LA BODA DEL ÁNGEL
Para Maris
Ese día salí más temprano que de costumbre. Llegué hasta el parque España, me quité
la chamarra, la dejé a un lado de los columpios y comencé a hacer mis ejercicios de
rutina. Pronto, mis músculos se calentarían y podría correr 18, 20 vueltas. Un-dos-
tres, un-dos-tres, mi corazón empezó a palpitar más rápido siguiendo el ritmo. Así, a
los diez minutos ya me encontraba corriendo alrededor del circuito.
Estaba en plena actividad cuando advertí que alguien se columpiaba muy cerca de
donde había dejado mi ropa. Me dirigí hacia allá pensando que, «como la ocasión
hace al ladrón», más valía cambiarla de sitio. Iba a recogerla cuando ese alguien me
llamó con un tímido «Psss… psss…»
Se trataba de una anciana que me miraba suplicante. Vestía un traje blanco, ahora
casi gris, largo, de encajes y brocados, andrajoso por donde se le viera. Insistió en
llamarme y esbozó una sonrisa dulcísima. Apenas me hube acercado, tomó mi mano
y me dijo:
—Al fin has llegado, Luis Antonio. Sabía que no te retardarías más…
—Señora, discúlpeme, pero creo que me confunde —le respondí, mientras sentía
que sus dedos vetustos resbalaban en mi mano, como un violín que se guardara en un
estuche más grande.
—Eres tan bello, mi amor. Estoy segura que las Rodríguez Castillo se van a morir
de la envidia: mira que casarme con el cadete más apuesto.
Entonces guardó silencio unos segundos y agregó:
—¿Ya? ¿Estás listo para irnos?
—¿La llevo a algún lado? Si usted me permite…
—Por supuesto. Llévame a sentirme mujer, a mirar nacer el amor y todo lo que
me pueda dar. ¡Llévame, querido!
—Señora, si usted me indica por dónde…
—¿Yo? Pero si ahí está la iglesia, enfrente. El padre nos espera. ¿Luzco hermosa
en mi traje de novia?
De pronto, se levantó y giró con una agilidad inesperada.
—Naturalmente, está usted más hermosa que la mañana…
—Ah, mi cadete. ¡Pero vamos…!
Con la chamarra bajo el brazo la seguí. Sin sospechar por qué motivo,
acompañaba a una venerable anciana a la iglesia de la Coronación. No es difícil
imaginar el contraste que hacíamos: ella octogenaria y alegre, de traje nupcial; yo,
veinteañero y desconcertado, de tenis y pants.
—Mi padre mandó tapizar la iglesia. Me dio a escoger las flores, y escogí rosas
blancas. Sólo pétalos de rosas blancas por todas partes —me dijo al cruzar la calle.
—Se va a ver como una nube —añadí.
—Ay, Luis Antonio, las muchachas ya han de estar dentro para recogerme el velo.
¿Trajiste los anillos?
—Yo…
—No te preocupes. Eres tan distraído…
Entramos en la iglesia y el silencio era sepulcral. No sabía si las imágenes me
condenaban o eximían por lo que estaba haciendo. Pasamos hasta el fondo y nos
dirigimos a un sacristán que limpiaba los candeleros.
—¿Podría decirle al padre que ya estamos aquí, por favor? —indicó mi
acompañante en un tono que más exigía que suplicaba.
El sacristán se volvió y se me quedó viendo. Luego, caminó y se perdió tras el
altar.
—¿Ya te confesaste? —me preguntó.
—Sí —tuve que mentir.
Pero mi sorpresa aumentó cuando después de algunos minutos apareció un viejo
sacerdote, seguido por el sacristán. Sin detenerse en formalismos, se situó delante de
nosotros y dijo:
—Hijos míos, tómense la mano. Ahora, yo les pregunto. Leonor: ¿estás dispuesta
a casarte con Luis Antonio?
—Sí, padre.
—Luis Antonio: ¿estás dispuesto a casarte con Leonor?
Iba a gritar que bastaba, que era suficiente, que suspendiera esa farsa, pero lo
único que alcancé a pronunciar fue «Sí, padre».
—Bueno, pues están casados. Vayan en paz y que Dios los bendiga.
Al momento, Leonor —ahora sabía su nombre— me condujo a la salida.
Caminaba pausadamente y rebosante de dicha, como lo haría la novia más feliz del
mundo. La ternura y la felicidad resplandecían en su rostro. De vez en vez escurría su
mirada por las bancas y entonces agradecía su presencia a personajes invisibles.
Al llegar a la puerta, me susurró: «Te amo tanto, y te ves tan bello. Voy a
cambiarme y ahora regreso. Luis Antonio, te amo tanto…» Y desapareció. Corrió y
corrió internándose en el parque. Mi primera intención fue seguirla, pero preferí
dejarla. Su traje fue diluyéndose en la resbaladilla, los columpios, las flores, el ruido
de la jornada que empezaba.
(Eusebio Ruvalcaba, ¿Nunca te amarraron las manos de chiquito?, Planeta, 1990)
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