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LARRY BROWN

 


ALGO SALVAJE 

Ella entró en el bar en el que yo estaba una noche y se sentó en un taburete. Me fijé en sus vaqueros ajustados, en su pelo castaño largo, en su blusa roja. Enseguida te fijas en una mujer así. Para eso estás allí sentado.

Me di cuenta de que miraba en derredor para ver quién estaba en el bar. No había mucha gente. Aún era temprano. Así que me puse a imaginar cosas sobre ella. Una mujer hermosa, sola por la noche en una especie de bar para gañanes. Creo que sintió que la observaba. Se volvió para mirarme y me sonrió durante unos segundos, después se inclinó sobre la barra y habló con el camarero, quien enseguida le sirvió una cerveza.

Había estado sin pillar durante una temporada. Tenía problemas con mi mujer. Uno de mis asuntos sin solucionar era que pasaba demasiadas noches fuera de casa, lo que provocaba discusiones que me eran difíciles de ganar. Es difícil ganarlas cuando no tienes la razón de tu parte. Es difícil ganarlas cuando sabes que el origen del problema es que tú mismo lo estás jodiendo todo.

Unos muchachos del trabajo, unos amigos con los que había quedado, no se habían presentado. Estaba sentado a una mesa porque era más cómodo que la barra, y además era toda para mí. Tenían puesto un partido de baloncesto en la tele, con el sonido apagado. Muchos tíos saltaban y gritaban, y otros, como yo, se limitaban a mirar. Volví la vista en dirección a la barra para intentar captar la cara de la mujer en el espejo que había detrás de las botellas. No parecía mayor. A veces a primera vista los cuerpos parecen jóvenes, pero las caras, en cuanto te acercas a examinarlas, no lo son. Esta en particular no parecía mayor.

Seguí sentado sin mirar la pantalla de televisión. Aún no tenía claro por qué no me levantaba y me iba a casa de una vez por todas. Me imaginaba a mi familia en el salón, sentados delante del televisor sin mí. Es probable que mi mujer ya estuviera dormida para cuando yo llegase, si es que no estaba sentada en la cama esperándome. Había veces que no soportaba quedarme en casa. Pero cuando salía por la puerta de aquel modo todos lo llevaban bastante mal. Mis hijos le preguntaban a su madre adonde me iba y por qué. No quería ni pensar qué les contestaba ella. Si me seguía comportando así llegaría un momento en que dejarían de preguntar. Eso sería lo peor que pudiera pasarnos.

Ella estaba sentada en el taburete, mirando a su alrededor de vez en cuando, fumando un cigarrillo. Después de un rato se bajó del taburete, se dirigió a la máquina de discos y extrajo unas monedas del bolsillo del pantalón. Vestía unos vaqueros tan ajustados que no le resultó nada fácil sacar el dinero, parecía que la hubieran derretido y vertido dentro de ellos. La observé. Se inclinó sobre el tablero de luces brillantes y apoyó en él su cerveza. Sostenía el cigarrillo entre los dedos de la mano izquierda mientras balanceaba la cabeza ligeramente al ritmo de lo que ya sonaba. Se volvió, me miró directamente y me preguntó qué me gustaba. Sonreí, le dije que pusiera la E-19.

—¿Cuál es? —dijo, por encima de la música. Cogí mi cerveza y me acerqué hasta ella. Así fue como empezó todo.

Sonrió cuando miró el tablero y vio que eran Rod Stewart y Jeff Beck cantando «People Get Ready». Yo estaba junto a ella y saqué unas cuantas monedas de mi propio bolsillo. Podía oler la suave fragancia que la envolvía, y le indiqué algunas otras buenas canciones. Aceptó las monedas que le di y me dejó saber que era un verdadero encanto. Se mostraba feliz y animada, y ya podía sentir que empezábamos a conectar. Todo lo que tenía que hacer era tomármelo como si nada, no contarle ningún chiste estúpido, preguntarle por ella misma y dejarle que me hablara. A todos nos encanta hablar de nosotros mismos, y si consigues que alguien se explaye a sus anchas hablando de sí mismo pensará que eres el mejor conversador. Pusimos a Journey, a Guns N’ Roses, a Randy Travis, a Joan Baez y a Sam Cooke. Después la invité a sentarse conmigo a la mesa.

