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RODRIGO RATERO GARCÍA

 


PROFETA

Una actitud irreverente lo bastante arraigada como para causar una metástasis de descaro y desencanto desde la columna vertebral hasta la masa encefálica, tan profunda como para autodestruirse por ella, irónicamente es lo que me mantiene con vida. A la mierda. No hay cosa que le dé más asco al personal de a pie que la demacrada y epicúrea cara de alguien que vive para el exceso. Y te atacan con estupideces como: "Tú vas de punky, pero luego...".
"Vas de antisocial, pero tienes móvil".
"Vas de antisocial pero te vi comprando cerveza en el Mercadona".
"Muy antisocial y estás en redes sociales...".
Incongruencias. Para empezar, jamás he dicho que sea antisocial, esos son tópicos. Pero aún así alguien antisocial no es un tío que se va al monte a vivir de comer arbustos. El comportamiento antisocial es el de alguien que tiene ideas que no encajan dentro de la sociedad. Si no encajas, obviamente has de estar dentro. Sí, puede que irse a comer hierba en cierto modo lo sea, pero en realidad un hippie que vive de lo que le da la Tierra sería más un asocial. Pero el antisocial ha de estar en la sociedad, en las redes sociales, en los bares, en el súper, en la tienda de la esquina, en el trabajo, en los cines, en tu puto grupo de WhatsApp. En este combate de boxeo sin guantes que es la vida se ve tanta brutalidad que no sé como a ningún gilipollas le queda un mínimo vestigio de delicadeza. Enfádate, cágate en todo, consume drogas, compra mil mierdas que no necesitas y para compensarlo cágate en el puto sistema de consumo incendiando un Ikea. No seas como ellos, ni como yo, ni como nadie. Lo triste es quedarse criticando a los demás por no tener huevos de ser como ellos. ¿Que me gustaría ser como esos mierdas, esos punkis asquerosos, drogadictos? No, por supuesto. Que tengas huevos para ser como a ti te mole sin importarte los demás. Si la realidad es trabajo diario, alquileres, relaciones personales, facturas, Netflix, muebles de Ikea, sábados en el centro, pornografía misógina, política neoliberal, fútbol, Beyoncé featuring Chikilicuatre y búsqueda autocomplaciente de mierdas en Amazon, deberían rendir pleitesía a quien huye. La clase proletaria en España es tan solo otra proyección de los últimos de Filipinas. Y el que esté libre de pecado que se coma la primera mierda. La gente, aunque reconozca con sorna que sí, que todos vamos a morir, en su fuero interno cree que vivirá para siempre.
Yo por suerte, a pesar de los excesos de aquel fin de semana, una vez más, sobreviví. Abrí los ojos, mi sentido de la vista y mi cerebro aún no relacionaban dónde estaba. Fue finalmente mi olfato, al reconocer un profundo olor a mierda de perro, el que me lo dijo. Resucité en aquella casa okupa al tercer día -¿o eran cuatro? ¡Bah, el calendario es un invento de los de arriba para estrujar más tu existencia!-. Miré alrededor mío, después me examiné. Estaba desnudo junto a una chica con una cresta rubia y ataviada tan solo con una camiseta desgastada de los putos Madness, qué coñazo. Quizá por eso acabo conmigo esa noche. Dormía de espaldas a mí, plácidamente. Me levante, busque mis J'hayber, me calcé y fui one step beyond, al otro lado de la cama a ver quién era la chica. La mire, no me sonaba de nada. Una especie de flashbacks breves y distorsionados inundaban mi cabeza. Era una chica muy guapa, aunque no solía darle mucha importancia eso. Al fin y al cabo, solo era sexo. En el fondo, el sexo es como la televisión, puede llegar a distraerte pero en realidad es una puta mierda. Esa época había decidido divorciarme de mí y tener mi tristeza en custodia compartida. Me toca un fin de semana sí y otro no, pero siempre iba tan colgado que ya ni la recordaba. "¿Y los servicios sociales? ¿Es que no van a venir a llevársela?". Generalmente, al final se la quedan nuestros padres. Me fumé todas las colillas que encontré y me bebí los culos de las litronas mientras observaba un vinilo de Decibelios y montones y montones de pegatinas de "Antifascista Siempre", porque estaban en todos los sitios, en las paredes, los cuadernos, las guitarras, en sus camisetas. ¿Acaso se les olvidaba su condición política? Yo nunca ondeé esa bandera, es tan evidente... Odio a los fachas como comer mierda y no lleno mi casa de pegatinas anticoprofagia. Tampoco necesito que me recuerden que la policía asesina, que no hay que maltratar a los animales y que hay que respetar a las mujeres. Pero bueno, si olvidé a esta chica tan mona podría olvidar cualquier cosa. Volví a la música, ojeé algunos discos más. Demasiado ska, rubia. Cuando estaba ya aburrido de dar vueltas por la habitación y curiosear y consumir lo que encontraba, memorice de nuevo las pegatinas reivindicativas, por si acaso. Me vestí y baje a la calle. No sabía dónde hostias estaba. Lo normal es buscar una boca de metro. La encontré después de un rato. Aluche era, línea cinco. Podría ser peor. Bajé las escaleras a semar cómo estaba el tema para colarme. Rebusque en mis bolsillos y tan solo había cuarenta y cinco céntimos. Pero no solo eso, había segurata, uno de esos tipos de Prosegur que esperan aburridos el momento de usar sus negros inhibidores de frustración contra la escoria y sus uniformes que mezclan distintos tonos de color mierda. Fui directamente a intentar colarme, con la naturalidad de un actor al ir a recoger su galardón en el puto