La calidad de científico-etnólogo
y explorador de mi padre le obligó a dejarme en manos de unos tíos y a confiar
mi educación a ellos, lo que también se debió a la inexistencia de una madre
—mi madre había muerto al nacer yo—. Su muerte, y la repercusión que tuvo en
Angus Brown —tal era el nombre de mi padre—, y que se tradujo en miradas de
reproche demasiado explícitas, me hicieron desde un principio considerar mi
existencia como algo innoble que debía ser ocultado.
Hasta ser mayor de edad viví casi
completamente solo, ya que mis compañeros de escuela y de universidad sólo me
inspiraban un profundo miedo: puede decirse que fue el miedo el único
sentimiento que dio algo de vida a mi alma, y el único que siempre me llegaron
a inspirar los seres humanos; de manera que los escasos movimientos que alguna
vez hice para acercarme a ellos fueron torpes y desmesurados, y sus resultados,
que en ninguna ocasión dejaron de ser desastrosos, me alejaron aún más de una
humanidad que acabé detestando casi tanto como a mí mismo. Mis exiguas
esperanzas estaban concentradas todas en la figura de mi padre, cuyo rechazo
había fundado al parecer mi existencia; un rechazo que nunca dejé de esperar
que algún impreciso milagro transformara en amor.
Fue exactamente cuando alcancé la
mayoría de edad cuando el hombre en tomo al cual se había anudado la
insolubilidad de mi vida nos dio a todos —empezando por mis tíos— una gran
sorpresa, casándose por segunda vez. En efecto, de sobra me era conocido el
gran amor que profesó siempre a mi madre; en especial porque mi abandono
hablaba de ella demasiado expresivamente. Su segunda mujer, nos decía en sus
cartas, era una doctora escandinava, colega suya en el Brasil, a la que había
conocido inesperadamente en el curso de su última expedición a los lugares más
oscuros del Amazonas. Ella formaba parte de otra expedición científica paralela
a la suya, y nada más conocerse se habían enamorado. Su nombre de soltera era
Julia Black, y a juzgar tanto por las palabras hiper-elogiosas de mi padre como
por algunas fotos que nos envió, era una joven singularmente hermosa,
extremadamente rubia, alta y fuerte, curtida por aquellos climas…
Bastó aquello para que mis tíos,
que eran hermanos de mi primera madre, se pusieran de nuevo a murmurar de su
cuñado, diciendo que «ese Brown» como le llamaban, nunca había querido a mi
primera madre, y llegando incluso a insinuar —naturalmente que no en mi
presencia, pero mi principal venganza contra ellos consistía en espiarlos—
sospechas que ya les había oído pronunciar desde mi más temprana infancia, pero
que sólo ahora comprendía: lo creían impotente, e incluso homosexual. No sé, ni
quiero saber, porque demasiado me lo imagino, cómo explicaban mi horrendo
nacimiento, pero el caso es que así pensaban respecto a mi padre. Y eso fue lo
que en ellos motivó la sorpresa ante su segundo matrimonio, no la creencia en
el amor a quien pagó con su vida mi nacimiento, amor éste del que. pese a la
evidencia, habían siempre descreído. Esa maligna sorpresa, pues, sólo fue
desviada por un rasgo que le atribuían a la sustituía de su hermana, y que era,
al decir de ellos, una marcada masculinidad.
Un día les oí, en efecto, decir: «Las delicadezas de Agnes (ése era el nombre
de mi primera madre) no eran para ese m…; no es extraño que prefiera a ese
virago»; y no sé entonces qué me detuvo para entrar donde ellos y gritarles que
su «educación» había fracasado con estruendo, porque, pese a sus esfuerzos para
que yo no fuera un Brown, mi padre era aún lo único que amaba.
*
A raíz de este segundo matrimonio
me di cuenta, sin embargo, de que el recuerdo de Agnes no había a pesar de todo
disminuido lo bastante en mi padre para que yo gozara de alguna acogida en su
espíritu: las cartas que entonces me envió repletas de negativas apoyadas en
los pretextos más frágiles, con respecto a mi propuesta de acompañarle ahora, y
a mi demanda de conocer a mi madrastra, indicaban a las claras que tampoco
ahora, no sé si por la misma causa que antaño o por alguna otra razón, mi
presencia le agradaba lo más mínimo.
Sin embargo, aquel matrimonio
había de durar poco: no tardarían en llegar otras cartas en las que comenzaba a
dar noticia de una extraña enfermedad, de síntomas bastante indefinidos, y que
tanto él como los médicos creían había contraído en aquellas regiones
completamente inexploradas hasta entonces, en las que había conocido a Julia:
se trataba, al parecer, por las explicaciones que él daba, de una extraña y
progresiva pérdida de la vitalidad,
de una fatiga sobrenatural que le invadía cada vez en mayor medida, antes
esfuerzos más y más mínimos. Como también decía que esta extraña dolencia iba
acompañada de trastornos emotivos —hablaba de profundas depresiones— e incluso
intelectuales, no necesito decir que mis tíos se apresuraron a pensar que se
trataba de una enfermedad mental, sin más complicaciones —porque, para la gente
cuya salud es su estupidez, esta «explicación» lo torna todo en extremo
«simple». Debo confesar que, por mi parte, acogí esa enfermedad con cierto
agrado, porque sólo ella, y el presagio quizás de una muerte cercana, me
acercaban por primera vez a mi padre. Pero pronto, para contradecir las
sospechas malignas de mis tíos y arrebatarme a mí aquella alegría egoísta,
habría de saber, por una breve y retórica comunicación de mi segunda madre, que
mi única esperanza había muerto. Sí, muerto, simplemente, pese a que yo jamás
podría comprenderlo. Mi vida se extendía ante mí desde ese instante con toda su
ridiculez, como una broma. Sin embargo, aún me quedaba aquella mujer para poder
llamarla «madre»: y con desesperación me aferré a lo poco que me quedaba, que
era ella. Le escribí entonces cartas tan encendidas diciéndole que mi mayor
deseo ahora era tratar de consolarla, y añadiendo además el pretexto de poder
asistir a la lectura de un testamento que por lo demás me parecía improbable
(dados los escasos bienes que con toda seguridad había dejado mi padre), que no
tuvo más remedio que agradecérmelo y contestarme, expresando un vago
consentimiento de que podía ir allí cuando gustase.