Entraba más gente en el bar, pero ni me fijaba en ellos. Bebía más deprisa que ella de modo que pudiera ser yo quien pagase, y terminada la tercera ronda miré a mi alrededor y vi que el bar se había llenado de gente. No le dije que estaba casado y ella no me lo preguntó. Seguía hablándome, inclinándose hacia mí, apartándose a un lado el flequillo de su melena castaña. Trabajaba sentada a un escritorio con un ordenador en una industria local y se había mudado a la ciudad hacía poco, eso me contó. Nos fuimos acercando cada vez más y ella me puso la mano en el brazo. Estuvimos riendo y bebiendo y escuchando música.

Después le pregunté si quería ir por ahí a dar una vuelta en el coche y contestó que sí. Tenía cerveza metida en hielo en el maletero. En este condado está en vigor una ley desquiciada sobre la bebida. No pueden vender cerveza fría en las tiendas: sólo la puedes comprar caliente. Así que tienes que hacerte con una neverita y dejarla en el coche. Siempre hay que planear las cosas por adelantado. Al salir juntos del bar me cogió del brazo y se me pegó rozando su pierna contra la mía. Algunos conocidos nos miraban.

Se sentó cerca de mí en el coche y me hizo carantoñas. Salimos de la ciudad, nos adentramos en el campo y bajamos las ventanillas. Buscó en el bolso y sacó un porro retorcido hecho con papel rosa. Asentí con la cabeza y sonreí. Después de eso la música sonaba como nunca. Seguí conduciendo casi hasta el límite del condado, paré en un puente y cogí dos cervezas más del maletero. Ella se quedó dentro del coche mientras yo echaba una meada al lado del parachoques trasero. La noche estaba despejada, se veían todas las estrellas, el verano se acercaba. Volví dentro del coche y ella se me echó encima, con las manos, con la boca, no sé cuánto duró aquello allí mismo, en medio del puente. Por fin me despegué y le dije que teníamos que ir a algún otro sitio. Me preguntó si sabía de algún lugar. Le dije que sí.

No estaba muy lejos de allí, subiendo por un camino sinuoso de gravilla, una vieja casa de la que destacaba su chimenea contra las estrellas cuando llegamos. Apagué los faros del coche. La hierba amortiguaba el sonido de las ruedas. Cuando paré el motor se podía oír todo. Las ranas que croaban en una charca entre los bosques. Los chotacabras que trinaban en los árboles. El sonido de algunos coches, en la distancia. Se me acercó, la abracé y ella misma me dirigió las manos hacia los sitios donde tenían que estar. Cuando la besé se reclinó sobre el asiento y tiró de mí para que me colocara sobre ella. Estaba más que ansiosa. Parecía desesperada. Y yo estaba igual que ella.

Estaba tensa, tanto que durante un rato nos dolió a los dos. Incluso le pregunté si era virgen, pero dijo que no. Nos tranquilizamos y todo nos fue bien, tenía la piel sedosa y cálida. Entonces se acercó un coche. Vi luces en las copas de los árboles, me levanté y distinguí los faros que doblaban despacio por una curva. Nos pusimos a buscar la ropa interior y los pantalones por el suelo del coche. El otro auto se iba acercando mientras nosotros nos revolvíamos poniéndonos la ropa. Entonces frenó y simplemente se quedó allí parado deslumbrándonos con los faros. Me había dado tiempo a ponerme un calcetín, aunque no la camisa. Ella no sé lo que llevaba puesto.

—Dijiste que era un lugar seguro —dijo ella.

—Eso pensaba yo. Joder. No tengo ni idea de quién puede ser.

El coche no se movía. Seguí vistiéndome: primero la camisa, luego los pantalones.

—Me cago en diez —dije. Arranqué, maniobré y me acerqué hasta quienquiera que fuese. El coche seguía quieto. No se veía a nadie dentro. Era como si no hubiera nadie al volante. Pasamos a su lado y no paramos hasta perderlo de vista.

Ella no dijo nada durante un buen rato. Me detuve dos o tres kilómetros más allá y saqué un par de cervezas frías del maletero. Le pasé una y la cogió en silencio. Los búhos ululaban en la oscuridad a la vera del camino. Abrió la cerveza, encendió un pitillo y se quedó sentada dentro del coche, bebiendo y echando el humo por la ventanilla.

