CHARLES BUKOWSKI
EDWARD BUNKER
Salí de la cárcel con sesenta y
cinco dólares, un traje barato (que llevaba diez años pasado de moda), unos
pantalones militares y una muda envueltos en un paquete marrón, y un billete de
autobús a Los Ángeles. Un carcelero con uniforme me llevó a la estación y se
quedó conmigo hasta que subí al autobús.
Subí deprisa, contento de escapar
de las miradas de la gente de la estación, atraídas por la compañía del
carcelero. Cuando vi cómo se marchaba a través de la ventana de vidrio ahumado,
me atravesó como un impulso eléctrico la certeza de que era libre. ¡Libre!
Los demás pasajeros fueron
llegando poco a poco y subiendo sus bultos a las rejillas que había encima de
los asientos. El motor al ralentí hizo temblar el vehículo. Me invadió una
sensación de irrealidad tan intensa que me mareé. Todo era extraño. La
resonancia y el tintineo de las voces de las mujeres, que hacía ocho años que
no oía, me resultaban tan ajenos al oído como el chino. La variedad y los colores
de los vestidos —los tonos rojos y amarillos de los estampados de verano—
chocaban contra mi sensibilidad con una fuerza cegadora. Me quedé en el
asiento, totalmente embelesado.
El conductor llegó por el
pasillo. Era un hombre corpulento. La barriga le sobresalía por encima de la
hebilla del pantalón; se había quitado la gorra y tenía los cabellos empapados
en sudor. Le pedía el billete a cada pasajero y bromeaba con ellos. Cuando
llegó a mí, la sonrisa le desapareció del rostro. Remugó y ni siquiera me miró
a los ojos. Sentí una humillación y una rabia que me dieron náuseas, pero luego
me pregunté si sólo me lo había imaginado. En todo caso, el conductor retomó
las gracias con el siguiente pasajero.
«A la mierda» —musité—. «En unas
cuantas horas me mezclaré con la multitud y nadie se dará cuenta».
Los frenos chirriaron y el motor
diesel se puso en marcha. Mi viaje hacia la libertad acababa de empezar. Todo
lo que sentía quedó eclipsado por la emoción de ver el mundo más allá de los
muros de la cárcel. Mientras recorrimos lentamente las callejuelas de la
ciudad, me empapé de todos los detalles. Los talleres mecánicos, las tiendas de
recambios para automóviles, los bares y las tiendas de ultramarinos más
destartaladas tenían un aspecto sórdido y lastimoso bajo el sol implacable,
pero a mí me parecían edificios indescriptiblemente hermosos.
El autobús llegó pronto al campo.
El asfalto negro dividía kilómetros y kilómetros de campos de alfalfa,
extensiones esmeralda pulidas por el agua de los aspersores giratorios. Observé
los campos con la fascinación de un niño la primera vez que mira por un
calidoscopio.
Las horas iban pasando, kilómetro
tras kilómetro. El autobús pasó por onduladas extensiones de maleza —preciosas—
y pueblos con bulliciosas gasolineras, donde vaqueros con sombreros de cowboy
holgazaneaban y los niños jugaban en las calles. Y después más campos,
meciéndose voluptuosamente bajo las caricias de la brisa. Me sentía como si
pudiera viajar en aquel autobús durante toda la eternidad y no necesitara nada
más para ser feliz.
Dos chicas adolescentes se
bajaron en un pueblo cerca de la base aérea. Las miré cuando se alejaban de las
estación. Llevaban pantalones ajustados que les marcaban claramente los muslos
y el culo. Las observé ávidamente, mientras las fantasías se desbocaban con
rapidez e intensidad. Al pasar años sin una mujer los presos desarrollan una
gran habilidad imaginativa: hay que tener imaginación para tirarte a un marica
con barba de varios días y las cejas depiladas. Cierras los ojos y te imaginas
que es otra persona, a lo mejor la exótica estrella de cine que viste en la
película del fin de semana. La imaginación es necesaria cuando se sustituye una
mujer por una mano resbaladiza llena de vaselina. Vaselina, los ojos cerrados y
la imaginación. Cuando las muchachas desaparecieron, seguí excitado por mis
fantasías.
El autobús tardó una hora en
recorrer lenta y penosamente una carretera que subía por un desfiladero, entre
muros de piedra salpicados de matorrales. No había vistas. Aproveché aquel
interludio para revisar el sobre lleno de papeles que me habían dado en la
puerta de la cárcel. Había tres formularios del informe de la condicional. El
primero tenía que rellenarlo y enviarlo la primera semana del mes: nombre y
número del recluso, dirección, lugar de trabajo, ingresos, ahorros, descripción
y licencia del vehículo. Había también una copia del acuerdo de libertad
condicional firmada por mí, con sus condiciones. Eran criterios estándar:
conservar un empleo adecuado (¿qué quería decir «adecuado»?), no cambiar de
dirección, no conducir un vehículo sin autorización por escrito, no beber, no
firmar ningún contrato, no pedir ningún préstamo, evitar a los antiguos
cómplices y personas de mala reputación, y atender los consejos y las propuestas
del agente de la condicional. El incumplimiento de cualquiera de aquellas
condiciones era motivo suficiente para volver a la cárcel sin notificación ni
audiencia previas.
En uno de los documentos se
mencionaba que el agente de la condicional se llamaba Joseph Rosenthal. Tenía
que ponerme en contacto con él en cuanto llegara. Me gustaba la idea de que
fuera judío: los judíos habían sufrido tanto que tenía que sentir alguna
empatía por mis problemas.
El autobús se detuvo veinte
minutos en Santa Bárbara. Bajé rápidamente al arcén porque quería dar una
vuelta. La maraña de movimiento y color me marearon. Todo era extraño, un mundo
diferente al que yo estaba acostumbrado. Me metí sin pensarlo en una licorería
y compré un puro de veinticinco centavos y un cuarto de litro de vodka. No es
que tuviera intención de emborracharme (ya estaba borracho de libertad), sino
que quería aprovechar mi libertad de elección para comprar algo.
Pero estaba borracho cuando el
autobús emprendió el último tramo del viaje por la costa. Observé el encaje que
tejían las olas a lo largo de la playa y el brillo del mar, con los tonos
desleídos del crepúsculo de principios del verano.
