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BORIS VIAN


LOS PERROS, EL DESEO Y LA MUERTE

Cuento publicado originalmente con el seudónimo de «Vernon Sullivan». (N. del E.)

Me han jodido... Mañana voy a la silla. Pero lo escribiré en cualquier caso, pues me gustaría dejar una explicación. El jurado, como es natural, no comprendió nada. Además, Slacks está muerta. Me resultaba difícil hablar sabiendo que no me creerían. Si Slacks hubiera podido arrojarse del coche, si hubiera podido venir a contarlo... Pero por fin todo ha terminado. Ya no hay nada que hacer. Al menos en este mundo.
Lo malo, cuando se es taxista, son las maniáticas costumbres que se adoptan. Se circula durante todo el día y, por fuerza, acaban por conocerse todos los barrios. Hay algunos que se prefieren a otros. Conozco tipos, por ejemplo, que se dejarían hacer picadillo antes de llevar a un cliente a Brooklyn. Yo los llevo de buen grado. Los llevaba, quiero decir, porque ya no podré volver a hacerlo. Sí, es cuestión de costumbre. Como ésa que me dio de pasar casi todas las noches, hacia la una, por el Three Deuces. Cierta vez llevé a ese sitio a un cliente borracho perdido. Se empeñó en que entrara con él. Cuando salí, conocía de sobra el género de chicas que en aquel antro podían encontrarse. El resto vino rodado, como podrán comprobar por ustedes mismos...
Todas las noches, entre la una menos cinco y la una y cinco, pasaba por el lugar. Ella salía mas o menos a esa hora. En el Deuces actuaban cantantes con mucha frecuencia, y yo sabía quién era ella. La llamaban Slacks porque llevaba pantalones más a menudo que cualquier otro tipo de indumentaria . Después los periódicos dijeron también que era lesbiana. Casi siempre salía acompañada por los dos mismos fulanos, su pianista y su contrabajo, y se metían los tres en el coche del primero. Hacían un pase por otro antro, como diversión, y regresaban más tarde al Dcuces para acabar la noche. Esto lo supe más tarde.
Nunca permanecía demasiado tiempo allí. No podía conservar libre mi taxi durante todo el rato ni tenerlo estacionado demasiado tiempo. Siempre había más clientes en aquel lugar que en ningún otro sitio del recorrido habitual.
Pero, en la noche de la que hablo, tuvieron una agarrada entre los tres que resultó cosa seria. Ella le atizó al pianista un soberano puñetazo en el rostro. Tenía la mano singularmente pesada la maldita. Lo tiró al suelo con tanta facilidad como lo hubiese hecho un poli. Desde luego, él iba bastante bebido, pero aunque hubiera estado sobrio creo que se habría caído. Sólo que, borracho como una cuba, quedó tendido en la acera, mientras que el otro intentaba reanimarle arreándole bofetadas tales como para arrancarle la cocotera. No pude ver el final porque la chica optó por largarse. Abrió la portezuela del taxi y se sentó a mi lado, en el traspontín. Después encendió un mechero, y se puso a contemplarme colocándomelo debajo de las narices.
-¿Quiere que encienda la luz?
Contestó que no, y apagó el mechero. Nos pusimos en marcha. Un poco más lejos, después de haber girado en York Avenue, le pregunté la dirección, pues me di cuenta de que todavía no me había dicho nada.
-Todo recto.
A mí me daba lo mismo, claro está; el contador estaba funcionando. Así que continué recto. A esa hora sigue habiendo gente en los barrios de las boîtes, pero en cuanto se deja el centro, se acabó: las calles están desiertas. Nadie lo cree, pero pasada la una, es peor que los suburbios. Algunos coches solamente, y un tipo de vez en cuando.
Después de la idea de sentarse a mi lado, no cabía esperar gran cosa de la normalidad de la chica. La veía de perfil. Tenía el pelo negro llegándole hasta los hombros, y el tono de piel tan pálido que le daba aspecto casi enfermizo. Los labios pintados de un rojo casi negro, daban a su boca la apariencia de una oscura madriguera. El coche seguía su camino. Por fin se decidió a hablar.
