¿QUÉ LLEVO A HEMINGWAY A KETCHUM?
Ketchum, Idaho
«Aquel pobre viejo. Solía pasear por allí, por la carretera, al atardecer. Era tan
frágil y estaba tan delgado y parecía tan viejo, que daba no sé qué verle allí. A mí
siempre me daba miedo que le pillara un coche, y habría sido horrible que muriese
así. Me daban ganas de salir y decirle que tuviera cuidado, y si hubiera sido otra
persona lo habría hecho, pero con Hemingway era distinto».
El vecino se encogió de hombros y miró hacia la casa vacía de Ernest
Hemingway, un chalet de aspecto acogedor, con un gran par de cuernos de alce en la
entrada. Está edificado en una colina que mira hacia el río Big Wood, y, pasado el
valle, a las montañas Sawtooth.
A kilómetro y medio, o así, en un pequeño cementerio del extremo norte del
pueblo, está la sencilla tumba de Hemingway, bajo la sombra vespertina de Monte
Baldy y las pistas de esquí de Sun Valley.
Más allá de Monte Baldy están los pastos altos de la Reserva Forestal del río
Wood, donde pastan en verano miles de ovejas, que cuidan pastores vascos de los
Pirineos. La tumba está cubierta de una gruesa capa de nieve todo el invierno, pero,
en el verano, aparecen los turistas y se fotografían junto a ella. El verano pasado fue
un problema porque la gente se llevaba la tierra a puñados como recuerdo.
Cuando la noticia de su muerte ocupó los titulares de los periódicos en 1961, no
debí ser el único que se sorprendió más que por el suicidio por el hecho de que la
noticia llegase fechada en Ketchum, Idaho. ¿Por qué vivía allí? ¿Cuándo había
abandonado Cuba, donde casi todo el mundo le suponía luchando contra lo que él
sabía que era su último plazo para lograr la Gran Novela tan prometida?
Los periódicos nunca respondieron a esas preguntas (al menos para mí), así que la
semana pasada, con una sensación de curiosidad insatisfecha, subí por la larga y
desolada carretera que lleva a Ketchum, por la cuenca que separa los valles del Magic
y del río Wood, atravesando Shoshone y Bellevue y Hailey (pueblo natal de Ezra
Pound) y pasando Jack's Rock Shop, en la 93, hasta llegar al propio Ketchum, que es
un pueblo de 683 habitantes.
Cualquiera que se considere escritor, e incluso lector serio, ha de preguntarse, sin
duda, qué podía tener este pueblecito remoto de Idaho para pulsar una fibra tan
sensible en el escritor más famoso de Norteamérica. Había estado viviendo aquí
esporádicamente desde 1938 y, por último, en 1960, compró una casa a la salida
misma del pueblo y, no por azar, a diez minutos de coche de Sun Valley, que está tan
cerca de Ketchum que, en realidad, son una misma cosa.
Las respuestas podrían ser aleccionadoras: no sólo como clave del propio
Hemingway, sino por una cuestión que él se planteó a menudo, incluso en letra
impresa. «No tenemos grandes escritores —le explica al austríaco en Las verdes
colinas de África—. No sé qué les pasa a nuestros buenos escritores cuando llegan a
cierta edad… Convertimos a nuestros escritores en algo muy raro, ¿sabes?… les
destruimos de diversos modos». Pero ni el propio Hemingway pareció descubrir de
qué modo estaban destruyéndole a él y, en consecuencia, nunca supo evitarlo.
Aún así, él sabía que algo malo les había pasado a él y a su obra, y, después de
pasar unos días en Ketchum, tenías la sensación de que había venido aquí
exactamente por esa razón. Pues fue aquí, en los años que precedieron y siguieron a
la Segunda Guerra Mundial, a donde vino a cazar y a esquiar y a correrla por los
bares locales, con Gary Cooper y Robert Taylor y todos los demás famosos que
venían a Sun Valley cuando el lugar aún destacaba en el mapa de diversiones de la
cafe society.
Aquéllos eran «los buenos tiempos», y Hemingway jamás logró superar el hecho
de que no persistieran. Estuvo aquí con su tercera esposa en 1947, pero luego se
instaló en Cuba y no volvió hasta doce años después y ya era, entonces, un hombre
distinto, con otra esposa, Mary, y una visión distinta del mundo, de un mundo que en
tiempos había logrado «ver claro y como un todo».