No tuve presente que estaba cerca
de Los Ángeles hasta que el autobús subió un desnivel y llegó a Santa Mónica.
De súbito, la conciencia de estar en casa chocó con una sorpresa absoluta y un
poco de incredulidad. Con la avidez de un niño, aplasté la nariz contra la
ventana ahumada y observé el exterior. Reconocía todos los edificios, pero
todos me sorprendían.
En West Hollywood giramos por
otra avenida. Sunset Strip quedó a la izquierda y pude ver las colinas verdes
salpicadas de edificios blancos. Los recuerdos me vinieron a la cabeza con una
fuerza arrolladora. Aquel había sido mi territorio el año antes de que entrara
en la cárcel: el único buen año que recordaba. No bueno en el sentido moral,
todo lo contrario, pero había conseguido dinero fácilmente y lo había gastado
en la buena vida: un apartamento caro, un coche deportivo, trajes de seda,
licores buenos y comida. Por mucho que fuera una vida frustrante y sin sentido,
era una existencia constantemente embriagadora. Con tanto hedonismo no había
tiempo para pensar en el «sentido» de las cosas. Aquel año me había costado
ocho años de pesadilla, un intercambio totalmente injusto.
El autobús llegó a Hollywood. Me
acordé de los horribles chalés de estuco rosa y amarillo, que habían entrado en
decadencia tras la edad de oro de los años treinta. Ahora había altos bloques
de pisos y rascacielos.
De pronto, el autobús se detuvo
en una estación. Tenía un billete para el centro de Los Ángeles y no tenía
pensado bajarme en Hollywood, pero cogí mi paquete y salí a toda prisa, con el
vientre revuelto.
La estación era pequeña y había
poca gente. Eran las cinco y veinte. La oficina de la condicional ya tenía que
estar cerrada, pero decidí llamar por teléfono por si acaso.
Contestó una mujer. Me pareció
extraño que me dijera «por favor» y «señor», en vez de «gilipollas» y «cabrón»,
que era a lo que yo estaba acostumbrado. Rosenthal todavía estaba en la
oficina.
—Hola, Max —dijo—. Qué sorpresa
que hayas llamado. Tu autobús tenía que llegar a las seis y a esa hora ya no
iba a estar.
—Me he bajado en Hollywood.
—¿Estás ahí ahora?
—Me dijeron que te llamara en
cuanto llegara y eso he hecho.
—Muy bien, muy bien. ¿Cómo estás?
Le dije que estaba un poco
borracho. Parecía una afirmación ingenua, pero en cierto modo era una prueba.
Si me lo reprobaba, sabría que me había tocado un gilipollas y tenía que actuar
en consecuencia y mentirle siempre a partir de entonces. Si lo pasaba por alto
con humor o mostraba comprensión, sabría que podría manipularlo. Pero no hizo
ninguna de las dos cosas. Simplemente dijo «Oh» y yo me ruboricé y me maldije
por no haber aprendido la lección, cuando sabía que había que tener la boca
cerrada delante de la autoridad. Me preguntó dónde estaba la estación.
Curiosamente, no lo sabía. Había nacido en Hollywood, pero no recordaba ninguna
estación. Dejé el auricular colgando y salí a la calle.
En el rótulo de la calle ponía
«Vine Street»; en el cruce, «DeLonpre Avenue». Debía de haber pasado por
aquella estación cientos de veces sin fijarme en ella.
Me quedé mirando a mi alrededor
con asombro y fascinación. A la izquierda se alzaba el skyline del centro de Hollywood, familiar para mí desde la niñez y
ahora tan conocido como totalmente nuevo. Más allá estaban las montañas bajas y
neblinosas con el inmenso rótulo de Hollywood en la cima. A la derecha, un
bloque más allá, estaba el Ranch Market. Era un mercado viejo y enorme, con
puestos al aire libre, como antiguamente. Al verlo me vinieron a la mente
multitud de recuerdos. De madrugada, el mercado, que tenía un puesto de
perritos calientes y un quiosco, contaba con una clientela formada por tipos
raros, estrafalarios y grotescos, y putas achispadas con sus chulos. Había que
pasar por el puesto de perritos para llegar al aparcamiento, donde se reunía en
la oscuridad la gente más extraña, observando con mirada depredadora a los que
iban a comprar algo allí a las tres y media de la madrugada, camareras de
coctelerías y músicos con los ojos enrojecidos a fuerza de pasar las noches en
bares llenos de humo y de vivir en compañía de la marihuana, las pastillas, el
alcohol y el sueño desordenado. Cuando era adolescente, demasiado joven para ir
a los bares, y no tenía adónde ir, rondaba por el mercado en busca de algún
borracho o algún maricón, al que convencía para llevarlo a algún sitio
apartado. Entonces le daba un golpe en la cabeza y finalmente conseguía apenas
quince o veinte dólares.
Durante el día podría haber sido
un mercado cualquiera. Yo sólo lo había visto de madrugada.
Me acordé de Rosenthal y volví a
toda prisa a la estación. Le di las indicaciones y le prometí esperarlo en la
esquina; se pararía de camino a su casa.
Antes de salir, compré unas
cuantas postales y se las envié a algunos amigos que había dejado en chirona.
Yo había apreciado aquel gesto de otros otras veces y estaba seguro de que a
mis amigos también les gustaría.
Las sombras se iban alargando y
empezó a soplar el viento. Era la primera vez que veía anochecer en ocho años,
porque la cárcel se cerraba a las cuatro de la tarde. Leroy, Aaron y todos los
hombres con número estaban ahora en su celda con unos auriculares, con libros,
con sus pensamientos.
Rosenthal llegó con un automóvil
pequeño y sencillo, y se detuvo en doble fila para hacerme una señal. Subí
rápidamente y Rosenthal dio la vuelta a la esquina y aparcó en una calle
residencial con chalés pequeños. De entrada me pareció un cerdito gordo y feliz
con gafas sin montura, una impresión que se reforzaba con una barba poblada e
hirsuta, y un traje que le apretaba demasiado el contorno de su orondo torso.
La imagen se completaba con su cara de pan, sobresaliendo sobre un cuello
estrecho. En la cabeza llevaba un ridículo sombrero de ala corta con una pluma
verde. Tenía un aspecto más absurdo que amenazante.