Mi propósito, debo reseñarlo, no
sólo era conocerla, sino también indagar las verdaderas causas de aquella
enfermedad y de aquella muerte oscura, porque presentía que había en todo ello
algo extraño, mucho más extraño que una extraña y desconocida enfermedad de los
trópicos; aunque nada de esto le dije a la que esperaba fuera en verdad mi
segunda madre, o, dado que no había conocido a aquella otra a la que había dado
muerte involuntariamente, acaso mi primera y única madre.
Y, animado por ese doble
propósito, me despedí con verdadero alivio de mis tíos y me dispuse a emprender
el largo viaje hasta el Brasil, con algo de dinero que me prestaron algunos
amigos de mi padre.
*
En verdad que nunca pensé que me
resultaría tan difícil llegar a la ciudad brasileña de Obidos, en el Bajo
Amazonas, que era el lugar donde había vivido mi padre mayor tiempo y donde
había muerto, al tiempo que el sitio en el que —suponía— me esperaba mi
«segunda madre», como empezaba a llamarla en mi pensamiento. El barco que me
trasladó desde Europa me dejó en Río, y desde allí emprendí el viaje por
tierra, parte en jeep y parte a lomos de mulos: un viaje de miles de kilómetros
por caminos apenas visibles, si no inexistentes, a través de lugares que tenían
todo el colorido de lo que no existe: selvas y altas montañas, como en una mala
novela de aventuras —esta vez sin héroe—. Mi única ayuda fue un guía indígena
que me proporcionaron, en la capital, unos amigos de mi difunto padre en cuya
casa me había hospedado durante mi breve permanencia en aquella ciudad abigarrada.
Debo decir que lo que me animó a
continuar hasta el final esa imposibilidad que fue mi viaje, fue sobre todo, al
margen de los motivos ya mencionados, la vaga esperanza de compensar así a mi
padre de alguna forma por aquel daño que al nacer le había hecho y de escribir
con mi fatiga un homenaje desesperado a su nombre.
Finalmente pude ver el gran río,
el Amazonas, que mi padre, por lo que había oído decir innumerables veces a mis
tíos, al tiempo que por lo que yo había podido deducir de sus cartas escasas,
había amado tanto.
Días más tarde llegué a Obidos:
Obidos es una capital-capital sí, de la comarca del mismo nombre —cuya
población era —y a buen seguro lo seguirá siendo en el futuro, si es que no
decrece— de unos 20.000 habitantes, casi todos indios, descendientes, de los
Pauxis, que fueron los primitivos habitantes de aquel laberinto, y cuyo nombre
llevó la zona en el tiempo en que se abría como un bostezo a la historia.
Las construcciones oscilaban allí
por aquel entonces entre unas pocas viviendas de marcado estilo colonial, y una
inmensa mayoría de húmedas cabañas pertenecientes a los indios, cuya
muchedumbre cercaba las casas de los blancos como una boca ávida de cerrarse.
Los habitantes de estas últimas, pese a las leyendas que los designan como
perezosos, no dejaban nunca de agitarse de un lado a otro, como insectos, y al
igual que ellos animados de una misteriosa vida psíquica colectiva, y no individual: aquello parecía un vasto hormigueo en
el que los blancos desempeñaran el papel de hormigas y los otros el de los
misteriosos pulgones —esos esclavos casi invisibles.
Mi madrastra, debido a la
incertidumbre de los medios de transporte que habrían de llevarme hasta ella y
a mi desconocimiento de aquella ciudad, me aguardó en su casa —en la casa de mi
padre— en lugar de ir a esperarme a lugar alguno. Y gracias a mi guía indígena
que, pese a no saber tampoco el emplazamiento de aquella casa, hizo las
averiguaciones correspondientes cerca de sus hermanos de raza, pronto me
encontré frente a un pórtico colonial cuya puerta se abrió a la primera llamada
dejando ver a aquella mujer singular.
Me pareció, al natural, aún más
atractiva de lo que yo había podido ver en las fotografías: semejante a un
sueño habido en aquellas tierras, o acaso a un despertar. Así pues, mi primera
reacción fue de entusiasmo al contemplar su realidad como un asombro. La
abracé, con miedo, porque yo era al fin un extraño. Ella me devolvió el abrazo
y me invitó a entrar, con palabras banales y una sonrisa. Ya dentro, tardé en
hablar, pero cuando lo hice fue sin parar, feliz en el habla porque en ella me
olvidaba. Recuerdo que rió alguna que otra vez.
Fue sólo al cabo de un rato de
estar con ella cuando sentí una sensación que no sabía si era imaginada o tenía
por el contrario la bajeza de lo real: me pareció que me miraba con algo así
como avidez, no como al hijo de su marido ni tampoco como a su hijo, sino como
a un posible amante. Aquello me repelió, porque yo no quería a una amante, sino
a alguien que imitara bien la palabra «madre»; y, sin embargo, aquella
impresión, de ser cierta, hubiera correspondido a un hecho, si bien indigno,
explicable por cuanto ella era mucho más joven que mi padre, y tenía sólo
quizás unos pocos años más que yo. Pero yo buscaba una palabra y no un ser
vivo.