-Déjeme conducir.
Paré el automóvil. Estaba decidido a no llevarle la contraria. Había visto la manera en que acababa de poner fuera de combate a su amigo, y no me apetecía en absoluto tener que vérmelas con una hembra como aquélla. Me disponía a echar pie a tierra cuando me agarró por el brazo.
-No merece la pena. Pasaré por encima de usted. Haga sitio.
Se sentó primero sobre mis rodillas y, a continuación, se deslizó a mi izquierda. Era de carnes firmes como una barra de hielo pero su temperatura era muy otra.
Se dio cuenta de que la cosa me había afectado; se puso a sonreír, pero sin malicia. Tenía aspecto de estar casi contenta. Cuando arrancó, pensé que la caja de velocidades de mi viejo cacharro iba a explotar. Nos hundimos como veinte centímetros en los respectivos asientos, tan brutal fue su manera de poner el coche en marcha.
Nos acercábamos a la parte del Bronx después de haber atravesado Harlem River, y seguía pisando el acelerador como una loca. Cuando me movilizaron tuve ocasion de ver conducir en Francia a determinados fulanos. Desde luego sabían darle marcha a un automóvil, pero, aun así, no lo castigaban ni la cuarta parte que aquella furia con pantalones. Los franceses se limitan a ser peligrosos. Ella era un cataclismo. Sin embargo, yo seguía sin decir nada.
¡Oh, el asunto les hace sonreír! Seguramente piensan que con mi estatura y mis músculos habría podido poner en su sitio a la damisela. Pero no, tampoco ustedes lo hubieran intentado después de ver la boca de aquella chica y el aspecto de su cara al volante del coche. Pálida como un cadáver, y aquel agujero negro... La miraba de reojo sin decir ni pío y procuraba estar atento al mismo tiempo. No me hubiese gustado nada que un poli nos hubiera visto a los dos en el asiento de delante.
Como ya he dicho, tampoco podrían ustedes creer la poca gente que se ve a partir de determinada hora en una ciudad como Nueva York. La chica daba una vuelta tras otra metiéndose por no importa qué calle. Circulábamos manzanas enteras sin encontrar ni un gato y, de vez en cuando, distinguíamos a uno o dos individuos. Un mendigo, en ocasiones una mujer y personas que regresaban de su trabajo. Hay tiendas que no cierran antes de la una o las dos de la madrugada y otras que incluso permanecen abiertas toda la noche. Cada vez que veía un fulano sobre la acera de la derecha, la chica daba un volantazo y procuraba pasar rozando el bordillo, lo más cerca posible del individuo en cuestión. Antes de llegar a su altura frenaba un poco. Después, daba un acelerón justo en el momento de pasar a su lado. Yo continuaba sin decir ni mus, pero a la cuarta vez que lo hizo, le pregunté:
-¿Para qué hace usted eso?
-Supongo que me divierte -contestó.
No respondí nada. Ella me miró. Como no me gustaba que separase los ojos de la calzada mientras conducía, la mano se me fue atomáticamente a sujetar el volante. Entonces, como el que no quiere la cosa, me la golpeó con su puño derecho. Pegaba como un caballo. Se me escapó una maldición, y ella volvió a sonreír.
-Resultan tan ridículos cuando saltan en el aire al oír el ruido del motor...
Sin duda alguna, tenía que haber visto al perro que en aquel momento cruzaba la calle. Me dispuse a agarrarme a algún sitio para prevenir las consecuencias del frenazo. Pero, lejos de aminorar la marcha, aceleró a fondo. Pude sentir el choque y oír el ruido sordo proveniente de la parte delantera del automóvil.
-¡Cuernos! -exclamé-. ¡Está empezando a pasarse! Un perrazo como ése ha debido abollarme la cafetera...
