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RICHARD FORD

 


INTIMIDAD 

   Esto ocurrió en una época en que mi matrimonio todavía era feliz.
   Vivíamos en una gran ciudad del noreste. Era invierno. Febrero. El mes más frío.
Yo, por cierto, seguía intentando escribir, y mi mujer trabajaba de traductora para una
pequeña editorial especializada en ensayos científicos checoslovacos. Llevábamos
diez años casados, y aún disfrutábamos de la extraña y excitante ilusión de haber
superado las peores dificultades de la vida.
   El apartamento que alquilábamos se hallaba en una antigua zona de fábricas al sur
de la ciudad, y constaba sólo de una habitación grande y vacía con altas ventanas en
la parte de delante y la de atrás, y casi sin iluminación eléctrica. La luz natural era lo
que contaba allí. Un famoso director teatral de vanguardia había vivido en aquel
apartamento, donde escenificaba sus obras agresivas y nihilistas, por lo que las
paredes estaban pintadas de negro, y en una de ellas aún se alineaban unos asientos
de plástico para su público escaso y poco entusiasta. Nuestra cama —la mía y de mi
mujer— estaba en un oscuro rincón, donde, para proteger la intimidad, habíamos
colocado parte de las cortinas negras que servían de telón. Aunque, por supuesto,
nadie la amenazaba.
   Cada noche, cuando mi mujer volvía de trabajar, salíamos a las frías y relucientes
calles y buscábamos un restaurante donde cenar. Luego nos quedábamos una hora en
algún bar y nos tomábamos un café o un coñac, y hablábamos apasionadamente de
las traducciones en las que mi mujer estaba trabajando, aunque nunca (por fortuna)
del trabajo en el que yo estaba fracasando.
   Nuestro deseo, no hace falta que lo diga, era permanecer fuera del apartamento el
mayor tiempo posible. Pues no sólo casi no había luz en él, sino que cada noche, a las
siete, el propietario del edificio apagaba la calefacción, por lo que a las diez —en
nuestra planta, la última— hacía tanto frío que el único lugar en el que se podía estar
era la cama, enterrados bajo tantas mantas que casi no podíamos movernos. Mi mujer,
en aquella época, trabajaba muchas horas y siempre estaba fatigada, y aunque a veces
volvíamos a casa con una copa de más y hacíamos el amor en la oscuridad, bajo las
mantas, lo normal era que se derrumbara inmediatamente en la cama y comenzara a
roncar antes de que yo me metiera a su lado.
   Y así, durante numerosas noches de aquel invierno, en aquella habitación, fría,
grande y casi vacía, permanecí despierto, a menudo con los ojos como platos a causa
del fuerte café que habíamos bebido. Y a menudo me ponía a caminar de una ventana
a otra, y contemplaba la calle desierta o el cielo espectral, que ardía con la titilante
luminosidad de los edificios de la ciudad, edificios que ni siquiera podía ver. A
menudo me echaba una manta, y a veces dos, sobre los hombros, y me ponía unos
calcetines de lana basta y gruesa que había conservado de cuando era un chaval.
   Fue en una de esas frías noches —a través de las ventanas que había en la parte
posterior de nuestro piso, ventanas por las que primero se veía el callejón que había
abajo, luego el solar dejado por una fábrica de alambre al ser demolida y más allá los
edificios de la calle paralela a la nuestra— cuando vi, dentro de un apartamento
alargado e iluminado por una luz amarilla, la figura de una mujer que se desvestía
lentamente y a la que, por lo que parecía, tanto le daba lo que hubiera más allá del
cristal de su ventana.
   Debido a la distancia, no pude verla bien ni con claridad; sólo vi que era de poca
estatura y aparentemente delgada, de pelo muy corto y moreno: una mujer menuda en
todos los sentidos. La luz amarilla que la rodeaba parecía arder, y daba a su piel un
tono bronceado y reluciente; sus movimientos, vistos a través de la ventana,
resultaban estilizados y levemente irreales, como los de una silueta o los de un
personaje de una película antigua.
   Yo, sin embargo, solo en aquella gélida oscuridad, envuelto con mantas que me
cubrían la cabeza como si fueran un chal, con mi esposa durmiendo, sin darse cuenta
de nada, a unos pocos pasos…, bueno, me quedé extasiado ante aquella visión. Al
principio me acerqué al cristal de la ventana, tanto, que sentí su frío en las mejillas.
Pero luego, intuyendo que a aquella distancia se me podría ver, retrocedí hacia el
interior del cuarto. Finalmente, me fui hasta el rincón, donde mi mujer tenía una
lamparilla junto a la cama, y la apagué, de modo que quedé totalmente oculto en la
oscuridad. Y al cabo de un par de minutos más abrí un cajón y saqué unos anteojos
plateados que el director de teatro se había dejado, me acerqué de nuevo a la ventana
y observé a la mujer a través de la oscuridad y desde mi propia oscuridad.
   No recuerdo en qué pensaba. Sin duda, estaba excitado. Sin duda, estaba
emocionado por el misterio de observar en la oscuridad. Sin duda, me encantaba que
fuera algo ilícito, y que mi mujer durmiera al lado y no se enterara de lo que estaba