Ketchum era quizás el único lugar de su mundo que no había cambiado
radicalmente desde los buenos tiempos. Europa se había transformado por completo,
África estaba iniciando una conmoción generalizada, y hasta Cuba, por último,
estalló bajo sus pies como un volcán. Los educadores de Castro enseñaban que
«Míster Way» había estado explotándoles, y, a su edad, no tenía humor ya para
aguantar más hostilidad de la inevitable.
Sólo Ketchum parecía inmutable y fue aquí donde decidió atrincherarse. Pero
también aquí hubo cambios: Sun Valley no era ya un refugio de invierno
deslumbrante y lleno de celebridades para los ricos y para los famosos, sino sólo una
buena estación de esquí más en una liga dura. «La gente aquí estaba acostumbrada a
él —dice Chuck Atkinson, propietario de un motel de Ketchum—. No le molestaban
y él lo agradecía. La época que más le gustaba era el otoño. Bajábamos a Shoshone al
faisán o íbamos al río a los patos. Era un buen tirador, incluso al final, cuando estaba
enfermo».
Hemingway tuvo pocos amigos en Ketchum. Chuck Atkinson fue uno, y cuando
le vi una mañana en su casa, que queda en un alto dominando el pueblo, acababa de
recibir un ejemplar de Fiesta. «Me lo mandó Mary desde Nueva York —explicó—.
Leí una parte después del desayuno. Es bueno, parece más propio de él que otras
cosas que escribió».
Otro de sus amigos fue Taylor «Rastro-de-oso» Williams, un guía veterano que
murió el año pasado y fue enterrado junto al hombre que le dio el manuscrito original
de Por quién doblan las campanas. Era «Rastro-de-oso» quien llevaba a Hemingway
a las montañas tras el alce, el oso y el antílope en los tiempos en que «Papá» era aún
un cazador de carne.
Como es natural, Hemíngway ha adquirido un buen puñado de amigos después de
su muerte. «¿Está usted escribiendo un artículo sobre Ketchum? —me preguntó el
encargado de un bar—. ¿Por qué no hace uno con toda la gente que conoció a
Hemingway? A veces, tengo la sensación de que soy la única persona del pueblo que
no le conocía».
Charley Masón, pianista itinerante, es una de las pocas personas que pasaron
mucho tiempo con él, principalmente escuchando, porque «cuando Ernie llevaba
unos tragos encima, podía pasarse horas explicando toda clase de historias. Era mejor
que leer sus libros».
Conocí a Masón en el club Sawtooth, en la Calle Mayor, cuando entró a tomar un
café. Ha dejado de beber últimamente y la gente que le conoce dice que parece diez
años más joven. Mientras hablábamos, tuve la extraña sensación de que era una
especie de creación de Hemingway, que se había escapado de uno de sus relatos
cortos de la primera época.
«Era un gran bebedor —me dijo Masón con una risilla—. Recuerdo una vez en el
Tramp [una taberna local], hace pocos años; estaba él con dos cubanos; uno era un
negro enorme, un traficante de armas que conoció en la guerra española, y el otro, un
hombrecito muy delicado, un neurocirujano de La Habana que tenía unas manos finas
como las de un músico. Duró tres días la cosa. Estaban borrachos de vino y
farfullaban en español, como revolucionarios. Una tarde que estaba yo allí,
Hemingway sacó el mantel a cuadros de la mesa y él y el otro grande se turnaron
mientras el médico hacía de toro. Ellos daban vueltas y meneaban el mantel… algo
tremendo».
Otro día, al atardecer, en Sun Valley, Masón hizo un descanso y se sentó un rato a
la mesa de Hemingway. En el curso de la conversación, le preguntó qué hacía falta
«para entrar en la vida literaria, o en cualquier otro campo artístico, en realidad».
«Bueno —dijo Hemingway—. Yo sólo vivo de una cosa: de tener poder de
convicción y de saber lo que hay que eliminar».
Esto mismo ya lo había dicho antes, pero si aún lo creía en el invierno de su vida,
es ya otra cuestión. Hay bastantes pruebas de que no siempre estaba seguro de lo que
había que eliminar, y muy pocas que demuestren que su poder de convicción
sobreviviese a la guerra.