La ventaja que me daba observarlo
mientras conducía quedaba largamente compensada por su conocimiento de mi largo
expediente. Cuando nos dimos la mano, me miró con curiosidad y franqueza.
—Supongo que debes de sentirte
muy bien —dijo—. Llevabas mucho tiempo en chirona.
—Sí, estoy como mareado, borracho
de libertad. —Intenté sembrar una sombra de duda en su mente sobre lo que le
había dicho por teléfono. Rosenthal pestañeó; había unido las dos frases. No
dijo nada al respecto.
—No tienes mucha pinta de duro
—dijo, con una sonrisa afable, para sacar el tema de mi expediente. Le devolví
la sonrisa con una falsa amabilidad. No olvidaba que nuestra relación se basaba
principalmente en el hecho de que él me tenía pillado y con una navaja en el
cuello. Podía mandarme a la cárcel cuando quisiera. Percibí que su afabilidad
dependía de que no le llevara la contraria.
—¿Crees que podrás cumplir esta
condicional? —preguntó.
—No veo por qué no. Sólo es
cuestión de vivir igual que millones de personas. Tengo problemas, pero son
cosa mía, y tengo que ser capaz de controlarme.
—Bien, actitud positiva. Pero a
veces a los ex presidiarios todo les resulta más difícil. Necesitan ayuda. Para
eso estoy aquí. He visto que tu expediente contiene partes buenas y otras
malas. La mayoría de agentes de la condicional llevan ochenta o noventa casos.
Yo sólo llevo trece, porque son casos especiales.
—¿Yo soy un caso especial? Sólo
tengo una condena por falsificación.
—Una falsificación, sí. Pero el
expediente se remonta a muchos años atrás y ha habido episodios de violencia.
Por eso eres un caso especial.
—Necesito más vigilancia —dije
con acritud.
—Se ve que sí y de eso me encargo
yo. —Hizo una pausa—. No tienes trabajo, así que para que mi supervisor
aprobara tu libertad a tiempo he tenido que presentar algo. Te he conseguido
una plaza en el centro de reinserción de Twenty-Fourth con Vermont.
—¿Un centro de reinserción? —La
idea de ir a un albergue para vagabundos, que es lo que eran realmente los
centros de reinserción, me ponía enfermo. Y aquél estaba en lo que había sido
la frontera del gueto hacía ocho años; sabía que ahora la zona tenía un noventa
y cinco por ciento de población negra.
Al ver mi reacción, Rosenthal me
explicó que los centros de reinserción estaban destinados a personas como yo,
sin hogar, familia ni recursos.
—Es simplemente un refugio hasta
que te instales.
A lo mejor tenía razón, pero
aquello me sonaba a servicios sociales y suponía seguir controlado por la
autoridad. Yo quería libertad, no cambiar una celda por otra. Rosenthal se dio
cuenta de mi actitud y cambió de tema:
—¿Y qué tal lo del trabajo? ¿Se
te ocurre algo?
—De vendedores de coches siempre
hay demanda. Yo tengo bastante facilidad de palabra y trabajé una vez en eso.
—A eso me tengo que oponer.
Demasiadas tentaciones de estafar a alguien.
—Bueno, ¿tiene alguna otra idea?
—Ya hablaremos mañana. Me espera
la cena y mi mujer me va a pegar la bronca. ¿Y qué tal lo del centro? Pruébalo
un par de días.
—Déjeme pensármelo hasta mañana
también.
—¿Dónde vas a dormir esta noche?
—Atisbé el pensamiento que se ocultaba tras su mirada suspicaz: ¿Iba a
desaparecer y dejar colgada la condicional?
—Estaré en su oficina a primera
hora. Guárdeme el paquete en el coche. Y tengo que cobrar los treinta dólares
que me deben por salir en libertad condicional. No voy a escaparme y dejar esto
aquí.
—Si te vas a mí me da igual. Ni
me va ni me viene. —Cogió la llave de contacto—. Voy a pasar por Hollywood
Boulevard. ¿Quieres que te deje allí?
—Vale.
Hollywood Boulevard me parecía
igual de bien que cualquier otro lugar; mi pensamiento no iba más allá del
encuentro con Rosenthal.
Cuando Rosenthal se alejó en su
coche y me quedé solo en la acera, me sobrevino la sensación de libertad con
toda su fuerza. Hasta aquel momento me había dejado llevar por la perspectiva
de llegar a la ciudad y la necesidad de ver a Rosenthal. Ahora tenía una
sensación de libertad total, algo que pocas personas experimentan. Daba
exactamente igual que fuera al norte o al sur, al este o al oeste, que subiera
o bajara por aquella acera. Era una libertad tan absoluta que era como estar en
un vacío.
Una multitud anónima pasaba de
largo a toda prisa, con destinos que habían elegido y que a su vez estaban
asociados a elecciones pasadas. Todos tenían un lugar adónde ir y sus grilletes
invisibles les hacían más felices que la exigencia de enfrentarse a la
libertad. Yo estaba mareado, intimidado y un poco asustado.
Un bosque de neón iba cobrando
vida. La aureola resplandeciente que envolvía cada tubo aumentaba a medida que
las luces iban ganando terreno a la noche. Los colores centelleaban
espasmódicamente, se transformaban en imágenes en ebullición, se movían en
espiral, estallaban y relucían sobre el brillo metálico de los vehículos.
Empecé a andar hacia el oeste, simplemente porque allí había luces más
intensas. Tenía que tomar alguna decisión, hacer algún movimiento.
—¿Y qué coño hago ahora? —La
pregunta debería de haber sido absurda, porque había nacido a menos de tres
kilómetros de allí y había vivido toda mi vida (en libertad) en Los Ángeles.