haciendo. También es posible que incluso me gustara el frío que me rodeaba, tan
absoluto como la propia noche, y puede que incluso sintiera que la visión de aquella
mujer —a la que imaginaba joven y carente de cautela o discreción me tenía como 
paralizado, me aislaba y hacía que el mundo se detuviera y resultara perfectamente
expresable como dos polos conectados por mi línea de visión. Ahora estoy seguro de
que todo eso tenía que ver con la sensación de haber fracasado que se cernía
amenazadora sobre mí.
   Nada más pasó. Pero en las noches siguientes me quedé despierto para observar a
la mujer, y dejé que mi esposa, fatigada, durmiera. Cada noche, durante la semana
siguiente, la mujer apareció en la ventana y se desnudó lentamente en su habitación
(una habitación que jamás intenté imaginarme, aunque en la pared que había a su
espalda parecía haber el dibujo de un ciervo saltando). Una vez se había despojado de
su ropa y mostraba sus hombros huesudos, sus pequeños pechos, sus finas piernas, su
estrecha caja torácica y su estómago menudo y redondeado, la mujer se paseaba un
rato por la habitación sumida en aquella luz color bronce, de una ventana a otra,
escenificando lo que me parecía una especie de lánguida danza ritual o una serie de
movimientos, posiblemente teatrales, levantando, doblando y extendiendo los brazos,
arqueando el cuello, mientras sus manos ejecutaban unos elegantes y cadenciosos
gestos que no entendía ni intentaba entender, absorto como estaba en su desnudez y
en la esporádica visión de la oscura mata de vello entre sus piernas. Todo aquello era
excitante, misterioso, ilícito, y nada más.
   Como ya he dicho, eso duró una semana, y luego lo dejé. Una noche,
simplemente, me envolví de nuevo con las mantas, fui a la ventana con mis anteojos
y vi las luces al otro lado del espacio vacío. Durante un rato no apareció nadie. Y
entonces, sin ninguna razón concreta, di media vuelta y me metí en la cama con mi
mujer, que estaba calentita y olía a coñac y sudor y sueño bajo las mantas, y me
quedé dormido. No se me ocurrió volver a mirar por la ventana.
   Sin embargo, una tarde, una semana después de haber dejado de mirar por la
ventana, me levanté del escritorio en un momento de frustración y vana
desesperación, y salí al sol de invierno, y pasé por delante de una hilera de elegantes
locales, pues los viejos edificios fueron renovados y ahora había en ellos tiendas de
moda y prósperas galerías de arte. Caminé hasta el río, en el que flotaban grandes
bloques de hielo gris. Seguí hasta la zona universitaria, cerca de donde mi mujer
trabajaba a aquella hora. Y luego, cuando comenzó a caer la tarde, emprendí el
camino de regreso con la cara rígida de frío, la espalda agarrotada y mis manos sin
guantes congeladas y rojas. Al doblar una esquina para tomar un atajo hasta mi casa,
me encontré con que, de manera inesperada, iba a pasar frente al edificio que había
espiado durante una semana. Algo hizo que lo reconociera, aunque no era consciente
de haber pasado por delante de él ni de haberlo visto a la luz del día. Y justo en aquel
momento se disponía a entrar por la alta puerta principal del edificio la mujer que
había contemplado todas aquellas noches, y que me había proporcionado satisfacción
y un indudable y secreto consuelo. Reconocí su cara, desde luego: pequeña, redonda 
y, por lo que pude ver, impasible. Y para mi sorpresa, aunque no para mi pesar,
resultó ser vieja. Tendría quizá setenta años, o más. Era china, y vestía unos finos
pantalones negros y una delgada chaqueta gris, y dentro de esas prendas debía de
tener tanto frío como yo. De hecho, debía de estar helada. Colgándole de los brazos y
en las manos llevaba bolsas de plástico que contenían comestibles. Cuando me detuve
y la miré, giró la cabeza y me devolvió la mirada desde lo alto de los escalones que
conducían a la entrada con una expresión que ahora sólo puedo considerar de
indiferencia mezclada con un levísimo sentimiento de temor. Era una anciana, al fin y
al cabo. Yo habría podido sentir el repentino impulso de atacarla, y habría podido
hacerlo con facilidad. Pero, desde luego, no era esa mi intención. La anciana volvió la
vista hacia la puerta, y me pareció que metía la llave en la cerradura con muchas
prisas. Giró la vista otra vez en dirección a mí, y oí el ruido apagado del cerrojo al
descorrerse. No dije nada, ni siquiera volví a mirarla. No quería que pensara que
había en mi mente lo que había, y tampoco lo que no había. Y entonces seguí
andando; me sentía traicionado, lo cual me parecía extraño, aunque, por otra parte, no
me sorprendía en lo más mínimo, y, simplemente, acabé de recorrer la calle camino
de mi habitación y de mis propias puertas, y mi vida entró en aquel momento en lo 
que sería su primer y largo ciclo de deprimente frustración. 

(Richard Ford, Pecados sin cuento, Editorial Anagrama, 2003) 

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