Ese poder de convicción es algo que a todo escritor le cuesta mantener, y sobre
todo en cuanto toma conciencia de él. Fitzgerald se desmoronó cuando el mundo dejó
de bailar al son de su música; la confianza de Faulkner se hundió cuando tuvo que
enfrentarse a negros del siglo veinte, en vez de a los símbolos negros de sus libros; y
cuando Dos Passos intentó cambiar sus convicciones perdió su poder.
Hoy tenemos a Mailer, a Johnes y a Styron, tres grandes escritores en potencia,
atascados en lo que parece ser una crisis de valores, provocada, como la de
Hemingway, por la naturaleza ruin de un mundo que no se está quieto el tiempo
suficiente para que ellos lo vean bien como un todo.
No es sólo una crisis de escritores, pero ellos son las víctimas más patentes
porque la función teórica del arte es poner orden en el caos, orden ya difícil de
cumplir si el caos es estático, y tarea sobrehumana en una época en que el caos se
está multiplicando.
Hemingway no era un político. A él no le interesaban los movimientos políticos,
pero en sus obras abordaba las presiones y tensiones que pesaban sobre los
individuos en un mundo que, antes de la Segunda Guerra Mundial, parecía
muchísimo menos complicado de lo que lo ha sido a partir de entonces. Bien o mal,
su gusto se inclinaba por las concepciones grandes y simples (aunque no fáciles): por
blancos y negros, como si dijésemos, y no se sentía cómodo con la multitud de
matices y tonos grises que parecen ser la ola del futuro.
No era la ola de Hemingway y volvió, en fin, a Ketchum, preguntándose sin
cesar, dice Masón, por qué no le habrían matado años atrás en acción violenta, en
alguna otra parte del globo.
Aquí, al menos, tenía montes y un buen río bajo su casa; podía vivir entre gente
sencilla y no política y ver, cuando quisiese, a algunos de sus amigos famosos que
aún subían hasta Sun Valley. Podía sentarse en el Tramp o el Alpíne o en el Club
Sawtooth y hablar con hombres que pensaban de la vida lo mismo que él, aunque no
supiesen explicarse tan bien. En esta atmósfera familiar creía poder librarse de las
presiones de un mundo enloquecido y «escribir de verdad» sobre la vida como había
hecho en el pasado.
Ketchum era el Big Two Hearted River de Hemingway, quien escribió su propio
epitafio en el relato del mismo título, igual que escribió Scott Fitzgerald su epitafio en
un libro titulado El gran Gatsby. Ninguno de los dos entendía las vibraciones de un
mundo que les había derribado de sus tronos, pero Fitzgerald fue, de los dos, el que
mostró más flexibilidad. Su inacabado El último magnate fue una tentativa sincera de
captar la realidad y de atenerse a ella, por muy desagradable que le pudiera parecer.
Hemingway jamás hizo ese esfuerzo. Con los años, el vigor de su juventud se
convirtió en rigidez y su último libro trataba de París en los años veinte.
Situándose en una esquina del centro de Ketchum, es fácil imaginar la conexión
que Hemingway debía establecer entre este lugar y los que había conocido en los
buenos tiempos. Aparte de la belleza brutal de las montañas, debía percibir una
distinción atávica en la gente, que excitaba su sentido de las posibilidades dramáticas.
Es un pueblecito rústico y pacífico, sobre todo fuera de temporada, cuando no hay
esquiadores invernales ni pescadores estivales que diluyan la imagen. Sólo estaba
pavimentada la Calle Mayor; casi todas las demás son sólo sendas de grava y tierra y,
a veces, parecen simplemente cruzar los jardines de las casas.
Desde esta posición ventajosa, uno tiende a creer que, en realidad, no es tan difícil
ver el mundo claro y como un todo. Como otros escritores, Hemingway hizo su mejor
obra cuando creyó que se apoyaba en algo sólido… como una ladera de Idaho o un
sentimiento de convicción.
Quizás descubriese lo que vino aquí a buscar, pero hay muchísimas posibilidades
de que no lo descubriese. Era un hombre viejo, enfermo y con muchos problemas, y
la ilusión de paz y satisfacción no le bastaban… ni siquiera cuando venían sus amigos
de Cuba y jugaban con él a los toros en el Tramp. Así que, al final, y por lo que él
debió considerar la mejor de las razones, puso fin al asunto con una escopeta.
National Observer, 25 de mayo de 1964
(Hunter S. Thompson, La gran caza del tiburón, Editorial Anagrama, 2012)
No hay comentarios:
Publicar un comentario