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JUAN CABEZUELO

 


PALABA DE UN MUERTOVIVO 

Peter, Wendy y los Chicos Perdidos se van a pasar el día
a la Laguna de las sirenas, nadan, juegan y observan a
estas. Después de un encuentro con el Capitán Garfio,
Peter y Wendy se ven obligados a aferrase a una roca en
mitad de la laguna, entonces empieza a anochecer y los
Niños Perdidos, cansados por el combate, se marchan a
casa pensando que Peter y Wendy se habían adelantado.
Mientras tanto empieza a subir la marea dejando
atrapados a Peter y Wendy; el nivel del agua comienza a
ser peligroso, pues solo tienen polvo de hada para poder
hacer volar a una persona y están demasiado lejos para
conseguir salir de allí nadando. Peter, dejando de lado su
egoísmo, espolvorea sobre Wendy el polvo de hada que
hace que esta salga volando —en contra de su voluntad,
pues se niega a abandonar a Peter— salvando su vida.
Peter Pan, el niño más egocéntrico y sociópata de la
literatura, se encuentra solo ante lo que parece su
inevitable final, y sintiendo miedo por primera vez en su
vida, por lo que está por venir, se arma de valor y es
entonces cuando James M. Berrie pone, en boca de un
niño —pues nadie más que un niño sería capaz de tan
sublime razonamiento— una de las frases más lapidarias 
que se ha escrito hasta la fecha: “Morir será una
aventura impresionante”.
Escribir esta pequeña historia, esta tragicomedia
costumbrista y metafórica sobre la aceptación de la
muerte, me ha resultado más difícil de lo que imaginé
cuando la idea empezó a cocerse a fuego lento en los
hornos de mi escuálida mente. Tampoco fue por lo
trabajoso o costoso que pueda resultar escribir una
novela, por corta y simple que esta parezca a primera
vista. Escribir sobre la muerte, leer, documentarme y ver
documentales sobre ella, me ha hecho pensar, meditar y
replantearme la idea que tenía yo mismo sobre el tema,
ya fuera sobre mi propia muerte o la de algún ser querido.
He descubierto que mi mente estaba llena de tabúes y
desconocimiento sobre la muerte, que nunca hablaba de
ello con mi mujer o amigos, e intentaba proteger a mis
hijos sumiéndolos en el más profundo de los
desconocimientos portándome con ellos como si la
muerte fuera algo irreal, pensando que la simple idea de
su existencia pudiera dañarlos o traumatizarlos para
siempre.
Hablar sobre la muerte en la cultura primermundista
occidental es algo que incomoda a niveles que no
llegamos ni a imaginar. Nadie quiere saber nada sobre
ese tema. No estamos preparados para ese acto, no nos
hablaron ni prepararon para ello de niños, así que
tampoco lo hablamos ni preparamos a nuestros hijos,
pues intuimos la muerte como algo malo, malvado,
satánico; incluso en algunos países se sigue utilizando la 
pena de muerte como castigo capital, pues se considera,
la muerte, lo peor que puede pasarle a una persona. No
aceptamos la idea de la muerte porque sencillamente nos
han educado para querer vivir para siempre, nos
aferramos a la vida con un ansia incalculable, y ese apego
absurdo a la vida hace que caigamos de lleno en una
enfermiza adicción a los placeres transitorios, queremos
vivir para siempre y así poder viajar, ir a otros países para
encerramos en hoteles lujosos donde nos hacen creer
que somos especiales y vagamos por la ciudad visitada en
rebaños organizados para hacer ese turismo industrial
que nos permite volver a casa sin haber conocido nada
de la otra cultura, pero con el móvil lleno de fotos para
poder colgar en las redes sociales. Queremos tener cosas,
cuantas más mejor, y consumimos de forma compulsiva,
compramos smartphones, televisores de pantalla plana,
consolas de videojuegos, ropa, joyas e incluso alimentos
de la marca más famosa y cara. Pero nunca tenemos
suficiente, siempre sale algún último modelo de algo que
acabamos de comprar y que hace que nos replanteemos
nuestra felicidad al no tener ese producto entre nuestras
pertenencias; y para consumir de forma compulsiva
necesitamos trabajar para tener un salario digno que nos
permita asumir todas nuestras "necesidades", así que
terminamos encerrados en puestos de trabajo que nos
quitan tiempo libre pero nos premian con dinero para
poder gastar y completar de esa manera el círculo vicioso.
Vivimos la vida de forma obscena; queremos practicar
