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ELMORE LEONARD

 

 

   —Anoche me desperté y miré al techo —dijo la mujer sentada frente a Ryan—. ¿Y
saben una cosa? No daba vueltas. Me levanté para ir al cuarto de baño y pude hacerlo
sin tropezar con los muebles y sin tirar nada. Lo encontré justamente donde se
suponía que debía estar. Por la mañana, solía despertarme en el suelo y antes de abrir
los ojos rezaba una oración, pidiendo saber dónde me encontraba. 
   —Sé lo que quiere expresar —afirmó el jefe de la mesa—. Durante los primeros
seis meses o un año de seguimiento de la terapia, yo seguía despertándome por la
mañana esperando estar colgado de algún sitio. Incluso me parecía raro sentirme
normal. 
   La reunión tenía lugar en una habitación sin ventanas del sótano del Hospital
Saint Joseph Mercy, en Pontiac. Paredes llenas de hollín, luces fluorescentes, mesas
de comedor y sillas plegables, la cafetera, las tazas de plástico, los pastelillos. Podía
ser la reunión de un grupo de Alcohólicos Anónimos en cualquier lugar, con grupos
de ocho a doce personas en las cinco mesas que había. 
   Otra de las mujeres decía que, en ocasiones, se había despertado en la habitación
de un motel y que allí había un hombre que ella no había visto en toda su vida y que
entonces le gritaba: «¿Qué hace usted aquí? ¡Salga!». Y el pobre hombre se quedaba
aturdido, después de la maravillosa noche que ambos habían pasado juntos y que ella
no recordaba. 
   Había cuatro mujeres y siete hombres en la mesa, incluyendo a Ryan. No estaba
muy seguro de si iba a decir algo, cuando el jefe de mesa lo miró. Podía pasar, decir
que esta noche solo deseaba escuchar. Se preguntó si aún quedaría algún vestigio de
whisky en su aliento. Y entonces se preguntó a sí mismo: «¿Acaso importaría?».
Como si alguien pudiera señalárselo y fuera arrojado de la terapia. ¡Qué extraño!
Llevaba dos días bebiendo y volvía a sentir la sensación de culpabilidad. Hacía
mucho tiempo que no iba a ninguna reunión. Lo sabía, pero esta noche no se sentía
como un miembro más de ella. Al menos, por ahora. 
   —Gracias —dijo un hombre sentado a dos sillas de distancia de él—. Soy Paul.
Soy un alcohólico y me siento muy contento de encontrarme aquí. ¿Saben? Hay una
gran diferencia entre el admitir que uno es alcohólico y aceptar el hecho. Esa es la
razón por la que me gusta acudir de vez en cuando a una mesa donde se habla sobre
el primer paso en la terapia. No solo para escuchar, sino también para recordarme a
mí mismo que me encuentro indefenso ante el alcohol. Yo no era como Ed, quien
mencionó antes que se emborrachaba durante un par de semanas, después se
enmendaba y se mantenía sobrio durante algún tiempo. No, yo estaba borracho en
todo momento. 

(Elmore Leonard, Hombre desconocido 89, Ediciones Júcar, 1991) 

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