LA ÚLTIMA HOJA
En un barrio pequeño situado al oeste de Washington Square las calles se han
vuelto locas y se quiebran en pequeñas franjas llamadas «sitios». Estos lugares
forman curvas y ángulos extraños. Hay una calle que se cruza a sí misma una o dos
veces. Un artista descubrió una vez una valiosa posibilidad de esta calle. ¡Imagínate
que un cobrador con una factura de pinturas, papel y tela se encuentra de pronto de
regreso ya sin que le hayan pagado ni un centavo a cuenta!
Así que pronto empezó la gente del arte a merodear por el viejo y pintoresco
Greenwich Village a la caza de ventanas orientadas al Norte, gabletes del siglo XVIII,
buhardillas holandesas y alquileres bajos. Luego importaron unas cuantas jarras de
peltre y algún calentador de comida de la Sexta Avenida y se convirtieron en una
colonia.
Sue y Johnsy tenían su estudio en lo alto de un achaparrado edificio de ladrillo de
tres plantas. Johnsy era el diminutivo familiar de Joanna. Una era de Maine; la otra,
de California. Se habían conocido en la table d’hôte de un Demonico de la Calle
Octava y descubrieron que sus gustos en cuanto al arte, la escarola y las mangas
afaroladas eran tan afines que el resultado fue su estudio compartido.
Eso pasó en el mes de mayo. En noviembre, irrumpió en la colonia un forastero
frío e invisible al que los médicos llamaban Neumonía, tocando a uno aquí y a otro
allá con sus gélidos dedos. Este destructor se internó audazmente en la zona oriental,
golpeando a montones de víctimas, pero tuvo que aminorar el paso en el laberinto de
estrechos y musgosos «sitios».
El señor Neumonía no era lo que se dice un noble caballero. Tan poca cosa como
una mujercita con la sangre debilitada por los céfiros californianos no era enemigo
digno para el rudo y jadeante veterano. Pero golpeó a Johnsy, que yacía casi inmóvil
en su cama de hierro pintado, mirando por los paneles de ventana holandeses la pared
ciega de la casa de ladrillo contigua.
Una mañana, el atareado médico indicó a Sue que le acompañara al vestíbulo
enarcando una ceja tupida y gris.
—Tiene una probabilidad entre…, digamos, diez —le dijo, mientras bajaba a
sacudidas el mercurio del termómetro—. Y esa probabilidad depende de que desee
vivir. Esta forma que tiene la gente de ponerse de parte de la funeraria deja en
ridículo toda la farmacopea. Su amiga ha decidido que no va a curarse. ¿No hay nada
que le interese?
—Ella… ella quería pintar algún día la bahía de Nápoles —dijo Sue.
—¿Pintar? ¡Tonterías! ¿Le interesa algo en lo que merezca la pena pensar dos
veces?…, ¿un hombre, por ejemplo?
—¿Un hombre…? —repuso Sue, con un tañido de birimbao en la voz— … ¿Es
un hombre digno de…? No, doctor, no; no hay nada de eso.
—Bueno, es la debilidad, entonces —dijo el médico—. Haré todo lo que pueda
conseguir la ciencia de acuerdo con mis conocimientos. Aunque siempre que mi
paciente empieza a contar los coches de su cortejo fúnebre, resto un cincuenta por
ciento al poder curativo de las medicinas. Si consigue que haga alguna pregunta sobre
los nuevos estilos de este invierno de las mangas de las capas, le garantizo una
posibilidad entre cinco en vez de una entre diez.
Cuando el médico se marchó, Sue entró en el taller y lloró hasta convertir en
pulpa un pañuelito japonés de papel. Luego volvió contoneándose a la habitación de
Johnsy con el tablero de dibujo, silbando a ritmo de ragtime.
Johnsy yacía silenciosa e inmóvil bajo la ropa de la cama, con la cara vuelta hacia
la ventana. Sue creyó que estaba dormida y dejó de silbar.
Colocó el tablero y empezó un dibujo a pluma para ilustrar un relato de una
revista. Los artistas jóvenes han de abrirse paso en el Arte ilustrando relatos de
revistas que escriben los jóvenes autores para abrirse paso en la Literatura.
Mientras Sue esbozaba unos elegantes pantalones de montar y un monóculo en la
figura del protagonista, un vaquero de Idaho, oyó repetirse varias veces un leve
sonido. Se acercó rápidamente a la cabecera de la cama.
Johnsy tenía los ojos muy abiertos. Miraba por la ventana y contaba…, contaba al revés.
—Doce —dijo, y poco después—: Once —y luego «diez» y «nueve»; y luego
«ocho» y «siete» casi a la vez.
Sue miró atentamente por la ventana. ¿Qué había que contar allí? Solo se veían el
patio vacío y triste y la pared ciega de la casa de ladrillo a seis metros de distancia.
Una hiedra viejísima de raíces nudosas y deterioradas trepaba hasta la mitad de la
pared. El frío aliento del otoño le había arrancado casi todas las hojas y sus ramas
esqueléticas se aferraban casi desnudas a los ladrillos corroídos.
