Esta
madrugada a eso de las cuatro de la mañana pasada media hora, me desperté de sopetón.
Algo me tiraba de los pies. La verdad es que me acojoné un poco. Me estaba
deprimiendo. Mi vida no conducía a ninguna parte.
Me levante
para lavarme y cambiarme de ropa interior y fue inevitable el reflejo del
espejo. Me sentía como un tronco podrido lleno de termitas. Pero incluso con
resaca, barba de tres días y más de un año sin visitar la peluquería yo tenía
mejor aspecto que millones de personas.
Terminé de
cagar en el váter y escudriñando el suelo de linóleo no logré encontrar lo que
estaba buscando, el papel higiénico, el asunto no hacía más que complicarse
porque no sólo no funcionaba la cisterna, sino también la toma del bidé y la
bañera. La única fuente de agua provenía del lavabo o del fregadero de la cocina que estaba al
final de un pasillo de 32 metros, pero ya tendré oportunidad de desarrollar el
asunto más tarde.
En los
tobillos noté la marca inequívoca de dos colmillos. Yo no tenía animales de compañía;
ni mujeres, hombres o viceversa.
Con estos
bueyes para arar, la única luz que se encendió por unos segundos en mi celebro
y que casi de inmediato se fundió, fue llamar a un ufólogo cuyo apodo o seudónimo
era OVNI. Esto la verdad complicaba, y de qué manera, las cosas, pero cuando
llegó acompañado de una preciosa mofeta que localizó en tiempo record a un
enorme cerdito Vietnamita que algún desalmado dejó abandonado en los aledaños
de un cine de arte y ensayo que sólo ofrecía películas subtituladas en Alemán,
aunque la lengua de origen de las cintas eran en su mayoría de países asiáticos.
El caso es
que la mofeta con todas sus buenas intenciones impregno la casa con un fuerte
olor. Parecía una zona de residuos tóxicos y otros altamente nocivos. Tuve que
contratar a una cuadrilla de limpieza y eliminación de olores fuertes.
Como es de
pura intuición durante los siguientes quince días no pernocte en mi domicilio.
Con el
dinero del seguro del hogar alquilé la suite Yucatán en el Hotel Maracaibo. La
playa estaba tan cerca, que las sardinas, al menos por una vez, si eran
frescas.
Supongo que
la ley de costas casi siempre fue papel mojado y hasta untado de billetes o
promesas de futuro.
Pasaron los
días sin nada especial que contar hasta que el taxi me dejó en la puerta de
casa.
Las cortinas
descolgadas, luces encendidas, un potente olor a mierda salía por las ventanas
que ya habían perdido las persianas. Saque la llave de la mochila y no pude
abrir la puerta. Habían cambiado la cerradura.
112-091-092
y el 33333 nadie podía ayudarme. Me dijeron que eran Okupas y disponían de toda
la protección jurídica, policial y administrativa al amparo de los derechos
fundamentales del hombre, como lo es sin duda la vivienda.
Busqué en el mercado negro a dos o tres sicarios de
los países del este. La cosa no fue nada mal. En trece minutos, previo pago de
la cuantía estipulada, los okupas salieron de allí.
Ahora cuando
me despierto de sopetón ya no es porque algo me tire de los pies, sino porque
esos cabronazos de okupas, me tiren de mi casa.
(texto cedido por el autor)
( © Pablo Guillén Tudela, 2021 )
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