La vida es a
veces como una taza de manzanilla fría, como un plato de arroz de tres días,
como tumbarse en la arena y que una ola
poco prevista te rompa ese castillo que no te dejan acabar por más que lo
construyas en el aire, como decía el
inolvidable Alberto.
La vida está
repleta de entierros de los que puedes escapar. Luego en otros, las lágrimas te
cogen de los mismísimos huevos y te arrastran como un huracán haría con mil
tanques cosidos con balas de demasiada paz
Ha sido un
año, y me refiero al pasado 2019 cargado de tirones y de robos que te arrancan
de cuajo la vida de una manera o de otra manera. Un hermano con más tablas que
los Rolling, aunque él prefería a Serrat y su entrañable Mediterráneo que para
eso está. Para oler a algas y a sal, a niñez y a familia y toboganes gigantes
por donde se lanzaba la felicidad cuando el alba madrugaba o el sol se alejaba
cargado de tarde, de risas, de hermanos, de padre y de madre.
El agua de
aquellos hermosos veranos se perdió entre la tormenta de los años, de los
recuerdos que duelen como piedras de granizo que te atropellan desprevenido
porque nunca estamos preparados para tantas putadas. La vida es un generador de
putadas, aunque frente a la muerte es como si te enamoraras de una monja de
veinte años que no puede follar y al final acabas en el burdel de la puerta de al
lado, porque las cosas son así y no lo he inventado yo, que diría aquel Italiano, Sandro
Giacobbe
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