Lo que enseñan en esas escuelas de actores es una retahíla de escalofriantes
gilipolleces. Al parecer, las peores son las llamadas actor studios, de Estados Unidos.
Allí aprenden a ser naturales, es decir, se repantigan, se hurgan la nariz y se rascan los
huevos. A esa imbecilidad la llaman method acting. ¿Cómo se puede «enseñar» a
alguien a ser actor? ¿Cómo se puede enseñar a alguien cómo y qué debe sentir y
cómo debe expresarlo? ¿Cómo puede alguien enseñarme a mí la manera de reír y
llorar? ¿La manera de alegrarme y estar triste? ¿Lo que son el dolor, la desesperación
y la felicidad? ¿Lo que son la pobreza y el hambre? ¿Lo que son el odio y el amor?
¿Lo que son el anhelo y su satisfacción? No, no quiero perder el tiempo con esos
cretinos engreídos.
Libros y chicas, sí. Son chicas muy jóvenes. La más joven tiene trece años. La
mayor, dieciséis y medio. Es puta, además de aplicada estudiante de actriz, y los
yanquis le dan comida y cartones de cigarrillos. Tuvo la sífilis, pero se supone que ya
está curada. Es muy cariñosa, pero más aburrida que hecha de encargo. Sólo me la
follo una vez, en un terraplén junto a la vía del tren de cercanías, no lejos de la
estación de Halensee.
A la más joven la desvirgo en su propia casa. Vive con su madre en un pequeño
piso cerca del Treptower Park. Creo que sus padres están divorciados o no sé qué.
Sólo me presenta a su madre. Le digo que quiero ensayar con su hija la escena de
cama de Romeo y Julieta, y nos deja solos en la sala de estar toda la tarde. Cuando su
hija se desnuda y se pone un camisón transparente, la madre sale del piso, por si acaso.
Cuando se va, ensayamos la escena en la cama de matrimonio de los padres. Pero
el colchón es demasiado blando. Necesitamos algo que no se hunda, algo que ofrezca
resistencia, ya que de otro modo me resulta imposible penetrar en ese coño tan
cerrado. Nos tumbamos en el duro sofá, que es exactamente lo que necesitamos, pero
por mucho que se abra de piernas no consigo metérsela. La tiro del sofá, la tumbo
boca abajo, la pongo de rodillas y le echo la cabeza para abajo, de modo que con una
mejilla toca el suelo y puede agarrarse a las patas del sofá. Entonces le hundo el puño
en la espalda hasta que curva la columna y empuja hacia arriba el culo abierto. Pero a
lo perro tampoco consigo meterle el cipote. Está cerrada a cal y canto. Los labios de
su vulva son dos firmes almohadillas que se cierran una y otra vez como las dos
mitades de una pelota de goma.
¡Y encima ahora le dan ganas de mear! No consigue llegar hasta la puerta, y se
mea de pie sobre el suelo, con las piernas abiertas. Parece como si cayera una lluvia
torrencial. De un tirón, vuelvo a arrodillarla y paso de nuevo al ataque. Exploto
dentro de ella, muy adentro…
(fragmento de la obra)
Klaus Kinski, Yo necesito amor, Tusquets Editores, 1992)
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