DIARIO
DE UN HOMBRE ENSIMISMADO (3)
No sé si ya he
superado la mitad de mi vida. Dentro de catorce meses cumpliré medio siglo. No
creo que llegue a los cien años, pero el tiempo ya no me estorba.
El sol se ha
convertido en una esfera tranquila que rueda sobre un cielo sereno. El cielo a
veces copia nuestros estados de ánimo. Durante años, he pensado que el cielo
era cárdeno, gris o blanquecino. Apenas apreciaba ese azul que ahora fulgura en
mis párpados. El dolor ha cedido y la despreocupación crece, insinuando que
vivir consiste en olvidarse de uno mismo y utilizar los sentidos para captar el
destello de un tejado bajo una luz de membrillo. Siento que ha
resucitado mi corazón de niño y ha comenzado a girar lentamente como un molino
que se entretiene con el sonido del agua. La tristeza sigue acechando, pero
he confiado mi porvenir a las palabras, que se anticiparán al infortunio,
hundiendo sus raíces en mi canto esperanzado. No creo en un más allá, pero
me he reconciliado con la finitud. Creo en un Dios que sufre, vulnerable y
mortal, un Dios impotente y dividido, que escogió la vida porque ya había
vivido la muerte y prefería las heridas a la nada. No sé hacia dónde me
encamino, pero ya no escucho el latido del suicidio, golpeando en mi pecho.
A veces, me
urge escribir. Tengo la sensación de haberme quedado rezagado respecto de mi
propio existir. Durante un tiempo, me he observado desde fuera, con una mezcla
de horror y perplejidad. El miedo de ser dos se hizo realidad y sentí que otro
vivía mi vida, convirtiéndome en una máscara que deambulaba entre llamaradas de
ansiedad. El ser que usurpó mi identidad se aficionó a caminar entre avispas y
espinos. Ahuyentaba a los pájaros y no quería saber nada de la claridad. Dormía
en un lecho de paisajes umbríos. Mi yo se extravió en una negrura violeta, que
vomitaba delirios y alucinaciones. La quimera de un absoluto fugaz liberó a las
ratas que anhelaban beber de mis venas. Sentí que mi alma se astillaba y mi
corazón se llenaba de musgo, como una vieja roca batida por un mar oscuro. Todo
eso pasó. Ya no me levanto con el corazón encogido, lanzando manotazos contra
la conciencia de existir. Ya no sueño con marcharme en un barco negro,
celebrando que las sombras picotean mi carne como gaviotas enloquecidas. Las
palabras ya no estrangulan mi nombre, mientras excavan una tumba fría. La luz
ya no es un aullido debajo de mi nombre, sino un jardín que me ofrece sus
mejillas. Las palabras me han devuelto a casa, revelándome que son hijas de la
ternura.
Mi vejez ya no me asusta. Mis manos ya no huelen a llanto. Mi sangre ya no
es un río de cuchillos. Mis ojos han dejado de temblar de soledad y no tienen
miedo. Abrazo a los días que vendrán, con mis huesos regocijados por sentir que
aún caminarán entre la piedra y el trigo, abriendo surcos de primavera y estío.
Aún me aguardan muchos otoños y muchos inviernos. El otoño no es un tiempo de
pérdidas. El otoño es una estrella en un pozo, regalándonos una lumbre de
sueño. El invierno es un mar lejano que nos despierta con una aurora de plata.
Mi invierno discurrirá entre árboles y libros, que crecerán poco a poco
mientras yo declino. Los árboles son libros que extienden interminablemente sus
raíces, propagando el rumor de su escritura. Creo que el libro es música
enamorada del silencio. Yo escribo porque he logrado acallar la pena que me
ahogaba. La página en blanco ya no es tierra fértil para mi suicidio.
Ya no estoy cercado por dolorosos exilios de mí mismo. Ya no me arrastro por el
fondo de mi alma, con hambre de carencias. La muerte ya no come de mi mano. La infancia ya no es un ángel ebrio que pinta el
cielo con cenizas de ira y desengaño. No voy a mentir. He pagado un precio. El
contacto con el mundo exterior aún me lacera. Suena el teléfono y me aterro. Se
produce algo inesperado y la angustia hunde su aguijón en mi costado. Vivo en una eternidad de andamios que han aprendido a
contener el tiempo.
No me inquieta la perspectiva de morir. Sólo deseo que mi funeral se
parezca a los de New Orleans. Nada me haría más feliz que ser acompañado hasta
mi última morada por una banda de jazz. Arrojad mis cenizas al mar mientras
suena “Blue Moon” y “My Favorite Things”. No quiero tristeza ni lágrimas. Me
agradaría contemplar sonrisas entre la arena blanca y un cielo ardientemente
azul. Y cuando yo sólo sea polvo embriagado de agua y viento, regresad a casa
con un festival de trompetas, saxos, clarinetes, tubas, tambores y trombones,
interpretando una música luminosa y alada, sin rastro de pena o duelo. No
quiero más dolor. No quiero recordar los años que perdí entre lutos y
quebrantos. Vivir fue
suficiente. No pido más. Si os place, recordadme, pero no me afligiré si me
olvidáis. Nada se marcha para siempre. Nos reencontraremos en un poema,
pronunciando nuestros nombres sin miedo. El eco de mi muerte ya ha nacido y es
una noche serena en un jardín de verano goteante de estrellas.
(Rafael Narbona, texto extraído de su blog Into The Wild Union)
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