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JAMES FOGLE

 


   Bob hacía lo que le decían y aprendía rápido. También era bueno porque
nunca se conformaba con el método testado. Siempre buscaba uno nuevo y
menos complicado. Lo intentaba todo y descartaba únicamente lo que era
inútil o peligroso. Lo malo de su método es que no estaba dispuesto a pedirle
a nadie que hiciera algo que él no haría. De modo que siempre llevaba la voz
cantante; y, claro, al final la suerte le echaba el guante e iba a parar a algún
reformatorio y, más tarde, a algún centro para adultos.
   En la cárcel aprendió a no confiar por completo en los demás, en especial
si había narcóticos de por medio. Cumplía condena con elegancia. No se
resistía y no dejaba que le afectara. Para Bob, cumplir condena era una buena
forma de recuperar la salud y fortalecer las venas levantando pesas y haciendo
ejercicio.
   A Bob no le preocupaban los problemas del mundo exterior. De hecho,
nunca leía el periódico ni escuchaba la radio, ni en modo alguno se interesaba
por lo que ocurría al otro lado de los muros de la cárcel. La prisión era todo su
mundo, y lo único que le interesaba eran sus problemas, sus escándalos y su
tráfico de narcóticos.
   Durante los primeros encarcelamientos de Bob no se ofrecían programas
de rehabilitación. Se consideraba que un drogadicto estaba perdido y que no
valía la pena perder tiempo con él. Todo el mundo sabía que los yonquis no se
recuperaban, y que todos y cada uno de ellos serían capaces de arrancarle el
corazón a su madre por un pico más.
   Más tarde, cuando los problemas se multiplicaron, sobre todo entre los
jóvenes, y tuvo que hacerse o al menos discutirse algo para satisfacer al
público, en prisión se ensayaron unos cuantos programas medio improvisados
y chapuceros. Pero para entonces, Bob era mayor y su adicción tan severa que
nadie consideró siquiera inscribirlo en un programa de rehabilitación. Bob no
se sentía excluido, porque no daba mucho crédito a aquellas reuniones de
grupo. Pensaba que, de todos modos, la postura inicial de las autoridades era
probablemente la más acertada, y que un adicto rara vez cambia sus hábitos,
fundamentalmente porque necesita narcóticos para funcionar a un nivel en el
que no se sienta inseguro o inferior, para que los ataques de depresión no le
hagan perder el norte, para poder controlar el estado de ánimo o sensación de
bienestar que desee alcanzar.
   Mucha gente no se da cuenta, se decía Bob, de la suerte que tiene de poder
pasar sus días sintiéndose razonablemente bien. Vaya, tal vez cojan la gripe
de vez en cuando y tal vez tengan que lidiar con una depresión cuando todo
vaya mal. Pero de ninguna manera el malestar que ha de aguantar el ciudadano 
medio puede compararse con los problemas a los que tiene que enfrentarse 
el adicto a diario. 

(fragmento de la novela) 

(James Fogle, Drugstore cowboy, Sajalín Editores, 2018)


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