compromiso. 
   Cuatro chambas en seis meses. Nadie lo creería. Nadie. Antes siquiera
tenía dos por año. Elevadorista, auxiliar de contador, taxista, mesero,
capturista… ¿Quién tendrá ahorita mi saco? Al diablo mi saco. Ya me cansó.
No, no soy capaz de olvidarlo. ¿Cómo lo voy a olvidar si me recuerda el
bautizo de mi hijo? Fue una buena ocasión para estrenarlo, ni hablar que sí.
Por algo me lo regaló Elsa precisamente para ese día. Pinche Elsa, cayó con
mi famoso truco: «Señorita, ¿me permite hacerle un retrato? Cinco minutitos,
o menos…». Y se los hacía, de volada. Y ahora ya valí. La méndiga
temblorina de la mano no me la quito con nada. Bueno, mejor. Ni caso tiene.
Para qué acordarse de esas putas ilusiones que se forma uno, de pendejo:
«Tienes talento… Algún día serás famoso… Ten paciencia y triunfarás…
Verás tu nombre en las mejores galerías y todo mundo hablará de ti…».
Pendejadas, pendejadas. Oiganme todos: no se ilusionen, es una trampa. Lo
digo yo. Carajo. Todos los grandes son una trampa. Por eso se suicidan,
porque se dan cuenta de que ellos también son una trampa. Pero a mí no. A
mí no me va a pasar eso. Ya no me pasó eso. Una buena chamba. Unos
billetes, no muchos, nomás para irla pasando. Todo lo demás me vale absoluta
y totalmente madres. Con una buena chamba hasta Elsa me va a volver a
querer. Y no le iba a importar lo de mi saco, por supuesto que no. Carajo, en
estas circunstancias sólo un hombre de verdad me podría comprender. Como 
Agustín Lara. 
—Pero ahora ya no saben distinguir las cosas finas de la más asquerosa
basura. Ya no hay ingenio, ya no hay perfección. Pilas, baratijas. Ni oficio ni
arte. Ah, y sobre todo los Citizen, no los tolero. Esos que se encienden los
segundos y que parece que le están a uno acortando la vida. Porquerías, ¿no
cree? Yo por eso dejé hace tiempo la relojería. ¿Me entiende? 
   ¿Qué hora será? No puedo llegar a mi casa así. Tengo que curármela. Pero
aquí ya no. Ya no aguanto a este cabrón.
—Bueno, le agradezco la invitación. Vamos a seguirla por ahí. En esto de
la chamba. ¿No gusta? 
—Hombre, permítame un segundo. Le quiero platicar del Mido.
—Gracias, para la próxima. 





II 

A ratos perdiendo el paso, pero siempre procurando mantenerse firme, cruzó
Insurgentes a la altura de Obregón. No sabía qué rumbo tomar pero en algún
sitio cualquier despistado lo invitaría. Se buscó en el bolsillo mientras su
corbata danzaba de izquierda a derecha. Un billete de veinte y otro de diez le
devolvieron el aliento. También encontró un boleto del metro y el anuncio
recortado de un trabajo: avenida Juárez 48-503. No, está muy lejos para
fletarme en este momento. Con este dinero me alcanza para dos tequilas.
Bendito sea Dios. 
   Al pasar frente a un jardín donde un niño se revolcaba en el pasto, se
acordó de uno de sus juegos preferidos: empujar caracoles con un palito, para
que no fueran tan despacio. Su madre le había dicho que era un impaciente,
que mejor prestara más atención a la clase de geografía; su padre, en cambio,
se lo celebró, le dijo que qué buena idea, que a él nunca se le hubiera
ocurrido, que lo felicitaba porque era muy paciente para hacer eso y luego se
diera tiempo para dibujar el caracol. 
   Tres, siete, once cuadras siguió por Alvaro Obregón. La lengua reseca e
hinchada. En sus ojos desfilaban docenas de gentes atravesando las calles,
montones de chamacos vendiendo chicles, marías ofreciendo pepitas, señores
de portafolios negros enfundados en sus trajes grises. ¡Mi saco! ¡Mi saco!
¡Ese hijo de puta lleva mi saco!… ¿O lo estaría confundiendo? ¿De verdad
era capaz de distinguir su saco entre cien mil sacos? 
   Sí, no había la menor duda. Ése era su saco. Suyo. De su propiedad. Una
simple prenda que llenaba su cabeza de recuerdos. Su primer impulso fue
correr, alcanzar al ladrón y exigirle que se lo regresara. Pero se paró en seco,
como si de pronto dudara que todas las cosas fueran reales. ¿Y si no me lo
quiere devolver?, se dijo. ¿Con qué derecho voy a pedírselo? Además, ¿con
qué cara? ¿Con qué cara puedo yo reclamar nada en la vida? Todo lo que he
tenido lo he perdido. ¿Qué importancia puede tener mi saco gris, mi pinche
saco gris? Mejor que se quede con él. A él le queda mejor. Y qué bueno que
lleva mis documentos. Es lo peor que le puedo desear: que sea yo. Que por un
día sea yo. A ver qué se siente. Quién le manda andarse robando sacos grises.
Cabrón, hijo de puta. Carajo. 
   Y lo vio alejarse. Vio a aquel hombre perderse entre la multitud. Él,
simplemente, prefirió sentarse en el filo de la banqueta, descansar la cabeza
en las manos. Y dar gracias a Dios. 

(Eusebio Ruvalcaba, Las memorias de un liguero, Daga Editores, 1997) 

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