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Las personas hablan,
escucho cómo
vomitan sus palabras,
no son conscientes
de que semejante regurgitación
sea imposible volver
a tragar.
Aferrados en la producción
de conversaciones absurdas,
delirantes, ridículas,
capaces de dejar
vacío el vacío,
consagrando la más
totalitaria ignorancia.
Solo pueden observar
mi silencio
roto en mi interior
por sus malditas voces,
incapaces de apreciar
lo comunicativo de las
miradas, las caricias,
las sonrisas, los besos.
Cierro los ojos,
ya no quiero ni escucharme
a mí mismo,
espero que en el ataúd
todo esté más silencioso.
(Juan Cabezuelo, A nadie le importa que sangren las flores, Editorial SeLeer, 2016)
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