Pero entre los millones de habitantes de la ciudad no se me ocurría a quién
llamar. Conocía a cientos de delincuentes y ex presidiarios que eran más o
menos amigos. Estarían en las coctelerías de Sunset Strip o en los bares cutres
del centro, o en las cantinas y los bares de los barrios del este. Vivían en
furtividad y hacían lo posible para que no se les pudiera encontrar. Pero si me
daba una vuelta por los sitios habituales me encontraría a unos cuantos y a
través de ellos contactaría con los demás. En unos días podría haberme vuelto a
instalar en los bajos fondos de Los Ángeles. Sería fácil y eso precisamente era
lo que quería evitar. De pronto las luces de neón me nublaron la vista; era
como la sensación que había tenido en el autobús, pero más intensa. La multitud
que pasaba a toda velocidad podría haber estado formada por insectos; me sentía
totalmente ajeno a ellos. Intenté recomponerme para no perder el equilibrio
mental.
El olor a comida y la conciencia
del hambre me devolvieron a la realidad. Me comí una hamburguesa grasienta en
una cafetería abarrotada y me supo deliciosa, después de haber pasado tantos
años en un lugar en el que el queso Velveeta era una exquisitez. Estaba
acabando de tomar el café y observando a la gente (los hombres llevaban ahora
el pelo más largo) cuando se me ocurrió a quién podía llamar: Willy Darin, el
drogata. Llevaba dos meses fuera del centro de rehabilitación, en libertad
condicional, o eso había oído por ahí. El teléfono de su suegro estaba en el
listín, y allí alguien sabría cómo encontrarlo.
Sujeté el auricular con la mano
empapada en sudor. Conocía a toda la familia y esperaba reconocer a quien
contestara; pero la voz masculina que apareció en la línea no me resultaba
conocida.
—¿La residencia de la familia
Pavan? —pregunté.
—Sí. ¿Qué quiere?
—¿Con quién hablo?
—Tío, has llamado aquí.
El juego de suspicacias mutuas
era ridículo.
—Me llamo Max Dembo —dije— y…
—¡Me tomas el pelo!
—No te tomo el pelo.
—¡Hostia, tío! Soy Willy. ¿Cuándo
has salido?
—Esta mañana. Jo, chaval, no te
he reconocido la voz. Oye, estoy aquí tirado en Hollywood. ¿Tienes coche?
—Sí, más o menos. Puede que
aguante hasta allí. Pero tardaré un rato, digamos una hora. Has tenido suerte
de pillarme aquí. Me he parado un momento saliendo del trabajo, antes de llegar
a casa. Tengo que pasar por casa y ducharme.
—¿Cómo está Selma?
—La misma mierda de siempre.
Ahora nos contamos. Y nos colocamos, tío.
—Que no sea cualquier mierda.
—Un poco de hierba o algo.
—No me dejes colgado. Ya se sabe
que no eres de fiar.
—No te apures. ¿Dónde estarás?
—En la esquina de Hollywood con
Vine. ¿Dónde iba a estar, cabrón?
—Llegaré dentro de una hora.
Cuando salí para pasear y matar
el tiempo, habían desaparecido las incertidumbres y las tribulaciones y, con
ellas, la angustia de la soledad. La cárcel atrofia muchas necesidades
emocionales, pero intensifica otras, como la necesidad de compañía. Vivir hacinado
las veinticuatro horas del día crispa los nervios, pero también crea adicción.
Paseé por el bulevar, mirando los
escaparates, y vi que mi traje, con pantalones con raya y vuelta en los bajos,
era un anacronismo. Me encantaba vestir bien —quizá por cierta inseguridad—
pero controlé mis ansias pensando que la ropa la conseguiría con trabajo y
paciencia. Los que ahora tenían las cosas que deseaban habían estado luchando
para conseguirlas mientras yo vegetaba en la cárcel. Sólo la delincuencia me
permitiría recuperar el tiempo perdido de la noche a la mañana y eso no podía
ser. En muchos sentidos nunca recuperaría el tiempo perdido. Así eran las cosas
y no había nada que hacer.
JAVIER VAYÁ ALBERT
PABLO GUILLÉN TUDELA
Esta
madrugada a eso de las cuatro de la mañana pasada media hora, me desperté de sopetón.
Algo me tiraba de los pies. La verdad es que me acojoné un poco. Me estaba
deprimiendo. Mi vida no conducía a ninguna parte.
Me levante
para lavarme y cambiarme de ropa interior y fue inevitable el reflejo del
espejo. Me sentía como un tronco podrido lleno de termitas. Pero incluso con
resaca, barba de tres días y más de un año sin visitar la peluquería yo tenía
mejor aspecto que millones de personas.
Terminé de
cagar en el váter y escudriñando el suelo de linóleo no logré encontrar lo que
estaba buscando, el papel higiénico, el asunto no hacía más que complicarse
porque no sólo no funcionaba la cisterna, sino también la toma del bidé y la
bañera. La única fuente de agua provenía del lavabo o del fregadero de la cocina que estaba al
final de un pasillo de 32 metros, pero ya tendré oportunidad de desarrollar el
asunto más tarde.
En los
tobillos noté la marca inequívoca de dos colmillos. Yo no tenía animales de compañía;
ni mujeres, hombres o viceversa.
Con estos
bueyes para arar, la única luz que se encendió por unos segundos en mi celebro
y que casi de inmediato se fundió, fue llamar a un ufólogo cuyo apodo o seudónimo
era OVNI. Esto la verdad complicaba, y de qué manera, las cosas, pero cuando
llegó acompañado de una preciosa mofeta que localizó en tiempo record a un
enorme cerdito Vietnamita que algún desalmado dejó abandonado en los aledaños
de un cine de arte y ensayo que sólo ofrecía películas subtituladas en Alemán,
aunque la lengua de origen de las cintas eran en su mayoría de países asiáticos.
El caso es
que la mofeta con todas sus buenas intenciones impregno la casa con un fuerte
olor. Parecía una zona de residuos tóxicos y otros altamente nocivos. Tuve que
contratar a una cuadrilla de limpieza y eliminación de olores fuertes.
Como es de
pura intuición durante los siguientes quince días no pernocte en mi domicilio.
Con el
dinero del seguro del hogar alquilé la suite Yucatán en el Hotel Maracaibo. La
playa estaba tan cerca, que las sardinas, al menos por una vez, si eran
frescas.
Supongo que
la ley de costas casi siempre fue papel mojado y hasta untado de billetes o
promesas de futuro.
Pasaron los
días sin nada especial que contar hasta que el taxi me dejó en la puerta de
casa.