Por fin dijo:

—La próxima vez nos buscamos una habitación.

Justo, pensé. La próxima vez. Nanay. No habría una próxima vez.

Las luces de casa estaban apagadas. Hasta la luz del garaje habían apagado. Al entrar sin hacer ruido o, mejor dicho, al intentarlo, choqué contra todo. No tenían ni una sola lámpara encendida. Y de pronto se encendió una: vi su mano en el interruptor, y su gesto torcido por la furia y la rabia.

—¿Dónde has estado? —dijo.

—Por ahí con el coche —susurré.

—¿Sabes qué hora es?

Me había desabrochado la camisa y ya me dirigía hacia el dormitorio, pero me detuve y la miré.

—No. ¿Qué hora es?

Dio golpecitos en el suelo con el pie y alcanzó sus cigarrillos.

—No puedes seguir haciéndome esto —dijo.

Estaba cansado y no tenía ganas de oírlo. Tan sólo quería cerrar los ojos y dormir un poco antes de que sonara el despertador.

—Vale —dije—. De acuerdo. Ahora, por favor, déjame dormir.

Se quedó allí, fumando, dando golpecitos con el pie. Entré en el dormitorio a oscuras. Mi hijo pequeño dormía despatarrado en medio de la cama. Me desnudé, me eché a su lado, le acaricié el pelo y una mejilla. Le quería. Sabía lo que le estaba haciendo. Ni se movió. Pensé en lo horrible que era mi vida y después cerré los ojos. Justo antes de quedarme dormido me percaté de que ella se metía en la cama. No dijo nada, y lo siguiente que recuerdo es el sonido del despertador.

* * *

 

Ese día decidí no ir a trabajar. Mi trabajo no me obliga a estar presente todos los días, tengo a gente trabajando para mí que puede ocuparse de todo. Quería ir de pesca. Quería estar en una barca, en un lago, con una caña en la mano y grillos o pececillos de cebo en un cubo o en una caja, con una neverita llena de cerveza fría que me ayudara a pensar en todo lo que necesitaba pensar.

Más tarde ese mismo día me encontraba en el lago, en la barca, con una cerveza en la mano, pescando. Me acerqué despacio hasta un tocón sumergido por donde pensé que podría haber unas carpas escondidas. Cogí un pececillo del cubo, le atravesé el anzuelo y lo bajé para que conociera a algunos de sus hermanos mayores. Seguí dando sedal, parecía interminable, hasta que pesqué uno que debía pesar casi un kilo. Tenía otra neverita con hielo sólo para el pescado y allí fue donde lo metí. Me sentía como si fuera a sacarlos todos del agua. Pero después de pasada otra hora no había pescado ni uno más. Echaba el sedal, lo recogía, cambiaba el cebo, me movía de sitio, hacía todo lo que sabía y aun así seguía con un solo pez en la neverita. Por fin dejé que el corcho descansara y me dispuse para hacer un balance de la situación.