—¿Qué pasa, cariño? —preguntó.
—Seis —dijo Johnsy, casi en un susurro—. Ahora caen más deprisa. Hace tres
días eran casi cien. Me entró dolor de cabeza de contarlas. Pero ahora es fácil. Ahí va
otra. Ahora ya solo quedan cinco.
—¿Cinco qué, cariño? Díselo a tu Sue.
—Hojas. Las hojas de la hiedra. Cuando caiga la última, me iré yo también. Hace
tres días que lo sé. ¿No te lo ha dicho el médico?
—¡Oh, vamos, nunca he oído un disparate parecido! —se quejó Sue con
majestuoso desdén—. ¿Qué tienen que ver las hojas marchitas de la hiedra con que te
cures? Con lo que te gustaba además esa hiedra, niña mala. No seas boba. Mira, el
médico me ha dicho esta mañana que las posibilidades que tienes de curarte
enseguida son…, veamos lo que dijo exactamente, ¡dijo que las probabilidades eran
de diez a uno! Casi las mismas que tenemos en Nueva York cuando viajamos en
tranvía o pasamos junto a un edificio nuevo. Ahora procura tomar un poco de caldo y
deja que Sudie vuelva a su dibujo para que pueda vendérselo al director y comprar
oporto para su niña enferma y chuletas de cerdo para su ego glotón.
—No hace falta que compres más oporto —dijo Johnsy sin apartar los ojos de la
ventana—. Ahí cae otra. No, no quiero tomar caldo. Ya solo quedan cuatro. Quiero
ver caer la última antes de que oscurezca. Entonces yo también me iré.
—Johnsy, cariño —dijo Sue, inclinándose hacia ella—, ¿me prometes que vas a
cerrar los ojos y a dejar de mirar por la ventana hasta que yo acabe de trabajar? Tengo
que entregar esos dibujos mañana. Necesito la luz, si no, bajaría la persiana.
—¿No puedes dibujar en la otra habitación? —preguntó Johnsy, indiferente.
—Prefiero estar aquí a tu lado —dijo Sue—. Además, no quiero que sigas
mirando esas estúpidas hojas de hiedra.
—Avísame en cuanto acabes —dijo Johnsy cerrando los ojos, pálida y quieta
como una estatua caída—, porque quiero ver caer la última. Estoy cansada de esperar,
estoy cansada de pensar. Quiero desprenderme de todo y caer como una de esas
pobres hojas cansadas.
—Procura dormir —dijo Sue—. Tengo que llamar a Behrman para que pose
como el viejo minero ermitaño. Volveré en un minuto. No te muevas hasta que
regrese.
El viejo Behrman era un pintor que vivía en la planta baja. Tenía más de sesenta
años y una barba de Moisés de Miguel Ángel que le caía desde la cabeza de sátiro
hasta el torso de trasgo. Era un fracaso en la pintura. Manejaba el pincel hacía
cuarenta años sin haberse acercado nunca lo suficiente para tocar la orla del manto de
su Señora. Había estado siempre a punto de pintar una obra maestra, pero aún no
había empezado a hacerlo nunca. Hacía años que no pintaba nada más que algún que
otro monigote del ramo comercial o publicitario de cuando en cuando. Ganaba algo
posando para los pintores jóvenes de la colonia que no podían pagar lo que cobraba
un modelo profesional. Bebía demasiada ginebra y seguía hablando de su próxima
obra maestra. Por lo demás, era un viejito feroz que se burlaba atrozmente de las
debilidades de los demás y que se consideraba el perro guardián especial que debía
proteger a las dos jóvenes pintoras del estudio de arriba.
Sue encontró a Behrman, que olía intensamente a nebrinas, en su estudio apenas
iluminado de abajo. En un rincón había un lienzo en blanco sobre un caballete que
llevaba veinticinco años esperando allí el primer trazo de la obra maestra. Le contó la
fantasía de Johnsy, confesándole que temía realmente que, siendo ligera y frágil como
una hoja ella también, desapareciera cuando se debilitara más el leve asidero que la
unía al mundo.
El viejo Behrman, con lágrimas visibles en los ojos enrojecidos, expresó a gritos
su menosprecio y desdén por aquellas fantasías tan bobas.
—¡Vass! —farfulló—. ¿Es que puede haber en este mundo alguien tan tonto como
para morirse porque se caen las hojas de una maldita hiedra? Nunca oí nada igual.
No, no posaré como modelo del ridículo ermitaño idiota. ¿Por qué dejas que se le
meta en la cabeza una idea tan boba? ¡Ay, pobre señorita Yohnsy!
—Está muy enferma y muy débil —dijo Sue—, y esas ideas morbosas y esas
extrañas fantasías se deben a la fiebre. Muy bien, señor Behrman, si no quiere posar
para mí, no tiene que hacerlo. Pero me parece que es usted un viejo horroroso…, un
viejo bocazas.