Las cortinas
descolgadas, luces encendidas, un potente olor a mierda salía por las ventanas
que ya habían perdido las persianas. Saque la llave de la mochila y no pude
abrir la puerta. Habían cambiado la cerradura.
112-091-092
y el 33333 nadie podía ayudarme. Me dijeron que eran Okupas y disponían de toda
la protección jurídica, policial y administrativa al amparo de los derechos
fundamentales del hombre, como lo es sin duda la vivienda.
Busqué en el mercado negro a dos o tres sicarios de
los países del este. La cosa no fue nada mal. En trece minutos, previo pago de
la cuantía estipulada, los okupas salieron de allí.
Ahora cuando
me despierto de sopetón ya no es porque algo me tire de los pies, sino porque
esos cabronazos de okupas, me tiren de mi casa.
(texto cedido por el autor)
( © Pablo Guillén Tudela, 2021 )
LOUIS-FERDINAND CÉLINE
JOHN CHEEVER
Era uno de esos domingos de mitad
de verano en que todo el mundo repite: «Anoche bebí demasiado». Lo susurraban
los feligreses al salir de la iglesia, se oía de labios del mismo párroco
mientras se despojaba de la sotana en la sacristía, así como en los campos de
golf y en las pistas de tenis, y también en la reserva natural donde el jefe
del grupo Audubon sufría los efectos de una terrible resaca.
—Bebí demasiado —decía Donald
Westerhazy.
—Todos bebimos demasiado —decía
Lucinda Merrill.
—Debió de ser el vino —explicaba
Helen Westerhazy—. Bebí demasiado clarete.
El escenario de este último
diálogo era el borde de la piscina de los Westerhazy, cuya agua, procedente de
un pozo artesiano con un alto porcentaje de hierro, tenía una suave tonalidad
verde. El tiempo era espléndido. Hacia el oeste se amontonaban las nubes, tan
parecidas a una ciudad vista desde lejos —desde el puente de un barco que se
aproximara— que podían haber tenido un nombre. Lisboa. Hackensack. El sol
calentaba. Neddy Merrill, sentado en el borde de la piscina, tenía una mano
dentro del agua, y sostenía con la otra una copa: ginebra. Neddy era un hombre
enjuto que parecía conservar aún la peculiar esbeltez de la juventud, y, aunque
los días de su adolescencia quedaban ya muy lejos, aquella mañana se había
deslizado por el pasamanos de la escalera, y en su camino hacia el olor a café
que salía del comedor, había dado un sonoro beso en la broncínea espalda a la
Afrodita del vestíbulo. Podría habérselo comparado con un día de verano, en
especial con las últimas horas de uno de ellos, y aunque le faltase una raqueta
de tenis o una vela hinchada por el viento, la impresión era, decididamente, de
juventud, de vida deportiva y de buen tiempo. Había estado nadando y ahora
respiraba hondo, como si fuera capaz de almacenar en sus pulmones los
ingredientes de aquel momento, el calor del sol, y la intensidad de su propio
placer. Era como si todo le cupiera dentro del pecho. Doce kilómetros hacia el
sur, en Bullet Park, estaba su casa, donde sus cuatro hermosas hijas habrían
terminado de almorzar y quizá jugasen al tenis en aquel momento. Fue entonces
cuando se le ocurrió que si atajaba por el suroeste podría llegar nadando hasta
allí.
No había nada de opresivo en la
vida de Neddy, y el placer que le produjo aquella idea no puede explicarse
reduciéndola a una simple posibilidad de evasión. Le pareció ver, con
mentalidad de cartógrafo, la línea de piscinas, la corriente casi subterránea
que iba describiendo una curva por todo el condado. Se trataba de un
descubrimiento, de una contribución a la geografía moderna, y le pondría el
nombre de Lucinda, en honor a su esposa. Neddy no era ni estúpido ni partidario
de las bromas pesadas, pero tenía una clara tendencia a la originalidad, y se
consideraba a sí mismo —de manera vaga y sin darle apenas importancia— una
figura legendaria. El día era realmente maravilloso, y le pareció que un baño
prolongado serviría para acrecentar y celebrar su belleza.
Se desprendió del suéter que le
colgaba de los hombros y se tiró de cabeza a la piscina. Neddy sentía un
inexplicable desprecio por los hombres que no se tiran de cabeza. Nadó a crol
pero de forma poco organizada, respirando unas veces con cada brazada y otras
solo en la cuarta, y sin dejar de contar, de manera casi subconsciente, el
un-dos, un-dos, del movimiento de los pies. No era un estilo muy apropiado para
largas distancias, pero la utilización doméstica de la natación ha gravado ese
deporte con ciertas costumbres, y en la parte del mundo donde habitaba Neddy,
el crol era lo habitual. Sentirse abrazado y sostenido por el agua verde y
cristalina, más que un placer, suponía la vuelta a un estado normal de cosas, y
a Neddy le hubiese gustado nadar sin bañador, pero eso no resultaba posible,
debido a la naturaleza de su proyecto. Salió a pulso de la piscina por el otro
extremo —nunca usaba la escalerilla—, y comenzó a cruzar el césped. Cuando
Lucinda le preguntó que adónde iba, respondió que iría nadando hasta casa.
Solo podía utilizar mapas
imaginarios o sus recuerdos de los mapas reales, pero eso era suficiente.
Primero estaban los Graham, y a continuación los Hammer, los Lear, los Howland,
y los Crosscup. Cruzaría Ditmar Street para llegar a casa de los Bunker y
después de andar un poco pasaría por casa de los Levy y de los Welcher, para
utilizar así también la piscina pública de Lancaster. Luego venían los
Halloran, los Sachs, los Biswanger, Shirley Adams, los Gilmartin y los Clyde.
El día era estupendo, y vivir en un mundo con tan generosas reservas de agua
parecía poner de manifiesto la misericordia y la caridad del universo. Neddy se
sentía en plena forma, y atravesó el césped corriendo. Volver a casa utilizando
un camino desacostumbrado lo hacía sentirse peregrino, explorador; lo hacía
sentirse un hombre con un destino, y estaba seguro de encontrar amigos a lo
largo de todo el trayecto; no tenía la menor duda de que sus amigos ocuparían
las orillas del río Lucinda.
