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HUNTER S. THOMPSON

 



   Son ahora las cuatro y media en Cozumel; asoma ya la aurora sobre estas playas
de un blanco suave orientadas hacia el oeste, en el estrecho de Yucatán. A treinta
metros de mi patio del Cabañas del Caribe, se mueve el oleaje, muy suavemente,
sobre la playa; ahí fuera en la oscuridad, pasadas las palmeras. 
   Esta noche hay aquí miles de malignos mosquitos y de niguas. En este
complicado hotel a pie de playa hay sesenta unidades, pero mi habitación (la número
129) es la única llena de luz y de música y de movimiento.
   Tengo las dos puertas y las cuatro ventanas abiertas de par en par: un imán
luminoso e inmenso para todos los insectos de la isla… Pero no me pican. Tengo
cubierto todo mi cuerpo (desde las plantas de mis sangrantes y vendados pies al
extremo de mi cabeza achicharrada) con repelente de insectos 6-12, un aceite barato
y fétido sin más características estéticas o sociales redentoras que la de que es
eficaz.
   Estos malditos insectos andan por todas partes: sobre el cuaderno, en mis
muñecas, en los brazos, dando vueltas al borde de mi gran vaso de Bacardí Añejo
con hielo… pero no hay picaduras. He tardado seis días en resolver este problema
infernal de los insectos… lo que es una excelente noticia en el nivel uno, pero, como
siempre, la solución de un problema no hace más que levantar otra capa y dejar al
descubierto una zona nueva y más sensible. 
   Pero lo que menos me preocupa a estas alturas son cosas como los mosquitos y
las niguas… porque de aquí a unas dos horas y veintidós minutos tengo que salir de
este hotel sin pagar una factura inadmisible, recorrer casi cinco kilómetros costa
abajo en un Volkswagen Safari alquilado que no puede pagarse, tampoco, y que
puede que ni siquiera llegue a la ciudad, debido a graves problemas mecánicos; y
luego sacar a mi asesor técnico Yail Bloor del Mesón San Miguel sin pagar su
factura, tampoco, y luego seguir los dos hasta el aeropuerto en ese maldito cacharro
Safari para coger el vuelo de Aeroméxico de las siete cincuenta para Mérida y
Monterrey, donde cambiaremos de avión camino de San Antonio y Denver. 
   Así que nos espera un día muy agitado… hay más de tres mil kilómetros entre
esto y nuestra casa, no tenemos un céntimo, diez días brutalmente caros en tres
hoteles con la cuenta de crédito de Yates de Aluminio Striker, que nos arrebataron en
cuanto el equipo de relaciones públicas local decidió que actuábamos de forma
demasiado rara para ser lo que pretendíamos (con lo que hemos quedado reducidos 
a unos cuarenta y cuatro dólares extra entre los dos), con mi factura en el Cabañas
rondando los seiscientos cincuenta dólares y la de Bloor en el San Miguel no mucho
menos; más once días de ese coche destartalado que le debemos al representante
local de Avis, que me sacó cuarenta dólares en efectivo por un parabrisas roto, y que
sólo Dios sabe cuánto me pedirá cuando vea en qué condiciones está ahora el
coche… más unos cuatrocientos dólares de coral negro que encargamos en Chino:
puño de dos pulgares, cucharillas de coca, dientes de tiburón, etc., y esa cadena de
oro de dieciocho quilates de ciento veinte dólares en el mercado… además del collar
de coral negro de Sandy. Necesitaremos todo el dinero disponible para el coral
negro… así que cosas como las facturas de hotel y el alquiler del coche tendremos
que dejarlas de lado y pagarlas con cheques, sí alguien los acepta… o cargárselas a
Yates de Aluminio Striker, que fue quien en realidad me metió en este embrollo. Pero
la gente de Striker ya no está con nosotros; hay una hostilidad clara y abierta. Bruce,
Joyce… incluso ese hipócrita disoluto de Eduardo. ¿Cómo destruimos la imagen? 

(Fragmento de la obra) 

(Hunter S. Thompson, La gran caza del tiburón, Editorial Anagrama, 2012)

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