-¡Cierra el pico!
Parecía estar en trance. Los ojos le parpadeaban y el cacharro comenzó a hacer ligeras eses. Dos manzanas mas adelante paró junto a la acera.
Intenté bajar para ver si el golpe había dejado señales en la carrocería, pero volvió a cogerme por el brazo. Respiraba resoplando como un caballo.
En aquel momento, su cara... No, no puedo olvidar su cara... Ver a una mujer con esa expresión cuando es uno mismo quien la ha provocado es todo un placer, estamos de acuerdo... Pero estar a kilómetros de pensar en eso y verla así de repente... Había cesado de moverse y se limitaba a apretar cada vez con más fuerza el puño. Babeaba un poco. Tenía húmedas las comisuras de los labios.
Miré hacia fuera. No sabía dónde estábamos, pero no había nadie. Su pantalón se abría con un cierre de cremallera. En el interior de un coche, por regla general, no suele quedar uno demasiado satisfecho. Pero, a pesar de eso, nunca olvidaré aquella vez. Ni siquiera mañana, cuando los muchachos me hayan afeitado ya la cabeza.
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Un poco después la hice volver a pasar a la derecha y cogí de nuevo el volante. Casi inmediatamente me obligó a parar el coche. Se arregló lo mejor que pudo, sin parar de jurar como un carretero, y echó pie a tierra para acomodarse en la parte de atrás. Acto seguido me dio la dirección de una sala de fiestas a la que tenía que ir a cantar. Intenté darme cuenta de dónde nos encontrábamos. Me sentía perdido, como cuando uno se levanta después de un mes de convalecencia. Pero conseguí mantenerme en pie, cuando a mi vez, bajé para echar un vistazo a la parte delantera dcl coche. No tenía nada. Apenas una mancha de sangre extendida sobre la aleta derecha por efecto de la velocidad. Podía tratarse de cualquier tipo de mancha.
Lo más rápido era dar media vuelta y regresar por el mismo camino.
La veía en el retrovisor. Iba fisgoneando por el cristal de la portezuela. Cuando distinguí la mancha negra de la carroña sobre la acera, volví a oírla. De nuevo respiraba con más fuerza. El perro se movía todavía un poco. Debíamos haberle quebrado los riñones, y el animal se había arrastrado hasta el bordillo. Sentí ganas de vomitar y me noté desfallecer, pero, a mi espalda, ella comenzo a reírse. Viendo que me sentía mal, se puso a injuriarme en voz baja. Me decía cosas terribles, y hubiera podido poseerla otra vez allí mismo, en mitad de la calle.
No sé de qué estarán hechos ustedes, amigos, pero por mi parte, en cuanto la hube dejado en la sala de fiestas donde iba a seguir cantando, no pude quedarme fuera esperándola. Volví a ponerme en camino casi al instante. Tenía que volver a casa. Sentía necesidad de acostarme. Vivir solo no siempre resulta muy agradable, pero, carajo, felizmente estaba solo aquella noche. Ni siquiera me desnudé. Bebí algo de lo que tenía y me eché sobre el catre. Estaba muerto. Estaba verdaderamente muerto.
Por lo demás, al día siguiente por la noche estaba como un clavo en el mismo sitio, y la esperaba justo delante de la puerta. Bajé la bandera y me apeé para estirar un poco las piernas. Había movimiento en aquel lugar. No podía quedarme más rato. Y, sin embargo, la esperaba. Salió a la misma hora de siempre. Puntual como un reloj, la chica aquella. Casi al instante me vio. Y, desde luego, me había reconocido. Los dos fulanos la seguían como de costumbre. Ella sonrío con su sonrisa habitual. No, no se cómo decirlo. Al verla frente a mí, sentí que el suelo desaparecía bajo mis pies. Abrió la puerta del taxi, y los tres se metieron en su interior. Se me cortó la respiración. No me lo esperaba. Idiota, me dije. ¿Cómo no te has dado cuenta de que para una mujer como ésta todo se queda en caprichos? Una noche tal vez le hayas apetecido, pero la siguiente no eres más que un conductor de taxi. Un desconocido.