mucho sexo, ver la televisión durante horas, salir de fiesta 
por las noches, hacer amigos en las redes sociales,
cuantos más, mejor; y otras miles de cosas que
supuestamente hacen todas las personas normales —con
esa estúpida idea nos han adoctrinado—. Nos falta
tiempo para realizar todas esas actividades, y la muerte
no es más, según nos han enseñado, que el final de la
vida, así que algo que termina con nuestra vida
impidiéndonos poder realizar y disfrutar de nuestros
placeres transitorios no puede ser nada bueno.
Tememos a la muerte, la simple idea de morirnos hace
que sintamos verdadero pánico, así que solucionamos el
tema convirtiéndolo en tabú, no hablamos nunca de ello,
no se lo explicamos a los niños ni los educamos para que
estén preparados para poder afrontar la muerte de
alguien querido, cercano o incluso la suya propia; y
además vemos como ofensivas e incivilizadas las culturas
de otros países que sí lo hacen, como por ejemplo la
hindú, la mexicana o la tibetana, entre otras.
Por otra parte, queremos ser jóvenes y guapos toda la
vida, eternamente si fuera posible, eso provoca que la
vejez y los ancianos nos desagraden, y no por la carga
que puedan representar para nosotros —acordaros que
estamos ocupando nuestro tiempo en trabajar mucho
para poder consumir más—, sino porque sabemos que
son un reflejo de nuestro futuro, y ese futuro nos acerca,
a pasos agigantados, hacia la muerte. También nos
desagrada la simple visión de un muerto, y no por ser
algo desagradable, más bien por ser la evidencia misma 
de que, por mucho que lo deseemos, no vamos a poder
cumplir nuestra obsesiva idea de vivir para siempre.
No sabemos —o no queremos saber— gestionar la
idea de la muerte. Según la Dra. Elisabeth Kubler-Ross,
el moribundo pasa por cinco etapas psicológicas:
negación, ira, negociación, depresión y aceptación; las
mismas por las que pasan después sus seres queridos en
ese proceso de aceptar lo ocurrido —y volver a la
normalidad de sus vidas— llamado Luto. Pero si nos
preparásemos desde niños para ese momento —la idea
de morir nosotros o que muera un ser querido—, si nos
enseñaran desde la infancia que la muerte no es más que
otro proceso natural de nuestras vidas, como lo es nacer,
crecer, jugar, reír, enamorarse o procrear, quizá
tendríamos otra percepción de la muerte como tal y
disfrutaríamos más de nuestra vida, pues aceptaríamos
de forma natural la idea de morirnos y de ese modo no
pasar el resto de nuestra existencia aferrados al absurdo y
enfermizo apego que nos sujeta a la vida, sin ese miedo a
que la muerte nos atrape a la vuelta de cualquier esquina
sin que hayamos podido realizar todas esas actividades o
conseguir acumular todos esos bienes materiales que
tanto ansiamos.
Tampoco debemos confundirnos ahora, no tener
apego a la vida no quiere decir que no queramos seguir
viviendo y deseemos nuestra propia muerte; lo que
quiere decir es que debemos aceptar, de forma natural,
que la muerte no es más que otra de las etapas de nuestra
vida como lo fue nacer en su día. Tampoco debemos 
intentar vivir sin miedo a la muerte, eso es algo
imposible —y quien afirme lo contrario miente como un
bellaco—. Como seres humanos que somos, tememos
todo lo desconocido, todo aquello que no somos capaces
de entender, controlar y que se escapa al alcance de
nuestro raciocinio; pero sí que podemos irnos
preparando, a partir de ya, para cuando llegue ese
inevitable momento, afrontarlo sin estar terriblemente
aterrorizados. Solo pensad que incluso Cristo, Mahoma o
Siddhartha encontraron su propia muerte.
A día de hoy no se ha encontrado una cura para la
muerte —y para ser francos, espero que nunca nadie lo
haga—, pero se podría decir que la muerte sí que es la
cura para la vida. Quizá la única cura efectiva para la
muerte sería vivir de forma sencilla, abandonar la
obsesión de los placeres transitorios, ser conscientes de
lo que es real y lo que no lo es, cuidar de nosotros
mismos, cultivándonos en todos los aspectos posibles,
disfrutar del mundo que nos rodea sin impedir que
nuestro prójimo lo haga a su manera y aceptar que
nuestra vida no es más que un viajero que está de paso
sobre la faz de la tierra.
No nos obsesionemos, tan solo pensad que todo libro
tiene su fin, todo placer su clímax, todo film su The End, 
y toda vida tiene su muerte. 