Lo estaba jodiendo todo a causa de las mujeres. No pasaba nada de tiempo con mis hijos. Mi mujer y yo apenas si nos hablábamos a no ser que lo hiciéramos discutiendo. No aguantaba quedarme en casa, pero también me odiaba a mí mismo cada vez que salía por ahí. Además, había conocido a otra mujer, parecía fantástica excepto por lo del coche que se acercó y nos pilló, aunque eso no había sido culpa suya. No estaba pescando nada, y puesto que eran sólo las diez de la mañana, si seguía bebiendo al ritmo que iba de seguro que acabaría con una borrachera indecente. Quizás incluso me arrestasen por conducir bajo los efectos del alcohol. De momento estaba a salvo. No iba conduciendo nada excepto la barca, y allí en el lago no me podían pillar, a no ser que apareciese algún guardabosques del estado de Misisipi, pero a ésos los conocía a todos. Era probable que me fuera a enfrentar a otra escenita al regresar a casa, cuando quiera que regresara a casa. Seguramente podría arreglar las cosas si volviera directo a casa con un montón de peces, los cocinase y preparase una buena cena para toda la familia, pero el problema era que sólo había pescado uno y que no parecía que fuese a pescar ninguno más después de toda la cerveza que llevaba bebida. Algunos días llega un momento en que lo mandas todo a tomar por culo, pero tampoco estaba seguro de si debía hacerlo tan temprano por la mañana o no. No me gustaba hacerlo. En el pasado lo había hecho muy a menudo y no me había reportado ningún beneficio. Todo indicaba que la clave del asunto residía en mí mismo, que mi mujer sabía divertirse y podía seguir haciéndolo hasta que envejeciera, aunque tuviera sesenta años y el pelo cano, pero yo no podía hacerlo. Parecía que estábamos criando a nuestros hijos sin ninguna razón para hacerlo, a pesar de que nuestras relaciones sexuales hubieran sido su origen. Nos encontrábamos atrapados en una situación que jamás habríamos imaginado cuando nos casamos y para la cual no conseguíamos encontrar una salida. Nacer, vivir, alumbrar un hijo tras otro, envejecer, morir. No parecía que hubiera mucho más. Ni que jamás lo hubiera habido desde que el hombre era hombre, desde que el primer homínido —¿habría sido Adán?— bajara de un árbol, encontrara una hembra bajo otro árbol y la arrastrara hasta una cueva para violarla. Había muchas cosas que me incomodaban, entre ellas mi propia mortalidad. No existía certeza alguna de que cuando muriera lo fuera a hacer para siempre, o sólo quizás durante veinte años, tras los que regresaría como un gato doméstico o cualquier otra cosa. Para mí el universo entero era un verdadero misterio, incluido lo que había ocurrido allá en Siberia en la década de 1920 cuando algo llegado del cielo había caído en medio de los bosques y los había incendiado. Me incomodaba el Triángulo de las Bermudas, tanto como ignorar hasta cuándo podría seguir levantándome y que se me levantara, o que no llegase nunca a encontrar a la mujer perfecta a la que amar incondicionalmente. Decidí que sería mejor que siguiese bebiendo cerveza, volviese a lanzar el anzuelo al agua y esperase que las cosas se arreglaran por sí solas.

Casi había anochecido cuando regresé a casa. Había pescado tres peces miserables y se había derretido todo el hielo en el que los había tenido metidos. Aun así, estaba resuelto a preparar un plato de pescado para mi familia. Justo entonces mi mujer se dirigía hacia el garaje con una cesta llena de ropa. Los chicos estaban jugando al béisbol en el jardín trasero. En cuanto a mí, tenía una buena borrachera.

Mi mujer se me acercó, me dio un beso, nos pusimos a tocarnos allí mismo, en el garaje, ella se calentó, y antes de que me diera cuenta estábamos en nuestro dormitorio medio desnudos, revolviéndonos como dos visones. Justo entonces uno de mis hijos pegó la cara contra el hueco de la ventana que con las prisas habíamos dejado sin cubrir con las cortinas y dijo:

—¡Eh, papá! ¿Te vienes a lanzar la pelota un rato?

Se escabulló echando la vista atrás varias veces. Me vestí y salí cagando leches de allí.

Unas noches después estaba de nuevo en el bar y la vi entrar, pero no la miré. Ella volvió a hacer toda la escena de la máquina de discos, sin mis monedas, mientras me echaba miradas por encima del hombro. Yo tenía una cerveza en la mano.

Llevaba un buen rato pensando en mis cosas mientras estaba allí sentado. No tenía muchas ganas de volver al trabajo a la mañana siguiente y con seguridad los muchachos se podrían arreglar sin mí durante unos cuantos días. Suponía que ella se me acercaría sigilosamente, y eso hizo al poco rato.

—¿Por qué tienes ese aspecto tan tristón?

—Por nada. Siéntate.

—¿Vamos a hacerlo otra vez esta noche?

—Pues no estoy seguro del todo.

—Yo sí quiero. La otra noche estuvo bien hasta que llegó el coche aquél.

—No estoy seguro de querer hacerlo.

—A mí sí que me gustaría.

—No sé.

—Por favor.

—Ya que lo pides de ese modo…

Acabamos en el mismo sitio. Las cosas sólo pasan una vez, no era posible que fuese a tener mala suerte dos noches seguidas. Nos desvestimos, nos pusimos a movernos y a menearnos y a decir cariño cariño cariño, cuando de repente las luces aparecieron por la curva. Me incorporé y eché mano del revólver que tenía escondido debajo del asiento, le dije que ya empezaba a tocarme las narices todo aquello. Al salir del coche sólo llevaba puestos los pantalones. Tenía el revólver pegado a la pierna. Alguien me enfocó a la cara con una luz muy potente y me dijo que no me moviera. Oí que quitaban el seguro de sendas escopetas recortadas con mucha suavidad.