*
Aquella primera noche que cayó
sobre mí estando en casa de mi segunda madre, inseguro como un huésped del
azar, pues nada sabía de lo que habría de ocurrir, tuve una pesadilla que
habría luego de repetirse, como lo abyecto. Su protagonista era mi madre, pero
transformada, con rostro y cuerpo de hombre: la vi en esa facha masticando con
codicia unos huesos que recordaba habían sido antes yo. y extrayendo con
delicia su tuétano para también devorarlo. Pero lo extraño era que sentía
aquello yo también como una voluptuosidad —unas enormes carcajadas servían de
coro e inquietud—, y pensé —en mi sueño— que era yo quien me reía de mí mismo,
y de mi muerte: todo ocurría en las márgenes de un río.
Al despertar, consideré el acto
caníbal una metáfora del deseo de mí que había creído ver en mi madre, y
atribuí mi propio placer a ese triste símbolo que es el Edipo. En cuanto a las
aguas que bordeaban aquel gesto, se limitaban a apoyarlo, porque el agua, como
yo sabía —por mis conocimientos de esa ciencia supuesta que es el
«psicoanálisis»—, simbolizaba el mal.
Lo verdadero se demostró ser,
después de esa interpretación, sólo el infinito calor que reinaba en mi
habitación, que a buen seguro había contribuido a formar la pesadilla.
Esa misma mañana habría de conocer
a la única sirviente de la casa, que por lo que supe lo fue siempre de mi padre
desde que él habitó esta ciudad, y que el día de mi llegada estaba fuera. Era
una india vieja, rugosa como la tierra que a fuerza de hollarla tiene sentido y
nombre. Pronto descubrí que era aborrecida de mi segunda madre, quien la
insultaba y maltrataba tanto como podía, con esa crueldad que empleamos para lo
inútil, para lo solo, o para la verdad. La vieja sentía por aquella a la que le
costaba trabajo dar el apodo respetuoso de «señora», un odio parecido o quizá
mayor; tanto es así que me preguntaba por qué no se habría marchado de ahí
después de morir mi padre —tal vez porque el odio es una amistad, y une más que
cualquier sentimiento—. Al tiempo que ese odio, había, al menos eso creí
observar, un extraño pavor en las miradas que aquella terca superviviente —a mi
padre y a sí misma— dirigía a la que me empeñé en llamar «madre»; y digo
extraño aunque, pensándolo bien, nada más fácil que ese miedo ante un ser que
estaba siempre a punto de maltratarla, y que se comportaba con ella lo mismo
que con un sapo.
De cualquier modo, la vida en
aquella casa se me hizo poco a poco bastante agradable; Julia me trataba con
igual cariño que si yo fuera mi padre, con la misma ternura ávida con la que le
debió acariciar; me relataba anécdotas de sus expediciones y de las de Angus,
como ella le llamaba, me hablaba también de él a secas adivinando mis torpes
deseos de tener un nombre, y un día llegó incluso a halagarme diciéndome cuánto
se había sorprendido al verme por vez primera, al observar que era idéntico al
muerto, tanto que creyó con terror que él había vuelto de donde no se vuelve.
Únicamente me produjo extrañeza
que evitara referirse a la enfermedad y a la agonía inverosímiles de mi padre;
me conformé, sin embargo, con darle a esto la explicación humana del dolor, que
a veces, es sabido, no quiere multiplicarse con la herida de la palabra.
Para compensar esa laguna en su
discurso, decidí acudir a la vieja sirvienta, quien, después de muchas
intentonas fallidas de acercamiento, poco a poco me convidó a sus recuerdos.
Me relató con horror el aspecto
que ofrecía mi padre en los últimos días, y después de muerto: anormalmente
enflaquecido, la cara chupada, los ojos hundidos; dijo que parecía mucho más
viejo de lo que era realmente, y que en verdad le había parecido —añadió
dejando ver en una amarga sonrisa sus dientes podridos y negros—, de todos los
cadáveres, el que más se parecía a esa palabra. Le pregunté si sospechaba las
causas de aquello, y me contestó —tras de haberse permitido una vacilación y un
miedo— señalando lentamente hacia la habitación de mi madre. Y como no se
atrevió o no supo decirme más, atribuí aquello a un propósito incoherente de
vengarse de su ama detestada, achacándole cosas de las que sólo Dios, o su
hermano el diablo, puede ser culpable.
Y el aspecto hediondo de la
vieja, en contraposición al de mi atrayente madrastra, reforzó, he de decirlo,
aquella sospecha de falsedad.
De cualquier modo, aquel gesto
siniestro de su mano había logrado inquietarme, lo que, unido al calor y a la
sospecha de una pesadilla debida a él como la del primer día, me impidió
dormir, de manera que me levanté y me dirigí a lo que según me había dicho
Julia fue el despacho de mi padre, con el propósito de explorar su biblioteca
en busca de una lectura.
Al examinar ésta, me quedé
profundamente sorprendido. Aquello parecía más bien la biblioteca de un niño
que la de un científico. Apenas había estudios serios de antropología o étnica,
mientras que la mayor parte de los volúmenes eran recopilaciones de leyendas
—más que sobre el río Amazonas sobre su nombre: es decir, acerca del mito de
las Amazonas. Por el contrario, la realidad del río y de su población aparecía
menospreciada, en algunos breves libros sobre el tema.
La abundancia eran, como digo,
estudios sobre el mito griego de las Amazonas; también infolios dedicados a la
vida del explorador español Orellana, cuya experiencia improbable en los
márgenes del gran río, en los que creyó haber luchado con guerreras parecidas a
las Amazonas legendarias, dio su nombre a ese inmenso espacio acuático que
antes los misioneros, por su grandeza, habían nombrado «río-mar».