—¡Muy propio de una mujer! —gritó Behrman—. ¿Quién ha dicho que no
posaré? Vamos. Te acompaño. Llevo media hora intentando decir que estoy dispuesto
a posar. Gott!, este no es lugar para que alguien tan bueno como la señorita esté
enfermo. Un día pintaré una obra maestra y nos marcharemos todos de aquí. Gott!, sí.
Johnsy estaba dormida cuando subieron. Sue bajó la persiana hasta el alféizar, e
indicó a Behrman por señas que pasara al otro cuarto. Allí miraron por la ventana con
miedo la hiedra. Luego se miraron un momento en silencio. Caía una lluvia fría y
persistente, mezclada con nieve. Behrman, con su vieja camisa azul, tomó asiento
como minero ermitaño en una olla puesta bocabajo a modo de roca.
Cuando Sue despertó a la mañana siguiente tras una hora de sueño, encontró a
Johnsy mirando fijamente con ojos apagados muy abiertos la persiana verde bajada.
—Súbela, quiero ver —ordenó en un susurro.
Sue obedeció cansinamente.
Y he aquí que después del chaparrón y las fuertes ráfagas de viento que había
soportado toda la santa noche, todavía seguía sobre el ladrillo una hoja de hiedra. Era
la última que quedaba en la enredadera. De un verde intenso aún cerca del tallo, pero
con el amarillo de la desintegración y el marchitamiento en los bordes dentados,
colgaba valerosamente de una rama a unos seis metros del suelo.
—Es la última —dijo Johnsy—. Estaba segura de que se caería por la noche. He
oído el viento. Se caerá hoy, y yo moriré al mismo tiempo.
—¡Cariño, por favor! —dijo Sue, apoyando la cara fatigada en la almohada—,
piensa en mí, si no puedes pensar en ti misma. ¿Qué iba a hacer yo?
Pero Johnsy no respondió. Lo más solitario del mundo es un alma que se dispone
a emprender su largo viaje misterioso. La fantasía parecía dominarla con más fuerza a
medida que se soltaban los vínculos que la ataban a la amistad y al mundo.
El día transcurrió lentamente, y todavía pudieron ver en el crepúsculo la hoja de
hiedra solitaria aferrada a su tallo sobre el muro. Y luego, con la llegada de la noche,
se desencadenó de nuevo el viento del norte, mientras la lluvia seguía batiendo las
ventanas y cayendo con un tamborileo de los aleros.
Cuando hubo luz suficiente, Johnsy, la despiadada, dio orden de que se subiera la persiana.
La hoja de hiedra aún seguía allí.
Johnsy continuó echada mirándola mucho tiempo. Y luego llamó a Sue, que
estaba revolviendo su consomé de pollo en la cocina de gas.
—Me he portado mal, Sudie —le dijo—. Algo ha hecho que esa última hoja siga
ahí para demostrarme lo malvada que he sido. Es pecado desear morirse. Puedes
traerme ya un poco de consomé, y un poco de leche con un poquito de oporto, y…
no; tráeme primero un espejo de mano y ponme unos cojines y me sentaré a verte
cocinar.
Una hora más tarde, dijo:
—Sudie, espero pintar algún día la bahía de Nápoles.
El médico llegó a primera hora de la tarde, y Sue encontró una excusa para ir al
vestíbulo cuando se marchó.
—Las mismas probabilidades —dijo el doctor, estrechando la delicada mano de
Sue—. Con buenos cuidados, lo conseguirá. Y ahora tengo que ver a otro paciente
abajo. Behrman, se llama…, una especie de artista, creo. Neumonía, también. Es un
hombre mayor y débil, y el ataque es agudo. No hay esperanza; pero se va hoy al
hospital para que esté más cómodo.
Al día siguiente, el médico le dijo a Sue:
—Ella está fuera de peligro. Has ganado. Ahora nutrición y cuidados…, eso es
todo.
Y aquella tarde, Sue se acercó a la cama en la que Johnsy tejía muy contenta una
mantilla de lana muy azul y muy inútil, y la abrazó, con almohadones y todo.
—Tengo algo que decirte, ratoncillo —le dijo—. El señor Behrman ha muerto de
neumonía hoy en el hospital. Solo ha estado enfermo dos días. El portero le encontró
el primer día por la mañana abajo, en su cuarto, imposibilitado de dolor. Tenía los
zapatos y la ropa empapados y helados. No podían entender dónde había podido
pasar una noche tan espantosa. Y luego encontraron una linterna, todavía encendida,
y una escalera arrastrada fuera de su sitio y unos pinceles esparcidos y una paleta con
una mezcla de colores verdes y amarillos y… Mira por la ventana, cariño, mira la
última hoja de hiedra en el muro. ¿No te extrañó que no se agitara ni se moviera
cuando soplaba el viento? Ay, encanto, es la obra maestra de Behrman: la pintó él ahí
la noche que cayó la última hoja.
(O. Henry, Historias de Nueva York, Nórdica Libros, 2019)
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