Atravesó el seto que separaba la
propiedad de los Westerhazy de la de los Graham, anduvo bajo algunos manzanos
en flor, pasó junto al cobertizo que albergaba la bomba y el filtro y salió al
lado de la piscina de los Graham.
—¡Hola, Neddy! —dijo la señora
Graham—, ¡qué agradable sorpresa! Me he pasado toda la mañana tratando de
hablar contigo por teléfono. Déjame que te prepare algo de beber.
Neddy comprendió entonces que,
como cualquier explorador, necesitaría hacer uso de toda su diplomacia para
conseguir que la hospitalidad y las costumbres de los nativos no le impidieran
llegar a su destino. No deseaba desconcertar a los Graham ni mostrarse
antipático, pero tampoco disponía de tiempo para quedarse allí. Hizo un largo
en la piscina y se reunió con ellos al sol; unos minutos más tarde, la llegada
de dos automóviles cargados de amigos que venían de Connecticut le facilitó las
cosas. Mientras todos se saludaban efusiva y ruidosamente, Neddy pudo
escabullirse. Salió por la puerta principal de la finca de los Graham, pasó por
encima de un seto espinoso y cruzó un solar vacío para llegar a casa de los
Hammer. La dueña de la casa, al levantar la vista de las rosas, vio a alguien
que pasaba nadando, pero no llegó a saber de quién se trataba. Los Lear lo
oyeron cruzar la piscina a nado a través de las ventanas abiertas de la sala de
estar. Los Howland y los Crosscup habían salido. Al dejar la casa de los
Howland, Neddy cruzó Ditmar Street y se dirigió hacia la finca de los Bunker,
desde donde, ya a aquella distancia, le llegaba el alboroto de una fiesta.
El agua devolvía el sonido de las
voces y de las risas, y daba la impresión de dejarlas suspendidas en el aire.
La piscina de los Bunker estaba en alto, y Neddy tuvo que subir unos cuantos
escalones hasta llegar a la terraza, donde unas veinticinco o treinta personas
charlaban y bebían. Rusty Towers era el único que se hallaba dentro del agua,
flotando sobre una balsa de goma. ¡Qué hermosas eran las orillas del río
Lucinda y qué maravillosa vegetación crecía en ellas! Acaudalados hombres y
mujeres se reunían junto a sus aguas color zafiro, mientras serviciales
criaturas de blancas chaquetas les servían ginebra fría. Sobre sus cabezas, una
avioneta roja de las que se utilizaban para dar clases de vuelo daba vueltas y
más vueltas, y sus evoluciones hacían pensar en el regocijo de un niño subido
en un columpio. Ned sintió un momentáneo afecto por aquella escena, una ternura
que era casi como una sensación física, motivada por algo tangible. Oyó un
trueno a lo lejos. Enid Bunker se puso a gritar nada más verlo.
—¡Mirad quién está aquí! ¡Qué
sorpresa tan maravillosa! Cuando Lucinda dijo que no podías venir, creí que iba
a morirme.
Neddy se abrió camino entre la
multitud en su dirección, y cuando terminaron de besarse, Enid lo llevó hacia
el bar; avanzaron lentamente porque Ned tuvo que pararse para besar a otras
ocho o diez mujeres y estrechar la mano de otros tantos hombres. Un barman
sonriente que había visto ya antes en un centenar de fiestas le dio una ginebra
con tónica, y Ned se quedó allí un instante, temeroso de tener que participar
en alguna conversación que pudiera retrasar su viaje. Cuando parecía que iba a
verse rodeado, se tiró a la piscina y nadó pegado al borde para evitar la balsa
de Rusty. Al salir por el otro lado se cruzó con los Tomlinson; los obsequió
con una cordial sonrisa, y echó a andar rápidamente por el sendero del jardín.
La grava le hacía daño en los pies, pero esa era la única sensación
desagradable. La fiesta sé celebraba únicamente en los alrededores de la
piscina y, al llegar junto a la casa, Ned notó que se había debilitado el
sonido de las voces. En la cocina de los Bunker alguien oía por la radio un
partido de béisbol. Domingo por la tarde. Tuvo que avanzar en zigzag entre los
coches aparcados y llegó hasta Alewives Lane siguiendo el césped que bordeaba
el camino de grava de los Bunker. Ned no quería que lo vieran en la carretera
en traje de baño, pero no había tráfico y cruzó en seguida los pocos metros que
lo separaban del sendero de grava de los Levy, con un cartel de PROPIEDAD
PRIVADA y un recipiente cilíndrico de color verde para el New York Times. Todas las puertas y las ventanas de la amplia casa
estaban abiertas, pero no había signos de vida; ni siquiera un perro que
ladrara. Ned rodeó el edificio y al llegar a la piscina vio que los Levy
acababan de marcharse. Sobre una mesa al otro extremo de la piscina, cerca de
un cenador adornado con linternas japonesas, había una mesa con vasos, botellas
y platos con cacahuetes, almendras y avellanas. Después de atravesar la piscina
a nado, Ned se sirvió ginebra en un vaso. Era la cuarta o la quinta copa, y
había nadado aproximadamente la mitad del curso del río Lucinda. Se sentía
cansado, limpio, y, en ese momento, satisfecho de encontrarse solo; satisfecho
con el mundo en general.
Iba a haber una tormenta. La masa
de nubes —aquella ciudad— se había elevado y oscurecido, y mientras descansaba
allí un momento, oyó otra vez el retumbar de un trueno. La avioneta roja seguía
dando vueltas, y a Ned casi le parecía oír la risa placentera del piloto
flotando en el aire de la tarde; pero al oír el fragor de otro trueno se puso
de nuevo en movimiento. El pitido de un tren lo hizo preguntarse qué hora
sería. ¿Las cuatro, las cinco? Se imaginó la estación local, donde, en ese
momento, un camarero con el esmoquin oculto bajo un impermeable, un enano con
un ramo de flores envuelto en papel de periódico y una mujer que había llorado
esperarían el tren de cercanías. Estaba oscureciendo de pronto; era el instante
en que los pájaros más estúpidos parecían transformar su canto en un anuncio,
preciso y bien informado, de la proximidad de la tormenta. Se produjo entonces
un agradable ruido de agua cayendo desde la copa de un roble, como si alguien
hubiera abierto una espita. Después, el ruido como de fuentes se extendió a las
copas de todos los árboles altos. ¿Por qué le gustaban las tormentas? ¿Por qué
se animaba tanto cuando las puertas se abrían con violencia y el viento que
arrastraba gotas de lluvia trepaba a empellones por las escaleras? ¿Por qué la
simple tarea de cerrar las ventanas de una casa antigua le parecía tan
necesaria y urgente? ¿Por qué los primeros compases húmedos de un viento de
tormenta constituían siempre el anuncio de alguna buena nueva, de algún suceso
reconfortante y alegre? En seguida se oyó una explosión, acompañada de un olor
como de pólvora, y la lluvia azotó las linternas japonesas que la señora Levy
había comprado en Kyoto dos años antes, ¿o hacía solo un año?
