Aquí estamos solos otra vez. Es todo tan lento, tan pesado, tan triste… Pronto
seré viejo. Y por fin se habrá acabado. Ha venido tanta gente a mi habitación. Han
hablado. No me han dicho gran cosa. Se han ido. Se han vuelto viejos, miserables y
lentos, cada cual en un rincón del mundo.
seré viejo. Y por fin se habrá acabado. Ha venido tanta gente a mi habitación. Han
hablado. No me han dicho gran cosa. Se han ido. Se han vuelto viejos, miserables y
lentos, cada cual en un rincón del mundo.
Ayer a las ocho murió la Sra. Bérenge, la portera. Una gran tormenta se eleva en
la noche. Aquí, en lo alto, donde estamos, la casa tiembla. Era buena amiga, amable y
fiel. Mañana la entierran en la Rue des Saules. Era vieja de verdad, al final de la
vejez. Desde el primer día, cuando empezó a toser, le dije: «¡Sobre todo no se tumbe!
… ¡Quédese sentada en la cama!». Me lo temía. Y después ya veis… Y luego en fin...
Yo no he practicado siempre la medicina, mierda de oficio. Voy a escribirles que
ha muerto la Sra. Bérenge, a los que me conocen, a quienes la conocieron. ¿Dónde
estarán?…
Me gustaría que la tormenta levantara mucho más estruendo, que los techos se
desplomasen, que la primavera no volviese nunca, que nuestra casa desapareciera.
Lo sabía, la Sra. Bérenge, que todas las penas vienen en las cartas. Ya no sé a
quién escribir. Toda esa gente está lejos… Han cambiado de alma para traicionar
mejor, olvidar mejor, hablar siempre de otra cosa…
Pobre Sra. Bérenge, pobre vieja, su perro bizco, lo cogerán, se lo llevarán…
Toda la pena de las cartas, pronto hará veinte años, se ha acabado en su casa. Está
ahí, en el olor de la muerte reciente, ese increíble gusto agrio… Acaba de aparecer…
Anda por ahí… Merodeando… Ahora nos conoce, lo conocemos. Ya no se irá nunca
más. Hay que apagar el fuego en el chiscón. ¿A quién voy a escribir? Ya no tengo a
nadie. No queda ni un alma para acoger con cariño el amable espíritu de los
muertos… para después hablar más suave a las cosas… ¡Ánimo, tú solo!
Al final, mi vieja portera ya es que no podía decir nada. Se asfixiaba, no me
soltaba la mano… Entró el cartero. La vio morir. Un gemido de nada. Y se acabó.
Mucha gente había venido en tiempos a preguntarle por mí. Se marcharon lejos, muy
lejos en el olvido, en busca de un alma. El cartero se quitó la gorra. Yo podría
expresar todo mi odio. Lo sé. Ya lo haré más adelante, si no vuelven. Prefiero contar
historias. Voy a contar tales historias, que volverán a propósito, para matarme, desde
todos los confines del mundo. Entonces todo habrá terminado y me alegraré.
(fragmento de la novela)
(Louis-Ferdinand Céline, Muerte a crédito, Debolsillo, 2006)
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