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JOHN FANTE

 


PREGÚNTALE AL POLVO

JOHN FANTE 


PRÓLOGO 

   Yo era joven, pasaba hambre, bebía, quería ser escritor. Casi todos los libros que leía
pertenecían a la Biblioteca Municipal del centro de Los Ángeles, pero nada de
cuanto me caía en las manos tenía que ver conmigo, con las calles, ni con las
personas que me rodeaban. Me daba la sensación de que todos se dedicaban a hacer
juegos de prestidigitación con las palabras, que aquellos que no tenían
prácticamente nada que decir pasaban por escritores de primera línea. Sus libros
eran una mezcla de sutileza, artesanía y formalismo, y era esto lo que se leía, se
enseñaba en las escuelas, se digería y se transmitía. Era un invento cómodo, una
Logocultura ingeniosa y prudente. Había que volver a los autores anteriores a la
Revolución Rusa para encontrar algo de aventura, un poco de pasión. Había
excepciones, pero eran tan escasas que se agotaban rápidamente y uno se quedaba
sin saber qué hacer ante las filas interminables de libros insípidos. A pesar de todo lo
que podía haberse aprendido en los siglos precedentes, los autores modernos no eran
lo que se dice muy hábiles.
   Cogía de las estanterías un libro tras otro. ¿Por qué nadie decía nada? ¿Por qué
no alzaba nadie la voz por encima de la de los demás? 
   Probé en las distintas secciones de la biblioteca. La sala de Religión me pareció
un páramo tan vasto como inútil. Fui a la de Filosofía. Di con un par de alemanes
resentidos que me estimularon una temporada, hasta que los olvidé. Probé con las
matemáticas, pero las matemáticas superiores no se diferenciaban de la religión. No
me afectaban en absoluto. Lo que yo buscaba no se encontraba al parecer en
ninguna parte. 
   Probé con la geología, y al principio sentí cierta curiosidad, pero me resultó
insustancial a la postre. 
   Descubrí ciertos libros sobre cirugía y me gustaron los libros sobre cirugía: las
palabras eran nuevas y maravillosas las ilustraciones. En concreto, me gustaron y
memoricé los detalles de las operaciones del mesocolon. 
   Al final abandoné la cirugía y volví a la gran sala abarrotada de autores de
novelas y cuentos. (Cuando tenía morapio en abundancia no iba por la biblioteca.
Una biblioteca era un lugar estupendo para pasar el rato cuando no se tenía nada
para comer o beber y cuando la dueña de la casa le perseguía a uno con los recibos
atrasados del alquiler. En la biblioteca, por lo menos, se podía ir al lavabo sin
problemas). Vi muchísimos compañeros de vagabundeo allí, y casi todos dormidos
sobre el libro abierto. 
   Seguí recorriendo la sala general de lectura, cogiendo libros de los estantes,
leyendo unas cuantas líneas, unas cuantas páginas, y dejándolos en su sitio a
continuación. 
   Pero cierto día cogí un libro, lo abrí y se produjo un descubrimiento. Pasé unos
minutos hojeándolo. Y entonces, a semejanza del hombre que ha encontrado oro en 
los basureros municipales, me llevé el libro a una mesa. Las líneas se encadenaban
con soltura a lo largo de las páginas, allí había fluidez. Cada renglón poseía energía
propia y lo mismo sucedía con los siguientes. La esencia misma de los renglones
daba entidad formal a las páginas, la sensación de que allí se había esculpido algo.
He allí, por fin, un hombre que no se asustaba de los sentimientos. El humor y el
sufrimiento se entremezclaban con sencillez soberbia. Comenzar a leer aquel libro
fue para mí un milagro tan fenomenal como imprevisto. 
   Tenía tarjeta de lector. Rellené la hoja del servicio de préstamo, me llevé el libro
a casa, me tumbé en la cama, me puse a leerlo y mucho antes de acabarlo supe que
había dado con un autor que había encontrado una forma distinta de escribir. El
libro se titulaba Pregúntale al polvo y el autor se llamaba John Fante. Tendría una
influencia vitalicia en mis propios libros. Acabé Pregúntale al polvo y busqué más
libros de Fante en la biblioteca. Encontré dos. Dago red y Espera a la primavera,
Bandini. La calidad era la misma, se habían escrito con el corazón y las entrañas y
no hablaban de otra cosa. 
   Sí, Fante tuvo sobre mí un efecto poderoso. Poco después de leer los libros que he
citado conviví con una mujer. Estaba más alcoholizada que yo, sosteníamos peleas
violentas y a menudo le gritaba: «¡No me llames hijo de puta! ¡Yo soy Bandini,
Arturo Bandini!». 
   Fante fue para mí como un dios, pero yo sabía que a los dioses hay que dejarles
en paz, que no hay que llamar a su puerta. Sin embargo, me ponía a hacer conjeturas
sobre el punto exacto de Angel’s Flight en que al parecer había vivido y hasta
pensaba que a lo mejor seguía viviendo allí. Casi todos los días pasaba por el lugar
y me preguntaba: ¿será ésa la ventana por la que se deslizaba Camila? ¿Es ésa la
puerta de la pensión? ¿Es ése el vestíbulo? No lo he sabido nunca. 
   Treinta y nueve años más tarde he vuelto a leer Pregúntale al polvo. Quiero decir
que lo he vuelto a leer este año y que todavía se sostiene, al igual que las demás
obras de Fante, pero que éste es el libro que prefiero porque constituyó mi primer
encuentro con la magia. Escribió otros libros, además de Dago red y Espera a la
primavera, Bandini. Por ejemplo, Plenitud de vida y Hermanos de vino. En
la actualidad está escribiendo otra novela, Sueños de Bunker Hill
   Al final, gracias a otras vicisitudes, he conocido al novelista este mismo año.
Queda mucho por decir de la vida de John Fante. Una vida con una suerte
extraordinaria, con un destino horrible y llena de una valentía tan natural como
insólita. Es posible que se cuente algún día, aunque creo que a él no le gustaría que
yo la contase aquí. Permítaseme decir, sin embargo, que en su forma de escribir y en
su forma de vivir se dan las mismas constantes: fuerza, bondad y comprensión. 
   Es todo. A partir de este momento, el libro pertenece al lector. 
   
                                                                                    CHARLES BUKOWSKI 

                                                                                                          5-6-79

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