—Quieto ahí, muchacho. Ahora date la vuelta. Deja la pistola en el suelo. Echate con los brazos y las piernas estirados sobre el capó.

Me cachearon mientras ella se ponía la ropa, y ya estaba completamente vestida cuando decidieron enfocarla con las linternas. No estaban cabreados porque tuviera una pistola, estaban cabreados porque les había fastidiado su vigilancia en busca de droga. Cuando se pusieron a rebuscar en el bolso de ella lo pasé bastante mal, pero resultó que era una chica lista y había escondido los porros en las bragas, y, tratándose de los caballeros sureños que eran, no estaban por la labor de pedirle que de nuevo se despojara de sus atuendos. Me dijeron que sería cojonudo que me fuera buscando algún otro sitio donde aparcar porque estaban arrestando a los que iban por allí y seguro que no me gustaría verme envuelto en aquello. No, señores, la Budweiser es el único vicio que tengo, les dije. Nos largamos de allí, y creo que eran así como las 3:47 cuando entré por la puerta de casa, después de que ya hubiéramos dejado la habitación de un motel que usamos durante veinticuatro minutos.

Al día siguiente me subí a la carretilla elevadora y estuve conduciéndola por la factoría. Teníamos que cargar un montón de lavavajillas y nos ocupó el día entero. Tenía la sensación de que jamás fuese a salir de allí. Por fin terminó el día. Tenía el tiempo justo para llegar al partido de béisbol de mi hijo, donde ya estaban viendo batear a los suyos todos los otros padres responsables. Me hundí en una tumbona, busqué unas monedas en los bolsillos para comprar cocacolas y palomitas de maíz y me deprimí cuando mi pequeño bateador no le dio a la pelota o falló al atraparla. La vida era dura y me preguntaba si sería capaz de seguir viviéndola.

Mi mujer se acercó y se sentó a mi lado.

—¿Qué haces? —me dijo.

—Nada.

—¿Quieres llevar a los chavales a comer algo después del partido?

—Pues no.

—¿Y qué has pensado que hagamos?

—Nada.

—A ti esto no te gusta ni un pelo, ¿verdad?

—Pues no.

Me miró.

—Odias estar casado, ¿no?

—¿Por qué dices eso?

Volvió la vista hacia el partido.

—Porque sí. Porque lo noto.

Les vi jugar durante un rato. Las madres chillaban. De vez en cuando un lanzamiento salía por encima de la verja. A un chico le golpearon con una pelota en el ojo, se puso a llorar y tuvieron que reemplazarlo. Le dieron una toalla con hielo y alguien le ayudó a sujetarla sobre el ojo y le compró un helado.

—¿Quieres divorciarte? —dijo.

—Pues no.

—Vale —dijo—. No soporto que seas así de infeliz.

Entonces se levantó y me dejó allí sentado.

Volvimos a encontrarnos una semana después. Yo me había tomado un par de cervezas cuando ella entró. Ni siquiera jugueteó con la máquina de discos, se fue derechita hacia mí y me cogió del brazo.

—Ven a mi casa —dijo.

Pensé: La madre del cordero. Pensé: ¿Y por qué no hemos hecho esto antes?

Nos dimos mucha prisa en llegar, a un apartamento a oscuras, y entramos dándonos golpes contra todo mientras nos desnudábamos y nos besábamos en el salón. La cama estaba demasiado lejos así que nos tiramos sobre el sofá. Ella gemía, se había tapado la boca con un cojín, y en esas estábamos cuando un vehículo aparcó enfrente de la casa. La luz de los faros entró por el ventanal, a través de las cortinas. Ella empezó a moverse como poseída y yo lo atribuí al calor de la pasión. Entonces las luces se apagaron. De acuerdo que en esas calles a veces no hay sitio donde aparcar, pero el portazo fue tan violento que me dejó pasmado, y lo siguiente que recuerdo es que la puerta del apartamento se abrió, que la luz del salón se encendió y que allí estábamos, con un homicida enorme que tenía una llave inglesa en la mano y se abalanzaba hacia el sofá. Salté y le tiré un cojín a la cara, y él le sacó el relleno al sofá justo en donde yo había tenido la pierna. Ella gritaba mientras él me llamaba hijoputa novecientas veces, y fue entonces cuando supe que tenía todas las intenciones de matarme. Se me bajó la verga enseguida. No me molesté en usar la diplomacia: cogí una silla de la cocina y le aticé con ella en la cara. Le salía sangre a borbotones. La llamé novecientas versiones distintas de zorra antes de que cogiera la ropa y saliera de allí. Cuando por fin estaba fuera deseé con todas mis fuerzas que el tío no estuviera muerto.