Pero, por si faltara poco para
completar la sensación de extrañeza y desilusión que aquellos hallazgos me
habían producido, allí estaban también montones de recortes de periódicos con
noticias de sucesos infrecuentes (a buen seguro producto también de ese calor
fabricante de pesadillas) acaecidos en el Estado de Amazonas, la mayoría
referentes a asaltos a la población por parte de una suerte de vampiros-hembra,
por así decirlo: algunos de los cuales eran, según relato de los supuestos
testigos, mujeres hermosas e increíblemente rubias, que, para compensar aquel
exceso de belleza, portaban al parecer, como corresponde a cualquier vampiro
que se precie, dientes puntiagudos y horrendos. Finalmente, adornaba la
biblioteca una abundante colección de obras de ocultismo, llena de nombres para
mí desconocidos, al mismo tiempo que libros acerca de herejías como la gnosis,
y algunos tratados sobre el culto hindú de Kali. Ni que decir tiene que todo
aquello me pareció totalmente absurdo, y estuve por pensar que la hipótesis de
mis tíos relativa a la locura de mi padre era desgraciadamente cierta. Pero, de
ser así, su muerte seguía siendo inexplicable, porque nadie muere por estar
loco; la locura es peor que la muerte.
Pero algo aclararía en seguida,
al menos en parte, aquel laberinto de libros y recortes. En efecto, cuando aún
llevaba pocos días en Obidos, fue a visitarme expresamente un íntimo amigo de
mi padre, que se había enterado de mi llegada aun cuando con algo de retraso
(me extrañó, y así se lo dije, que mi madre no le hubiera informado, dado que
era de suponer que se conocían); se trataba de un colega etnólogo que había
acompañado a mi padre en numerosas expediciones y cuyo nombre era John Adams.
AI principio, mis conversaciones con él fueron lo que se denomina «cordiales»,
humanas y faltas de interés, inhibidas dentro del corsé de la «educación» que
es un valor que sólo aprecian los que no confían en la vida. Pero cuando tuvo
alguna confianza conmigo me habló de lo que fue la última obsesión de mi padre,
que había dado lugar tanto a aquella enredada biblioteca como a sus últimas
expediciones. Se trataba, como yo ya sabía por aquella extensa «bibliografía»,
del mito de las Amazonas. Le dije lo poco que yo sabía por los libros aquéllos
o más bien por sus títulos: escasamente más que una alarma. Él me completó la
información rápidamente. Dijo que esa singular obsesión había partido, según él
creía, de un misterioso encuentro en el Alto Amazonas que le había ocasionado
alguna herida: al parecer esa herida había sido la que le trastornara el
sentido, si no la razón, pues ésta la conservó siempre, o al menos hasta que le
atacó la última enfermedad —pues sin duda, añadió, se trató realmente de una
enfermedad orgánica. «En qué consistió ese encuentro, nunca llegué a saberlo,
porque su padre me dijo que prefería no relatarlo por miedo, a que le tomaran
por loco —dijo a este propósito exactamente, según creo recordar—, que callarse
o hablar de ello era siniestramente igual, porque de cualquier forma nadie le
daría crédito; sin embargo, no debió tratarse más que de un encuentro con
alguna tribu salvaje o caníbal, del que escapó por milagro, y que le ocasionó
un shock que favoreció la formación de su idea fija. Después de ese desdichado
encuentro, se había entregado a la lectura con ferocidad: los libros que usted
ha encontrado son como el semen seco de aquel arrebato casi sexual. Había
explorado en principio todo lo relativo al mito griego de las Amazonas, después
algunos datos de las leyendas precolombinas que él ligó a ese mito por medio de
una conexión imaginaria; y finalmente se había dedicado nada menos que al ocultismo;
y, aunque muy rara vez me había hablado de sus "hallazgos” en este
dominio, sabiendo sobradamente de mi aversión por ese tipo de
"conocimientos”, sin embargo, lo hizo en alguna ocasión, más que por afán
de una comunicación que el tono desengañado de su voz evidenciaba como no
siendo su esperanza, simplemente, creo, por la razón de que aquello, al menos
hasta su casamiento, era lo único que ocupaba su mente, y no tenía ninguna
otra’ cosa de qué hablar. Por lo que me parece recordar, la justificación que
me dio para ese género de indagaciones fue que, en el dominio del mito y de la
religión, todos los símbolos tuvieron primitivamente un sentido claro y
material, que sólo el polvo había desdibujado, como la vejez hace con los
rostros; así, decía él, se había convertido lo que en principio fue algo
plenamente racional en artículo de fe y en misterio; y el ocultismo, decía, era
lo que estaba más cercano de eso que él llamaba “el núcleo material de la
religión”.»
Mientras Adams hablaba, yo
pensaba para mis adentros que, después de todo eso, no era tan descabellado
como para necesitar atribuirlo a ningún «shock», pero le dejé que continuara
sin interrumpirle.
«Sé lo que está usted pensando,
que no hay aquí nada irracional», dijo entonces leyendo en mi mirada, «pero ya
le dije que la razón nunca la perdió, sólo el sentido: lo inverosímil no era este razonamiento, por otra parte,
sino el ejemplo que proponía para probarlo: en efecto, aludía para ello al
símbolo de la mujer-diablo: la Sophia de los gnósticos, la diosa Kali de los
hindúes, etc., mito del que afirmaba que poseía un fundamento material, que él,
decía, estaba por descubrir.
»Pero parece que estas obsesiones
cesaron a raíz de su segunda boda», continuó Adams, «como si más bien que un
shock o una herida la verdadera causa de aquel delirio hubiera sido la soledad,
y hubiera bastado el amor para ponerle fin. En efecto, después de su boda no
volvió a hablar de amazonas ni de mujeres-diablo, aunque, a decir verdad, en
una ocasión me pareció que alguna huella de anormalidad había quedado en su
cabeza: fue cuando me dijo una vez en un susurro casi ininteligible que “había
pactado con el Demonio”. Nunca supe si aquello era una broma o algo peor.