                                             Juan Cabezuelo 
Calella, 12 de diciembre de 2018. 
A un día menos de mi propia muerte. 





EPÍLOGO DE UN MUERTO SIN NACER, 
                         POR DANIEL ARAGONÉS 

Bien podría Cabezuelo dejarnos sin sus mundos
literarios y abandonar la senda de la escritura, lo cual
sería una auténtica tragedia para cualquier lector que
se precie, aunque no haya leído a este monstruo abisal
y se crea el mejor humano del universo conocido. Me
pregunto si esta obra no significa precisamente eso,
que Juan Cabezuelo ha muerto como artista, que una
parte de él se apaga de forma irremediable sin que
ninguno de nosotros pueda remediarlo. ¿Qué
pretende enseñarnos? Quizás nada, puede que solo
busque un entierro digno y barato, una simple y cruel
despedida a la altura de las circunstancias. ¿Es eso,
Juan? ¿Estás harto de todo? Quieres mandar al
infierno las redes sociales, a los falsos amigos virtuales
y la hipocresía de un mundo que se cae a pedazos. Ya
no aguantas más, ¿verdad? Al infierno con los
mensajes invasivos, la publicidad engañosa y los post
que no llegan a ningún sitio. Ya está bien de mendigar
lectores e ir por ahí como un autor de segunda. ¿Es
eso, Juan? No, en realidad da igual todo esto, ¿verdad?
Se trata de una transformación que nace muy adentro,
algo que te hace ascender y olvidar cuál es tu
verdadero cometido como habitante de la sociedad
humana.
No me hagáis caso, por favor, todo lo anterior son
conjeturas sin sentido. Pensamientos rebeldes
capitaneados por una novela que ahonda y escarba
hasta llegar al núcleo de mis pensamientos.
No sé si Cabezuelo nos manda este mensaje o nos
manda otro. Las interpretaciones de esta obra pueden
ser muchas, pero el recado es único dentro de todas
ellas. Somos muertos en vida. Vamos por ahí sacando
pecho y vacilando, nos creemos el centro del universo
y en realidad cada día que pasa lo dedicamos a pagar
nuestros nichos mientras respiramos monóxido de
carbono y nos intoxicamos comiendo metales pesados
de forma indirecta. Vivimos pensando en la jubilación,
en la retirada, en la muerte, en un final alternativo a
toda la mierda que nos toca tragar.
La verdadera existencia lleva siglos olvidada, por
eso existe Tyler Durden y su alter ego en la realidad
carece de nombre, porque es un muerto en vida.
Leyendo esta novela me he visto en los años
ochenta, formando parte de una familia de clase
media y sintiendo el gélido aliento de la muerte en mi
nunca; intentando arreglar un futuro que me da la
espalda y con todo el mundo riéndose de mí a cada
paso. Al mismo tiempo he visto a Harry Haller,
muchas veces me pasa con Juan. He visualizado a un
ser que hace años que dejó de vivir y se dedica a leer
en una habitación cerrada, con las persianas bajadas,
una botella de Jack Daniel’s encima de la mesa y el
cenicero lleno de colillas. Un ser que vive en un
apartamento con el ambiente cargado y que posee el
alma pútrida de las almas pútridas, envenenada por
una sociedad cada vez más hundida y devastada.
Ahora viene la parte emotiva del epílogo. Y digo esto
porque nunca se sabe, igual es la última obra que edito 
de Juan. Su afán de buscar la muerte artística puede
haber llegado y no quiero perder la oportunidad de
escribir unas palabras dedicadas en exclusiva a su
persona, enfocadas a nuestra amistad y a ese
pensamiento relacionado con la muerte que tanto nos
une en silencio.
No es fácil abrirse en canal, y más con tanto
gilipollas dando vueltas alrededor de nuestras sombras,
plagiando y señalando con el dedo a cada paso que
damos. Sí, he dicho lo que he dicho y no me pienso
retractar.
Conocí a Juan de forma virtual, gracias a su
insistencia y su afán por compartir obras ajenas (entre
ellas la mía). Ahora lo considero uno de mis mejores
amigos (si es que existe esa definición tan infantil). Me
acompaña en alguna de mis decisiones y cuento con
su ayuda para mantener mi alma lo más limpia que
puedo. Me gusta editar sus obras porque creo en él
como autor, comparto su mensaje y me parece que su
literatura merece un hueco en las librerías de habla
castellana (no importa el rincón del globo).
Personalmente, soy un fanático de su poesía, me
parece único como poeta, entre mis favoritos, sin
duda. Su destreza lanzando versos cargados de
realismo y suciedad vital es impresionante.
Desde aquí, amigo, aunque me odies y no me
consideres nada especial en tu vida, te digo que
tenerte entre mis seres queridos enriquece mi paso
por este jodido mundo. Eres el hermano mayor que
nunca tuve y con el que siempre hablé en aquellas 
noches de tormento. 

(Juan Cabezuelo, Muerto o algo peor, Open City, 2021)

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