SIETE EN PUNTO: OXFORD
Me llamo Charles Highway, aunque si pudiesen echarme una ojeada seguro que
jamás se lo imaginarían. Es un apellido enérgico, viajado, cipotudo, y por mi aspecto
nadie deduciría ninguna de esas cualidades. Empezando porque llevo gafas, y las
llevo desde los nueve años. Y porque mi figura de estatura mediana, desprovista de
culo y de cintura, con una caja torácica ondulada y piernas estevadas borra todo
indicio de aplomo. (En ningún sentido, por cierto, debería confundirse este modelo
con el tipo ágil y elástico tan popular entre mis contemporáneos. No nos parecemos
en nada. Recuerdo que tenía que hacerme un par de dobleces en los extremos de mis
pantalones, y que rellenaba sus fondillos con camisas de talla de adulto. Ahora elijo
mi ropa más reflexivamente, aunque lo que ha mejorado no es mi gusto sino mi
intuición). Pero sí poseo una de esas voces cachondas que ahora están de moda, esas
que acostumbran a tener un irónico gangueo y que resultan excelentes para inquietar
a los mayores. Y supongo que, además, mi rostro tiene expresiones extrañamente
amedrentadoras. Es anguloso, pero delicado; nariz larga y delgada, labios anchos y
delgados…, y unos ojos: con pestañas exuberantes, ocre oscuro salpicado de motitas
siena tostada… Ay, qué pobres resultan las palabras.
El dato más importante, sin embargo, es que tengo diecinueve años de edad, y que
mañana cumplo los veinte.
Los veinte son, naturalmente, la frontera decisiva. Los dieciséis, dieciocho,
veintiuno no son más que mojones arbitrarios que solo te permiten ser detenido por
evasión de impuestos, contraer matrimonio, ser sodomizado, ejecutado, y así
sucesivamente: cosas exteriores. Naturalmente, yo evito como la peste doctrinas tales
como la que dice que «somos jóvenes mientras nos sentimos jóvenes», la cual ha sido
sin duda alguna la causa de que tantos elegantes cincuentones hayan caído muertos en
sus monos deportivos, de que tantos ojerosos hippies hayan quedado fuera de juego
víctimas de una sobredosis, de que a tantos precarios maricas les hayan partido la
crisma autostopistas salvajes. Los veinte pueden no ser el comienzo de la madurez,
pero les aseguro que marcan para todos el final de la juventud.
jamás se lo imaginarían. Es un apellido enérgico, viajado, cipotudo, y por mi aspecto
nadie deduciría ninguna de esas cualidades. Empezando porque llevo gafas, y las
llevo desde los nueve años. Y porque mi figura de estatura mediana, desprovista de
culo y de cintura, con una caja torácica ondulada y piernas estevadas borra todo
indicio de aplomo. (En ningún sentido, por cierto, debería confundirse este modelo
con el tipo ágil y elástico tan popular entre mis contemporáneos. No nos parecemos
en nada. Recuerdo que tenía que hacerme un par de dobleces en los extremos de mis
pantalones, y que rellenaba sus fondillos con camisas de talla de adulto. Ahora elijo
mi ropa más reflexivamente, aunque lo que ha mejorado no es mi gusto sino mi
intuición). Pero sí poseo una de esas voces cachondas que ahora están de moda, esas
que acostumbran a tener un irónico gangueo y que resultan excelentes para inquietar
a los mayores. Y supongo que, además, mi rostro tiene expresiones extrañamente
amedrentadoras. Es anguloso, pero delicado; nariz larga y delgada, labios anchos y
delgados…, y unos ojos: con pestañas exuberantes, ocre oscuro salpicado de motitas
siena tostada… Ay, qué pobres resultan las palabras.
El dato más importante, sin embargo, es que tengo diecinueve años de edad, y que
mañana cumplo los veinte.
Los veinte son, naturalmente, la frontera decisiva. Los dieciséis, dieciocho,
veintiuno no son más que mojones arbitrarios que solo te permiten ser detenido por
evasión de impuestos, contraer matrimonio, ser sodomizado, ejecutado, y así
sucesivamente: cosas exteriores. Naturalmente, yo evito como la peste doctrinas tales
como la que dice que «somos jóvenes mientras nos sentimos jóvenes», la cual ha sido
sin duda alguna la causa de que tantos elegantes cincuentones hayan caído muertos en
sus monos deportivos, de que tantos ojerosos hippies hayan quedado fuera de juego
víctimas de una sobredosis, de que a tantos precarios maricas les hayan partido la
crisma autostopistas salvajes. Los veinte pueden no ser el comienzo de la madurez,
pero les aseguro que marcan para todos el final de la juventud.
(fragmento de la novela)
(Martin Amis, El libro de Rachel, Editorial Anagrama, 2006)
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