»Pero, de todos modos, hasta su
enfermedad, seguí sosteniendo con él agradables conversaciones científicas, que
no dejaban lugar a dudas de que el padre de usted no estaba realmente loco,
sólo quizás era algo singular, o estaba un poco neurótico. Su enfermedad no sé
si deterioró sus capacidades intelectuales: es de suponer que lo haría en
alguna medida; lo que sé de cierto le sustrajo fue su facultad de expresarse
correcta y linealmente. Aunque él decía que estaba perdiendo progresivamente su
inteligencia, pero no ya en el sentido de que ésta estuviera sufriendo algún deterioro,
sino literalmente como si la estuviera perdiendo,
como si la enfermedad le estuviera despojando
de ella, como si la inteligencia fuese un objeto, una cosa que nos pudieran
robar. Esa era la tesis que sostenía con firmeza en sus últimos días, y cada
vez con menos claridad, porque a veces creo que aquella enfermedad quizás dañó
seriamente su cerebro.»
Le pregunté entonces cuáles
creían que habían sido las causas de aquella enfermedad, deseoso de una
explicación un poco más racional que el gesto hosco de la criada:
«Bueno, si Obidos hubiera sido
una gran ciudad como aquélla de la que usted viene —Londres, me refiero, ¿no es
cierto que usted vivía allí? —entonces se hubiera podido diagnosticar mejor la
enfermedad, y se hubieran hallado las causas, supongo, aunque a decir verdad la
dolencia era bastante extraña. Sin duda, la contrajo en su última expedición,
donde conoció a la que había de ser su esposa: en aquel viaje encontró, por lo
visto, la felicidad al mismo tiempo que la semilla de la muerte. Por cierto que
fue providencial aquel encuentro con esa otra expedición de la que me dijo que
formaba parte miss Black, porque de otro modo hubiera muerto mucho antes o se
hubiera perdido: en efecto, había emprendido aquella expedición completamente
solo, a excepción de algunos indígenas que al final le abandonaron, por razones
que nunca supe muy claramente.
»Pese a que, como le digo,
aquella enfermedad tenía un innegable fondo orgánico —tan innegable que le
ocasionó la muerte— sin duda también puso en ella mucho de su neurosis; en
efecto, ¿sabe usted lo que me dijo en una ocasión? Me dijo que aquella anormal
debilidad que le quitó la vida le sobrevenía especialmente ¡después del acto
sexual!
»¿No le parece significativo?»
añadió entonces Adams con una sonrisa de complicidad, sabiendo por anteriores
conversaciones que yo tenía algunos conocimientos de psicoanálisis.
Y contesté vagamente que sí, que
eso sin duda debía de ser significativo.
*
Al volver aquel día de casa de
Mr. Adams era de noche cerrada: tanto tiempo había durado su relato, y sus
gestos, al final tan pobres como intensos, por efecto del alcohol que había
bebido junto conmigo. Sin embargo, aquella a la que ya sin vergüenza llamaba
madre estaba aún levantada; había aún luz en su cuarto: y aquel hecho —el de
que aún estuviera levantada a esas horas— me inquietó débilmente; tal vez me
había estado esperando.
Al pasar por su cuarto llamé,
para disipar su inquietud tanto como la mía. Al entrar en él, la abierta
sonrisa que me dirigió, como el amanecer, lo borró todo. Le dije que había
estado charlando con Mr.
Adams, y que me había hecho un
relato parecido a la locura; le pregunté también por qué no dormía; ella me
respondió con una banalidad que recibí con alivio, y que volvió a cerrar la
puerta por la que esa noche se había insinuado lo horrible. Me hizo saber que
había estado leyendo, simplemente, y que la lectura la había desvelado; y
señaló un libro de un tal Ambrose Bierce, que hojeé viendo que estaba abierto
en el lugar de un cuento titulado «la muerte de Halpyn Fraiser»; se trataba,
comentó al ver mi ignorancia, de un relato «fantástico», como se suele decir,
que complicaba el hecho simple que es la muerte hasta hacerlo parecer un lujo:
el lujo que la literatura es. Añadió que se aburría mucho en aquella ciudad, y
me interrogó si a mí no me ocurría lo mismo. «En cierto modo sí», le contesté,
«como decía Proust, cuando una ciudad se conoce, deja de parecerse a su nombre;
y aquélla ya lo había perdido.»; y esta cita de Proust desvió unos minutos la
conversación hacia ese énfasis con que se habla de aquello en que creemos sólo
a guisa de limosna, lo literario. La sensación de calor ocupaba las pausas del
diálogo; y le sugirió una frase: dijo que sólo las moscas merecían esta ciudad
y este país, pero sobre todo la ciudad. «Un día tal vez sean ellas las únicas
habitantes del mundo; y entonces esta ciudad será la capital del planeta, con
toda probabilidad.» Recuerdo que no supe si sonreír. Luego dijo: «Quisiera que
me hablaras más de la vida en Londres. Tal vez decida ir allí».
«No sé cómo es la vida allí», le
contesté, «sólo sé cómo son sus noches.» Y le hablé un poco de la vida nocturna
en Londres, y también de mis horribles tíos. Ella, sin prestar demasiada
atención a mi respuesta lamentable, me aclaró que, pese a haber viajado mucho,
no había estado nunca en Inglaterra, pero que pensaba que debía haber allí más
vida intelectual que en Dinamarca —su país natal— y, por supuesto, que en
Obidos. «No lo creo así» repliqué lacónicamente. Y la conversación, que había
durado lo que dura relatarla, terminó ahí, por mi culpa.
Luego, en mi habitación, con la
luz apagada, poco antes de dormirme, me acuerdo que «pensé», como se piensa
medio dormido, deshilvanadamente, en la razón, que en otra situación de mi alma
me hubiera parecido simplemente inexistente, en por qué los huracanes llevan
siempre nombres de mujer, como la muerte.