Ned se quedó en el cenador de los
Levy hasta que pasó la tormenta. La lluvia había enfriado el aire, y un
escalofrío le recorrió el cuerpo. La fuerza del viento había arrancado las
hojas secas y amarillas de un arce y las había esparcido sobre la hierba y el
agua. Como estaban aún a mitad de verano, Ned supuso que el árbol se hallaba
enfermo, pero sintió una extraña tristeza ante ese signo del otoño. Hizo unos
movimientos gimnásticos, apuró la ginebra y se dirigió hacia la piscina de los
Welcher. Eso significaba cruzar el picadero de los Lindley, y le sorprendió
encontrar la hierba demasiado crecida y los obstáculos desmantelados. Se
preguntó si los Lindley habrían vendido sus caballos o si se habrían ausentado
durante el verano, dejando sus animales al cuidado de otras personas. Le
pareció recordar que había oído algo acerca de los Lindley y de sus caballos,
pero no sabía exactamente qué. Siguió adelante, notando la hierba húmeda contra
los pies descalzos, en dirección a la casa de los Welcher, donde se encontró
con que la piscina estaba vacía.
Esa ruptura en la continuidad de
su río imaginario le produjo una absurda decepción, y se sintió como un
explorador que busca las fuentes de un torrente y encuentra un cauce seco. Ned
notó que lo dominaba el desconcierto y la decepción. Era bastante normal que
los vecinos de aquella zona se marcharan durante el verano, pero nadie vaciaba
la piscina. Los Welcher se habían ido definitivamente. Las sillas, las mesas y
las hamacas de la piscina estaban dobladas, amontonadas y cubiertas con lonas.
Los vestuarios, cerrados, y lo mismo sucedía con todas las ventanas de la casa,
y cuando la rodeó hasta llegar al camino de grava que llevaba hasta la puerta
principal se encontró con un cartel que decía: «SE VENDE», clavado en un árbol.
¿Cuándo había oído hablar de los Welcher por última vez? ¿Cuándo —habría que
decir, más exactamente— Lucinda y él se habían disculpado por última vez al
recibir una invitación suya para cenar? No daba la impresión de que hubiese
transcurrido más de una semana. ¿Le fallaba la memoria o la tenía tan
disciplinada contra los sucesos desagradables que llegaba a falsear la
realidad? A lo lejos oyó que alguien jugaba un partido de tenis. Aquello lo
animó, disipando todas sus aprensiones, y permitiéndole enfrentarse con
indiferencia al cielo oscurecido y al aire frío. Aquel era el día en que Neddy
Merrill iba a atravesar a nado el condado. ¡Aquel día, precisamente! De inmediato
inició la etapa más difícil de su viaje.
Alguien que hubiese salido a
pasear en coche aquella tarde de domingo podría haberlo visto, casi desnudo, en
la cuneta de la autopista 424, esperando una oportunidad para cruzar al otro
lado. Podría habérsele creído la víctima de alguna apuesta insensata, o una
persona a quien se le ha estropeado el coche, o, simplemente, un chiflado.
Junto al asfalto, con los pies descalzos —entre latas de cerveza vacías, trapos
sucios y parches para neumáticos desechados—, expuesto al ridículo, resultaba
penoso. Ned sabía desde el principio que aquello era parte de su recorrido, que
figuraba en sus mapas, pero al enfrentarse con las largas filas de coches que
culebreaban bajo la luz del verano, descubrió que no estaba preparado psicológicamente.
Los ocupantes de los automóviles se reían de él, lo tomaban a broma, y llegaron
incluso a tirarle una lata de cerveza, y él no tenía ni dignidad ni humor que
aportar a aquella situación. Podría haberse vuelto atrás, regresar a casa de
los Westerhazy, donde Lucinda estaría aún sentada al sol. No había firmado
nada, no había prometido nada, no se había apostado nada, ni siquiera consigo
mismo. ¿Por qué, creyendo como creía que toda humana testarudez era susceptible
de ceder ante el sentido común, se sabía incapaz de volver atrás? ¿Por qué
estaba decidido a terminar el recorrido, aun a costa de poner en peligro su
vida? ¿En qué momento aquella travesura, aquella broma, aquella payasada se
había convertido en algo muy serio? No estaba en condiciones de volver atrás,
ni siquiera recordaba con claridad las verdes aguas de la piscina de los
Westerhazy, ni el placer de aspirar los componentes de aquel día, ni las
serenas y amistosas voces que se lamentaban de haber bebido demasiado. En una
hora aproximadamente, Ned había cubierto una distancia que hacía imposible el
regreso.
Un anciano que conducía a
veinticinco kilómetros por hora le permitió llegar hasta la mediana de la
autopista, donde había una tira de césped. Allí se vio expuesto a las bromas
del tráfico que avanzaba en dirección contraria, pero al cabo de unos diez
minutos o un cuarto de hora consiguió cruzar. Desde allí solo tenía que andar
un poco para llegar al centro recreativo situado a las afueras de Lancaster,
que disponía de varios frontones y de una piscina pública.