¡Y que lo digas...! ¡Un desconocido...! Conducía como un tarugo, y a punto estuve de empotrarme en la trasera del cochazo que llevábamos delante. Echaba humo, seguro. Me sentía mal y todo. Detrás de mí, los tres lo estaban pasando bomba. Ella les contaba historias con su voz hombruna, aquella voz, carajo, que parecía salir de la garganta a contrapelo. Oírla hacía el mismo efecto que una buena curda.
En cuanto llegamos, se apeó la primera. Los dos tipos ni siquera hicieron intención de pagar. También la conocían... Desaparecieron en el interior del local, y ella se asomó a mi ventanilla para acariciarme la mejilla como si fuese un niño. Acepté su dinero. No tenía ganas de discusiones. Intenté decirle algo, pero no supe qué. Fue ella quien habló.
-¿Me esperas? -dijo.
-¿Dónde?
-Aquí. Salgo dentro de un cuarto de hora.
-¿Sola?
Yo no cabía en mi pellejo. Hubiera querido retirar lo dicho, pero ya no podía retirar nada. Me clavó las uñas en la mejilla.
-¡Habráse visto! -dijo.
Sonreía todavía. Yo apenas si me daba cuenta de nada. Me soltó casi enseguida. Me toqué el carrillo. Sangraba.
-No es nada -añadió-. Te habrá dejado de sangrar cuando salga. Me esperas, ¿eh? Aquí.
Se metió en la boîte. Intenté verme en el retrovisor. Tenía tres marcas en forma de media luna en mitad de la mejilla. Una cuarta, algo mayor, frente a las anteriores. Apenas si salía sangre. No me dolían.
Así que esperé. Aquella noche no matamos nada. Por mi parte, tampoco obtuve recompensa.
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Me pareció que hacía tiempo que no hacía el asunto ése. Como no hablaba mucho, tampoco sabía demasiado sobre su vida. En cuanto a mí, vivía aletargado durante el día y, por la noche, cogía el armatoste y me iba a buscarla. Ya no se sentaba a mi lado. Hubiera sido demasiado tonto dejarnos echar el guante por eso. Cuando lo pedía, yo me bajaba y ella se ponía en mi sitio. Al menos dos o tres veces por semana conseguíamos dar caza a algún perro o a algún gato.
Pienso que empezó a apetecerle algo más a partir del segundo mes. La cosa comenzaba a hacerle menos efecto que las primeras veces, y creo que por entonces se le ocurrió la idea de buscar una presa más importante. El asunto me parecía natural, para qué engañarles... Ella no reaccionaba ya como antaño, y a mí me apetecía que volviera a hacerlo. Sí, lo sé. Dirán que soy un monstruo, pero ustedes no conocieron a aquella chica. Matar un perro o matar a un niño; me hubiese dado igual con tal de complacerla. Así que nos cargamos a una joven de quince años. Estaba paseando con su amigo, un marinero. Volvían del parque de atracciones... Pero mejor será que lo cuente.
Slacks se mostraba implacable aquella noche. En cuanto se montó, me di cuenta de que necesitaba algo. Al instante comprendí que, aunque tuviéramos que rodar toda la noche, habría que encontrar algo.
¡Caray, la cosa se presentaba mal! Enfilé directamente por Queensborough Bridge y, desde allí, por las autopistas de circunvalación. Nunca había visto tantos coches y tan pocos peatones. Lo normal, me dirán ustedes, en las vías rápidas. Pero aquella noche no me lo parecía. No, no estaba en lo que hacía. Rodamos kilómetros y kilómetros. Dimos toda la vuelta y, al final, nos encontramos en pleno Coney Island. Slacks llevaba el volante desde hacía un rato. Yo iba detrás, procurando sujetarme bien en los virajes. Simplemente esperaba, como de costumbre. Dicho está que yo vivía aletargado. Y sólo me despertaba cuando ella pasaba a la parte de atrás para reunirse conmigo. ¡Cuernos! No quiero volver a pensar en ello.