A la mañana siguiente, la criada
me trajo el desayuno. Noté claramente que, desde que había podido observar el
cariño que yo profesaba a mi madre, su trato conmigo se había enfriado, casi no
me hablaba, y cuando lo hacía, sus frases eran insignificantes, necesarias.
Pero hubo algo que no logré comprender: cuando le pregunté ansiosamente si mi
madre ya estaba despierta, me miró con una sonrisa que parecía de piedad —hubiera comprendido la
antipatía, el odio, pero ¿por qué la piedad? Tal vez pensaba que Julia era una
devoradora de hombres, como suele decirse, y que yo había de ser su próxima
víctima.
No le di ninguna importancia y,
una vez que me hube desayunado y vestido, me encaminé al dormitorio de mi
madre. Después de los saludos y las frases inconsistentes de rigor que se
intercambian, por la mañana, quienes resucitan del sueño y se recuerdan, y al
verla más hermosa que nunca —hermosa como una palabra o como una felicidad
alcanzada por error—, le dirigí lo que era, en realidad, una declaración de
amor: le propuse que, una vez que se hubiera leído el testamento, regresara
conmigo a Europa. Ella me contestó que no había tal testamento, por lo que ella
creía, pero que de todos modos quizás convenía consultar al abogado de Obidos
—pues sólo había uno, un viejo alcohólico que, por otra parte, era más que
probable que hubiera olvidado las últimas voluntades de mi padre, caso de haber
algunas—. Y añadió que, antes de regresar a Europa, pensaba emprender, en
homenaje a mi padre, una última expedición al fondo del Amazonas, a la misma
región complicada en la que le había encontrado. Y me invitó calurosamente a
que le acompañara, arguyendo que aquello hubiera sido lo que más complaciera a
mi padre. No necesito decir que acepté inmediatamente, con esa peligrosa
sencillez de la alegría.
Ese día me acompañó a visitar «la
ciudad de las moscas», cosa que yo hasta entonces no había hecho, a excepción
del recorrido inconsistente hacia la casa de Adams, cercana a la nuestra.
En el curso de esa visita
turística nos encontramos al abogado en cuestión, con un maculado traje blanco,
y sin afeitarse al parecer desde hacía dos días. Pensé en él con esa curiosidad
que algunos confunden con la compasión, y me divirtió la idea de que en esas
ciudades literarias —Tánger, u Hong-kong, u Obidos— era inevitable encontrar,
fiel a su puesto de mando, a un extranjero alcohólico, lo mismo que en las
aldeas hay tontos o locos. Mr. Simpson, que así se llamaba el hombre, si lo
había, al ver a un joven desconocido junto a mi madre se acercó para curiosear
también y, tras de averiguar por Julia que yo era el último de los Brown, se
apresuró a explicarme que mi padre había dejado una carta sellada
exclusivamente para mí, aunque como era de esperar no había testamento. Añadió
que me aguardaba en su despacho el jueves, es decir dentro de un par de días.
Expresé mi sorpresa porque no hubiera dicho nada a propósito de mi madre, pero
se limitó a decir: «La carta sólo a ti te concierne, jovencito; y te aconsejo
que no faltes, si en algo estimas aún a tu padre, porque, aunque yo ignoro por
completo su contenido, me dijo que era muy importante, y me encargó que tuviese
buen cuidado de no abrirla más que en el caso de que muriera, y únicamente en
tu presencia; así que ya lo sabes».
Y me gritó al despedirse cuál era
su dirección: un nombre extraño, parecido al de algunos hongos.
Atribuí la gravedad con la que me
había dicho todo esto a su temprana borrachera, y no le hubiera dado al asunto
más importancia si no hubiera percibido en los ojos de mi madre una expresión
de terror extraña, ante esta noticia inesperada. Tal vez, pensé al principio,
se debió simplemente al agravio que para ella suponía que mi padre no hubiera
tenido un pensamiento para ella cuando concibió la posibilidad de su muerte. Y,
sin embargo, como luego habría de saber, no había pensado más que en ella.
Lo cierto es que desde ese
instante la actitud de mi madre hacia mí varió por completo: a sus amabilidades
de antaño sucedieron miradas de desconfianza, y pareció perder súbitamente todo
otro interés en mí.
Mi alma entonces se desplomó como
lo haría cualquier noche aquel borracho, a quien cargué con la culpa de todo,
maldiciéndolo en secreto, como a un dios. Pero de todos modos no lograba
explicarme qué diablos tenía yo que ver tanto con el abogado como con mi padre,
al que también empecé a odiar por suponerlo igualmente responsable de aquel
desvío. Y fue aquello lo que me hizo plenamente consciente de que había
empezado a pensar en mi madre en los términos del amor.
Faltaba una sola fecha para el
día anunciado por el abogado Simpson, y esa noche, tras de pensarlo
innumerables veces —yo que puede decirse que nunca había pensado—, me decidí
por fin a hablarle seriamente a Julia tratando de indagar a qué se debía una
mutación tan sorprendente en sus relaciones conmigo. Tan confuso estaba que
entré en su cuarto sin llamar: era una hora tardía de la noche, pero lo mismo
que la vez anterior, había aún luz en su cuarto, si bien, como pude comprobar
cuando estuve dentro, no demasiada. La encontré casi desnuda, por lo que
retrocedí inmediatamente c iba a balbucear unas palabras de excusa cuando creí
ver. antes de que acabara de cubrir sus piernas con el camisón, un enorme falo entre ellas.