No estaba seguro de qué hacer después de aquello, si irme a pescar o mandarlo todo al carajo. Quería huir. Llegué a hacer cálculos de cuánto tiempo podría vivir en otra ciudad con el dinero que tenía en la cartilla. Pero él no me conocía y yo no le conocía. Aunque sí que me había visto la cara, al menos en parte. Seguro que pondría todo su empeño en encontrarme y darme una buena. Si alguien me hubiera reventado a mí la cara con una silla de cocina le estaría buscando para devolverle el favor.

Decidí quedarme en casa. No salía por ahí ni iba a ningún bar. Estaba por casa y veía la tele, tomaba café sentado en el sofá. Ayudaba a los chicos con los deberes del colegio. Hacía de papá. En un par de ocasiones llegué a casa antes que mi mujer, preparé la cena y puse la lavadora. Limpié el suelo de la cocina. Le quité el polvo a los muebles. A ella se le iluminó el rostro, y en la cama todo nos fue de maravilla. Pero enseguida empecé a desear a la otra, porque era diferente y porque se le añadía una dosis de peligro, de modo que la paz y la tranquilidad sólo duró algo más de una semana, nueve días como mucho.

La última vez que le vi entró con ella en el bar. Yo estaba en mi mesa de la esquina, de espaldas a la pared, observando quién entraba por la puerta. Ellos me vieron más o menos en el mismo momento en que yo les vi a ellos. Ella estaba borracha como una cuba. Se dirigieron a la barra pero él no apartó la vista de mí, no quería darme la espalda ni un segundo. Un movimiento inteligente. Vi que también estaba haciendo un plano mental de las salidas. Se sentó a horcajadas sobre un taburete. Pidieron de beber, se lo sirvieron y pagó ella. Yo me preguntaba con qué iba a darle esta vez al hijoputa aquél. No había nada por allí excepto palos y bolas de billar. Seguro que había una recortada detrás de la barra, pero jamás conseguiría llegar hasta ella. Siempre quedaba la puerta trasera, aunque no estaba en condiciones para semejante carrera. Prefería quedarme a ver qué había planeado ella, a qué juego estaba jugando, qué me estaba apostando yo para ganarme aquel culo flaco.

Me levanté, metí unas monedas en la máquina de discos y me volví a sentar. «People Get Ready»… Y entonces Jeff Beck se desató y llenó el bar con su guitarra. Los que estaban jugando al billar bailaban al compás. Los borrachos de la barra soñaban que eran ellos los que tocaban la guitarra. Ella se meneó en el taburete, miró por encima del hombro y me guiñó un ojo. Entonces él golpeó la barra con su botellín, se abalanzó hacia mí y justo cuando ya lo tenía encima agarré la silla en la que estaba sentado y se la estrellé, esta vez en todos los dientes.

Nadie dijo ni una palabra cuando salí de allí con ella, especialmente él.

Encontramos un sitio en el bosque, no el de otras veces, ni su casa, ni una habitación de motel, tan sólo un sitio en el bosque. Los grillos chirriaban. Unos perros perdigueros o podencos corrían por allí cerca. Ella me pasó el porro que se estaba fumando y yo se lo pasé a ella y, mientras esto sucedía, a la luz de lo que había ocurrido yo me preguntaba cuál era el sentido de todo aquello. Pero no quería pensar demasiado las cosas en aquel preciso instante. Pegó sus labios a los míos y nos fuimos recostando en el asiento, a pesar de que con toda seguridad no iba a pasar mucho tiempo antes de que unos faros, los faros de alguien, se acercaran por la curva. 

(Larry Brown, Amor malo y feroz, Bartleby Editores, 2010)

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