festival de Sundance. Al llegar al torno, comprobé decepcionado que el segurata me miraba. Metí la mano en el grilo disimulando, saqué la calderilla y entre está, un gramo de speed agujereado que causó una pequeña polvareda al tirar del interior del bolsillo. En el otro lado del pantalón había un bulto, el teléfono. Lo saqué y empecé a disimular con el móvil. Estaba apagado, como mi sutileza. Pero para mi sorpresa, el tío sacó su móvil, se giró y se fue a otra parte de la estación. Me había calado de sobra, pero debía de pasar de todo. Al fin y al cabo era domingo por la mañana y estaba currando. Supo que me quería colar y se dio la vuelta disimuladamente para que lo hiciera, quizás impulsado por la vergüenza ajena. El viaje fue amenizado por la insoportable música balcánica de un viejo del Este con un violín ajado, que destripaba como un niño sádico a su gato mientras lucía su sonrisa a juego con el violín y su barba de dos días, tan espesa y sudorosa como las pelis de Emir Kusturica. Movía sus hombros torpemente y de forma desacompasada mientras friccionaba con saña el arco de su violín sobre una monocorde secuencia en MIDI, que llevaba pregrabada en un discman torpemente encintado a lo que parecía el amplificador más barato y más viejo de la antigua Yugoslavia. Eso sí que era cyberpunk y no los pijos góticos con problemas de peso que se juntan en Gran Vía. Nada parecía ensombrecer el ánimo del tipo que siguió y siguió hasta parecer casi una melodía hipnótica. Al acabar la extensa y última abertura las canciones de Pink Floyd se te antojaban temas de grindcore de 26 segundos. Comenzó a pedir la voluntad sudoroso y jadeante. Cuando llegó a mi sitio anunciaban mi parada.
-¿Una moneda, amigo? -me dijo sonriendo.
Olía a sudor y a ropero viejo, de esos de abuelo, con hediondos matapolillas de tiempos de la transición.
-¿Moneda? -insistió alargando el brazo.
-¡Aparta la mano, partisano! -dije mientras abandonada el vagón.
Al salir de aquel puto infierno la resaca empezaba a hace mella. Notaba un sudor frío bajar por mis axilas y la cabeza me daba tantas vueltas que entorpecía mi gracia al caminar. Después de andar y andar por el intercambiador, de la línea cinco a la tres, la de mi barrio, subir y subir interminables escaleras mecánicas que por un momento pensé que iba a salir en la cima del K2, por fin veo luz al final del túnel. Una auténtica experiencia cercana a la muerte que lo llaman. Camino hacia la luz, no veo familiares fallecidos llamándome pero acierto a ver a un negro vendiendo kleenex y mecheros. Piso finalmente la calle, respiro hondo, me da una arcada y vomito extensamente alrededor de la salida de Embajadores. El negro protesta y cruza la calle, y los secreta anticundas, que no se les escapa ni una, aparecen de inmediato, con sus bolsos bandolera para llevar la reluciente placa y la antena del walkie asomando detrás, entre sus pantalones pirata y su polo Ralph Lauren de imitación que probablemente robasen a algún pobre mantero. No se preocuparon por mi integridad física, pero sí por mi documentación. Me pidieron el DNI. Pensaban que era un yonki. Eso no es ilegal, pero les gusta tener a todos archivados y controlados. Me pregunto si lo de vestirse de gilipollas es por algo. Comprobaron mis datos y me dejaron marchar. Ahora estaba fichado como un yonki más sin serlo. Caminé hasta mi piso en la calle Amparo. Subí a casa. Estaba fría, destrozada y sucia como una víctima de Andréi Chikatilo. El bajón de las anfetas empezó a acosarme, no sabía qué hacer. Pensé de repente que me tenía que haber quedado tumbado junto a la punky. En casa no tengo televisión. Solo quedaban dos latas de cerveza en mi nevera y un limón podrido. Las latas me reconfortaron y el limón lo tiré por la ventana del patio interior. Estaba inquieto y no sabía qué hacer. Darte cuenta de que no vales para nada es como tener alopecia. No gusta, pero tienes que aprender a vivir con ello, aunque siempre puedes mentirte o llevar peluca. Recordé la bolsa de speed, preparé una gran raya sobre la caja de un CD pirata de Alarma y me largué a la calle. Fui a las escaleras de Lavapiés. Mire de un lado a otro y no vi ningún conocido. Después caí en que era domingo y chindé pal rastro. Subí la calle Lavapiés hasta la plaza de Tirso y allí estaba todo el mundo, punkis, camellos, skinheads, heavys, vagatas, los yonkis de siempre... Había caras nuevas y otras conocidas. No había abierto la boca y ya tenía en mi mano un litro de Mahou frío y a rebosar. Y volvimos a la rueda: beber, fumar, esnifar, criticar, pedir y, sobre todo, descojonarte. Es curioso como acabas entrando en una vorágine en la que al final no distingues el día en el que vives, la gente que conoces, la gente a quien amas, la gente a quien te follas o le pides un cigarro. Lo importante es no enterarte, estar noqueado, ser nihilista, despreocupado... ¿Cómo se llega a esto? La verdad es que no lo sé. ¿Es despreocupación o temor a la vida? ¿Angustia existencial o nihilismo exacerbado? No, es simplemente otra forma de vida, tan cojonuda o tan triste como cualquier otra. Acabé vomitando de nuevo en la plaza de Tirso de Molina. Llevaba días sin comer y la pota era líquida, y el sol del mediodía estaba tras de mí. Vi mi silueta reflejada en ella y pensé: "¡Punky hasta la médula!".

(Rodrigo Ratero García, Sexateuko. La biblia de la decadencia, Editorial Gradiente, 2020)

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