Completamente aturdido por aquella visión incierta debido en parte a su
brevedad —pues sólo duró un instante, ya que el descenso de la camisa de noche
la interrumpió en seguida— y a la penumbra, y presa de los temores más potentes
debido precisamente a su escaso grado de certeza, y más aún de explicación, o
adecuación alguna de todo ello con el fantasma de la realidad, salí casi
corriendo de la habitación, y cerré apresuradamente, sin saber casi por qué, la
mía con llave. Pero, pasadas algunas horas, no me quedó para defenderme de la
razón que sitiaba aquel recuerdo de una sensación tan horrenda como imposible
de ajustar en toda hipótesis de la mirada, no me quedó para defenderme más que
una explicación: que yo estaba loco, lo mismo que mi padre.
No es necesario decir que aquella
«explicación» no tuvo otro premio que el insomnio. De manera que estaba
despierto cuando, horas más tarde, oí pasos provenientes del dormitorio de mi
madre. Hubo un instante en que pensé salir para pedirle excusas por aquella
huida que tanto había debido sorprenderla si no afligirla; pero con ese
pensamiento se cruzó otro, el de huir de allí, tan pronto como pudiera, de
aquella ciudad y de aquel misterio.
Luego, oí cerrar la puerta de la
calle suavemente. Y al día siguiente supe por la criada, que me lo comunicó con
aire de buena noticia, que mi madre había desaparecido.
Cada vez más confundido, me
dirigí sin embargo al domicilio del viejo abogado, quien me dio la noticia
atroz, que ya corría por toda la ciudad, de que la tumba de mi padre había sido
profanada, esa misma noche, su cadáver desenterrado y su cabeza, o lo que
quedaba de ella, seccionada cruelmente y ¡robada!
Todo aquello tenía la calma y la
exactitud de la pesadilla. Tan aturdido estaba que no recordé entonces aquello
a lo que había ido, la famosa carta. Me disponía a marcharme cuando el abogado
me retuvo, diciendo:
«Calma, jovencito» —y esta vez el
apelativo que quería ser cariñoso me sonó como una bofetada o un latigazo—,
«tal vez esta carta nos aclare algo de lo que está sucediendo.»
Y, tras de rebuscar unos minutos
en su desvencijada caja fuerte, sacó una carta cuyo sucio sobre había sido
torpemente lacrado. Sentándose en su butaca e indicándome otro asiento frente a
él, la abrió con dedos temblorosos y comenzó su lectura; la carta decía así:
«Mi querido hijo William:
¡qué tarde me he dado cuenta de
que te necesitaba! No sólo tarde sino, como se suele decir, demasiado tarde.
Porque, cuando te sea leída esta carta yo habré, con toda probabilidad, muerto,
víctima de… mí mismo.
Hay un horrendo territorio del
saber que atrae a los hombres como la tela de araña a las moscas; que atrae,
sí, como atrae el abismo, como él nos llama. Que atrae, en fin, como nos atrae
nuestra propia perdición: ¿quién alguna vez no ha soñado con ella?
Yo franqueé sus límites, pero no
me adentré suficientemente en él a nivel teórico como para prever, a tiempo,
sus peligros. Preferí explorar uno de sus fragmentos que cayó un día sobre mí
por azar, como caen a veces mezclados con la lluvia objetos irreconocibles para
la razón, o como se encuentran signos no-humanos en un meteorito.
Tanto mis pasiones teóricas como
mis “experimentos” —puedo llamarlos así— con ese trozo de “meteorito”, se
debieron a una voluntad impía de superar lo humano, a un odio satánico hacia
mis semejantes: creí que el azar me había deparado la ayuda necesaria para
vencerlos y destruirlos. Pero quien prepara un Crimen contra el hombre no sabe
que está planeando, a oscuras, su propio suicidio… Verás por lo inconexo de
estos razonamientos, o más bien de estos restos de razonamientos, que apenas
tengo ya fuerzas para pensar, y menos aún para escribir: algo me las roba,
precisamente aquello con lo que creí haber pactado, aquello que creí haber
dominado… Me roba también la voluntad para escribir; sé que me ha descubierto y
que no me dejará terminar…
(A esto seguía un borrón y unas
palabras vacilantes, escritas hacia abajo, como siguiendo la dirección de la
propia caída:)
“Ella pertenece a un pueblo
maldito por Dios” y luego, con desfallecientes mayúsculas, una orden absurda y
terminante:
“MÁTALA”.»
El rostro del abogado dio
muestras de incredulidad y de espanto: «Esto es un asunto de locos» me dijo con
un suspiro al terminar la lectura, entregándome la carta.
*
Pero lo cierto es que no tardé
más que unos pocos minutos en dirigirme al bien conocido domicilio de Adams con
el propósito de pedirle dinero y ayuda para una expedición a esas regiones
finales del Amazonas, donde suponía que hallaría, si no lograba alcanzarla
antes, a aquella mujer, si podía hablarse de ella como de una mujer. Le pedí
que me sirviera como guía. Él aceptó todas las condiciones, inexplicablemente,
tal vez por la breve amistad que a él me unía, tal vez por su antigua amistad
con mi padre, o bien, como él dijo (temeroso, a lo mejor, de aludir a una razón
emocional ante alguien que tan poco conocía) por intereses estrictamente
científicos relativos a aquellas zonas inexploradas; en cualquier caso, su
interés no pudo deberse a las razones que aduje, pues éstas, no sabiendo o no
pudiendo explicárselo de otro modo, se redujeron a decir que Julia estaba loca
y que probablemente era la autora de la mutilación del cuerpo putrefacto de mi
padre.
