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NATACHA G. MENDOZA

 




Llegué al lugar, el entorno estaba hueco. No sabría explicar tal sensación de vacío. La luz blanca era cegadora, el horizonte mareaba produciendo un vértigo que enfermaba a los ojos. Quería sentarme, no encontraba mis piernas. No sabía si llevaba vestido o pantalón, no recordaba haber tenido nombre, tampoco era capaz de ver mi cabello; rubio, tal vez rojo…
-¿Hay alguien aquí?- Supliqué reconociendo mi voz. Sonó como un estruendo en una soledad opaca, quebrando el escenario y haciéndolo temblar.
-¡Siéntate Andrea!- Alguien me daba una orden que no podía cumplir, una orden que además, ya presentía.
Avancé unos pasos; bajé la mirada y pude verme. Por fin aparecía mi cuerpo. Seguí avanzando, un suelo empedrado comenzaba a nacer, piedra a piedra crecía ante mi estupor. Alcé la mano derecha para tocarme el cabello, era suave, largo. Sentí como una sonrisa se apoderaba de mi cara. Seguí andado, una silla empezaba a crearse… me senté. La mesa se entrelazaba fibra a fibra para finalmente cubrirme las piernas. Apoyé los brazos, aún no se terminada de definir la superficie del mueble, finalmente culminó en un rojo endiablado. Metí la cara entre las manos, el vértigo había dado paso a la desorientación. Quise cerrar los ojos.
-¿Qué quieres tomar?- De nuevo esa maldita voz.
-¡Déjame en paz!- Grité. El escenario ya no era hueco, se abría un bar muy decorado. Un tipo lustraba la barra con esmero, ignorando mi existencia. Fumaba pipa.
-Oiga, ¿a qué hora cierran?- Pregunté mareada.
El tipo seguía en sus labores sin hacerme caso.
-Señor, ¿me escucha?-
El hombre salió de la barra, caminó hacia la mesa, traía una copa de vino tinto que puso entre mis manos. Sacó de su delantal un montón de hojas escritas. Tomó asiento frente a mí, comenzó a escribir.
-¿Qué hace?- Seguía ignorándome.
-¡Por favor, conteste!- Alzó la vista para mirarme. 
-Hola Andrea.-
-¿Qué quieres de mí? pregunté
-Debes tener paciencia mujer. Tómate el vino, es el que más te gusta- Me abandonó de nuevo. Bajó la mirada hacia el manojo de papeles para continuar escribiendo. De pronto, un reflejo metálico nacía cerca de mi copa, gota a gota, se formaba una hoja afilada y perfecta. Volví a enfrentarlo, él sonreía mientras seguía inmerso en su escritura. El cuchillo terminaba de ser creado pero se demoraba en la empuñadura. Era un mal escritor, las descripciones arruinaban el escenario, desencajaban la historia, y deprimía al personaje. Era un mal creador, una especie de Dios fallido que jugaba a ser el Diablo sin éxito. Que intentaba por todos los medios quitarme la ropa para comenzar a cortar una piel fría. No sabía, que una parte de su mente, quizás la más inteligente, ya se había desprendido por completo de su alma. Desconocía que el final de esa novela no dependía de él. Seguía sonriendo, sudaba, alzaba la vista para observar su creación. Me levanté, deslicé el vestido que él me había impuesto. No había nada más que retirar. Tomé el arma perfectamente construida. Era pesada para unas manos tan frágiles como las mías. Acaricié el mango, piedra a piedra. Aburría. Me acerqué, él escribía con pasión, mordiéndose los labios. Tomé su barbilla apoyando la cabeza en mi vientre, deslicé suavemente la perfecta hoja de metal por su garganta. Mientras el escenario desaparecía lentamente, pude sentir el alivio… aquella voz jamás regresaría.

(Natacha G. Mendoza, Los bares del diablo, Ediciones Escondidas, 2019) 

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