La cosa fue simple. Comenzaba a zigzaguear desde la Veinticuatro Oeste hacia la Veintitrés, cuando les vio. Se divertían caminando él sobre la acera y ella a su lado, por la calzada, para parecer aun mas pequeña. El muchacho era grandote, un mocetón. Vista de espaldas, la chica parecía muy joven. Tenía los cabellos rubios y llevaba un vestido diminuto. No había demasiada luz. Vi el movimiento de las manos de Slacks sobre el volante. Qué zorra. Bien sabía lo que se hacía. Cargó sobre el bordillo y enganchó a la chica a la altura de las caderas. Tuve la impresión de estar a punto de reventar. Sin embargo, reuní fuerzas para volver la cabeza. Como un amasijo de carne inerte, la joven estaba en el suelo. Su amigo gritaba y corría detrás de nosotros. Después vi salir de su escondrijo un coche verde, uno de los antiguos patrulleros de la policía.
-¡Más rápido! -grité.
Ella me miro un segundo, y a punto estuvimos de subirnos a la acera.
-¡Pisa...! ¡Pisa...!
Sé muy bien lo que me perdí en aquel momento. Lo sé. No veía más que su espalda, pero sé perfectamente lo que hubiera sido. Por eso, ahora, todo me importa un rábano, ¿me entienden? Por eso es por lo que me importa un bledo que los muchachos vayan a afeitarme el coco mañana por la mañana. Es más, por mí como si me quieren dejar flequillo, cosa de reírse un rato; o pintarme de verde, como el coche de la policía. Me da absolutamente igual, ¿me entienden?
Slacks pisaba. Consiguió salir del paso y desembocamos en Surf Avenue. La vieja cafetera hacía un ruido horroroso. Detrás, la de la policía debía estar empezando a darnos alcance.
Poco después alcanzamos una rampa de acceso a la autopista. Se acabaron los semáforos rojos. ¡Caray! ¡Si hubiera tenido otro coche...! Todo se conjuraba. Y el de atrás arrastrándose también, pero pisándonos los talones. Parecía una carrera de caracoles. Era como para arrancarse las uñas con los dientes.
Slacks ponía de su parte todo lo que podía. Yo seguía no viendo más que su espalda, pero sabía lo que le apetecía, y me apetecía tanto como a ella. Le chillé una vez mas: «¡Pisa!». Y pisó. A continuación volvió la cabeza un segundo. Otra patrulla desembocaba en aquel momento por una rampa en la pista. Ella no la vio. Nos alcanzaba por la derecha. Por lo menos venía a setenta y cinco por hora. Al ver el árbol me hice una bola, pero ella ni siquiera se inmutó. Cuando me sacaron de entre la chatarra berreaba como un animal, y Slacks seguía sin moverse. El volante le había hundido el tórax. La extrajeron con muchas dificultades tirando de sus pálidas manos. Tan pálidas como su cara. Babeaba todavía ligeramente. Tenía los ojos abiertos. Yo tampoco podía moverme a causa de mi pata, que se me había doblado de mala manera. Pero les pedí que acercaran su cuerpo a mi lado. Entonces fue cuando vi sus ojos. Y después la vi a ella. Tenía sangre por todas partes. Chorreaba sangre. Salvo del rostro.
Le quitaron el abrigo de piel y vieron que no llevaba nada debajo, excepto los pantalones. La pálida carne de sus caderas parecía asexuada y muerta bajo el resplandor de los reflectores de sodio que iluminaban la calzada. La cremallera del pantalón estaba ya abierta cuando nos dimos contra el árbol...
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(1947)
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(Boris Vian, El lobo-hombre, Barcelona, Círculo de lectores, 1990)

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