La contrata de la embarcación fue
fácil, lo difícil resultó encontrar algunos indios dispuestos a servir de
tripulación. Adams ya me había advertido de ese peligro: me dijo que los indios
temían mucho aquellas regiones últimas y que las consideraban peligrosas y
sagradas. De manera que al final propuse a Adams que nos arriesgáramos a
engañarles, diciéndoles que sólo se trataba de una aventura comercial con
destino a lugares más bajos, y pensando que luego, ante los hechos consumados,
no tendrían más remedio que seguirnos. Adams propuso comprar un par de pistolas,
y una vez hecho esto, le sugerí que partiéramos al instante, con objeto de dar
más fácilmente alcance a aquella «demente» —no la califique de «monstruo», sólo
en atención a la capacidad de fe de Adams—; tampoco le hablé de mi sospecha de
que era la responsable de la «enfermedad» y de la muerte de mi padre. Adams me
pidió esperar algo de tiempo para resolver algunos asuntos que él tenía
pendientes en la ciudad, y decidimos finalmente que embarcaríamos al
crepúsculo, y, si no era posible, al día siguiente. Esta última alternativa fue
aquélla por la que al fin optamos: el viaje sería al amanecer del día
siguiente.
*
El escrito en forma de relato que
antecede lo que he redactado, tratando de imponer un orden en mi alma la noche
de la víspera; lo que acontezca a continuación, por razones de urgencia y
comodidad, lo anotaré en forma de diario, añadiendo las fechas. Relato y diario
no tienen más finalidad que hablar conmigo mismo, y poder, algún día, si el
porvenir es posible, recordar, recordarme.
*
1 de septiembre
Partimos, habiéndonos provisto de
todo lo necesario. Adams ha hecho un plan de viaje pensando en que dormiremos
en donde nos sea posible: o bien en nuestra pequeña embarcación o bien en las
chozas de las pocas tribus en las que él confía.
5 de septiembre.
Gracias a las traducciones de
Adams, he podido interrogar a los indígenas sobre el paso de Julia, quien, por
lo que ellos nos han dicho, parece llevarnos tan sólo un día de ventaja.
Día 12.
Al cabo de una semana de búsqueda
infructuosa, podemos ya tener la certidumbre completa de que hemos perdido,
inexplicablemente, la pista. Me siento absolutamente desesperado, porque esta
persecución es ya el único objeto de mi vida.
Día 14.
El hechicero de la tribu, en cuya
aldea hemos pernoctado, nos relató, al enterarse de nuestros propósitos, y a
guisa de advertencia, una leyenda que parece un cuento de hadas.
Dijo que en el Alto Amazonas
habitaba un pueblo de guerreras que tenían un singular arte de la guerra.
Estaban, según él, provistas de poderes sobrenaturales y eran capaces de poseer
el alma de los hombres, enamorándolos primero, y luego robándoles la sustancia
del espíritu en el acto sexual. Dijo
también que adornaban su templo con las cabezas de los hombres cuya alma habían
previamente «comido». Este relato no me aterrorizó demasiado porque lo intuía.
Ni qué decir tiene que a Adams la historia no le pareció en absoluto una
revelación. Me dijo simplemente que «ya había oído aquella absurda leyenda». En
cuanto a los indios, que nos acompañan y que estaban presentes cuando el
hechicero nos la relató, afirmaron también conocerla en sus líneas generales y
sentir por ella el mismo horror que aquel que la contó: ésa era pues la razón
de su primitivo espanto, que sólo se atrevieron a comunicar cuando aquel brujo
nos advirtió, o nos amenazó, ante ellos. Sin embargo, no creo que sospechen
demasiado claramente aún que nos dirigimos en la misma dirección a la que su
espanto apunta, como un arco tendido hacia la imposibilidad, fuente del miedo.
Adams fue, pese a no creer en él,
quien me tradujo el cuento, y me resulta de gran utilidad.
Día 20 de septiembre.
Adams ha contraído una horrible
enfermedad, que él cree ser una fiebre tropical. No hay posibilidad alguna, de
cualquier modo, de encontrar aquí los remedios adecuados para ella, sean lo que
sean.
Día 25 de septiembre.
Adams ha muerto, pese a los
esfuerzos que realizó sobre su cuerpo uno de los tantos hechiceros que hemos
conocido (él estuvo de acuerdo en que no había otra posibilidad que acudir a
ellos, porque retroceder nos hubiera costado demasiado tiempo y hubiera
significado también su muerte; de manera que. con su consentimiento, y pese a
su enfermedad, proseguimos el viaje). Sin embargo, estoy ya muy cerca de mi
destino y, con los pocos conocimientos que aprendí del querido doctor Adams
sobre dialectos indígenas, creo que me bastará para continuar. No hay todavía
rastro alguno de la mujer.
30 de septiembre
En el Amazonas hay tempestades,
exactamente como en el mar. Hoy hemos tenido una, y los indios que me acompañan
se han asustado enormemente, porque ya adivinan, o saben cuál es el territorio
que estamos atravesando. Dicen que ha sido el castigo por haber violado las
fronteras del reino prohibido de las que ellos llaman «Mujeres Inmortales».
2 de octubre.
Los indios que me acompañaban
acaban de abandonarme, robándome la embarcación. Pero estoy, según creo, ya en
el lugar que perseguía, y solo, ¡por fin! Si no se hubieran largado creo que
habría acabado con ellos, porque no deseo que nadie sepa el secreto que te
protege, adorada Chrisaldt —como supe por aquel hechicero que te llamabas en
realidad—, tú a la que persigo porque ya te he encontrado, en el lugar más
secreto de mi alma. Tú, a quien amo como no he amado a la vida ni a mi padre,
al que sé que mataste de ese modo tan hermoso. Tú, de quien ya sé que el cuerpo
no es un cuerpo de mujer, porque es el cuerpo de una diosa. Tú, que no duermes,
porque los dioses no duermen.
Espero que algún día, después de
que mi alma haya pasado por entero a ti, beses en el Templo de Ulm los labios
de mi calavera vacía, y recuerdes lo que fui, antes de ser Tú. Los restos de mi
cuerpo serán entonces un juguete de los dioses, y mi alma será… inmortal, como
sólo sabe serlo lo que se olvida de sí mismo —para amar.
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