La peculiar resonancia de las
voces cerca del agua, la sensación de brillantez y de tiempo detenido eran las
mismas que anteriormente en casa de los Bunker, pero aquí los sonidos
resultaban más fuertes, más agrios y más penetrantes, y tan pronto como entró
en aquel espacio abarrotado de gente, Ned tuvo que someterse a las molestias de
la reglamentación: «TODOS LOS BAÑISTAS TIENEN QUE DUCHARSE ANTES DE USAR LA
PISCINA. TODOS LOS BAÑISTAS DEBEN UTILIZAR EL PEDILUVIO. TODOS LOS BAÑISTAS
DEBEN LLEVAR LA PLACA DE IDENTIFICACIÓN». Ned se duchó, se lavó los pies en una
oscura y desagradable solución y llegó hasta el borde de la piscina. Apestaba a
cloro y le recordó a un fregadero. Sendos monitores, desde sus respectivas
torres, hacían sonar sus silbatos a intervalos aparentemente regulares,
insultando además a los bañistas mediante un sistema de megafonía. Ned recordó
con nostalgia las aguas color zafiro de los Bunker y pensó que podía
contaminarse —echar a perder su prosperidad y disminuir su atractivo personal—
nadando en aquella ciénaga, pero recordó que era un explorador, un peregrino, y
que aquello no pasaba de ser un remanso de aguas estancadas en el río Lucinda.
Se tiró al cloro con ceñuda expresión de disgusto y no le quedó más remedio que
nadar con la cabeza fuera para evitar colisiones, pero incluso así lo
empujaron, lo salpicaron y le dieron codazos. Cuando llegó al lado menos
profundo de la piscina, los dos monitores le estaban gritando:
—¡A ver, ese, ese que no lleva
placa de identificación, que salga del agua!
Ned lo hizo así, pero los otros
no estaban en condiciones de perseguirlo, y, dejando atrás el desagradable olor
de las cremas bronceaduras y del cloro, saltó una valla de poca altura y
atravesó los frontones. Le bastó cruzar la carretera para entrar en la parte
arbolada de la propiedad de los Halloran. Nadie se había preocupado de arrancar
la maleza que crecía entre los árboles, y tuvo que avanzar con grandes
precauciones hasta llegar al césped y al seto de hayas recortadas que rodeaba
la piscina.
Los Halloran eran amigos suyos;
se trataba de unas personas de edad avanzada y enormemente ricos, que se
sentían felices cuando alguien los consideraba sospechosos de filocomunismo.
Eran reformadores llenos de celo, pero no comunistas; sin embargo, cuando
alguien los acusaba de subversivos, como sucedía a veces, parecían agradecerlo
y sentirse rejuvenecidos. Las hojas del seto de haya también se habían vuelto
amarillas, y Ned supuso que probablemente padecían la misma enfermedad que el
arce de los Levy. Gritó «¡hola!» dos veces para que los Halloran advirtieran su
presencia y de esa forma la invasión de su intimidad no resultara demasiado
brusca. Los Halloran, por razones que nunca le habían sido explicadas, no
utilizaban trajes de baño. En realidad, no hacía falta ninguna explicación. Su
desnudez era un detalle de su celo reformista libre de prejuicios, y Ned se
quitó cortésmente el bañador antes de entrar en el espacio limitado por el seto
de hayas.
La señora Halloran, una mujer corpulenta
de cabello blanco y expresión serena, leía el Times. Su marido sacaba hojas de haya de la piscina con una red. No
parecieron ni sorprendidos ni disgustados al verlo. Su piscina era quizá la más
antigua del condado, un rectángulo construido con piedras cogidas del campo,
alimentado por un arroyo. Carecía de filtro o de bomba, y sus aguas tenían la
dorada opacidad de la corriente.
—Estoy atravesando a nado el
condado —dijo Ned.
—Vaya, no sabía que se pudiera
hacer eso —exclamó la señora Halloran.
—Bueno, he empezado en casa de
los Westerhazy —dijo Ned—. Debo de haber recorrido unos seis kilómetros.
Dejó el bañador junto al extremo
más hondo de la piscina, fue andando hasta el otro lado y nadó aquella
distancia. Mientras salía a pulso del agua, oyó decir a la señora Halloran:
—Sentimos mucho que te hayan ido
tan mal las cosas, Neddy.
—¿Lo mal que me han ido las
cosas? No sé de qué me está usted hablando.
—¿No? Hemos oído que has vendido
la casa y que tus pobres hijas…
—No recuerdo haber vendido la casa
—dijo Ned—. En cuanto a las chicas, no les ha pasado nada, que yo sepa.
—Sí —suspiró la señora Halloran—.
Claro…
Su voz llenaba el aire con una
melancolía intemporal, y Ned la interrumpió precipitadamente:
—Gracias por el baño.
—Que tengas una travesía agradable
—dijo la señora Halloran.
Al otro lado del seto, Ned se
puso el bañador y tuvo que apretárselo. Le estaba un poco grande, y se preguntó
si era posible que hubiera perdido peso en una tarde. Tenía frío, estaba
cansado, y la desnudez de los Halloran y el agua oscura de su piscina lo habían
deprimido. Aquella travesía era demasiado para sus fuerzas, pero ¿cómo podía
haberlo previsto mientras se deslizaba aquella mañana por el pasamanos de la
escalera o cuando estaba sentado al sol en casa de los Westerhazy? Los brazos
no le respondían. Las piernas parecían de goma y le dolían las articulaciones.
Lo peor de todo era el frío en los huesos y la sensación de que nunca volvería
a entrar en calor. Caían hojas de los árboles y el viento le trajo olor a humo.
¿Quién podía estar quemando hojarasca en aquella época del año?
Necesitaba un trago. El whisky lo
calentaría, le levantaría el ánimo, lo sostendría hasta el final de su viaje,
renovaría su convicción de que atravesar a nado aquella zona era un proyecto
original que exigía valor. Los nadadores que recorren grandes distancias toman
coñac. Necesitaba un estimulante. Cruzó la zona de césped delante de la casa de
los Halloran, y siguió andando hasta el pabellón que habían construido para
Helen, su única hija, y para su marido, Erich Sachs. Ned encontró a los Sachs
en su piscina, que era bastante pequeña.
—¡Neddy! —exclamó Helen—. ¿Has
almorzado en casa de mi madre?
—No exactamente —dijo Ned—. He
entrado un momento a saludar a tus padres. —No parecía que hiciese falta dar
más explicaciones—. Siento mucho presentarme así de sorpresa, pero me ha dado
un escalofrío de pronto y me preguntaba si podríais ofrecerme una copa.
—Me encantaría hacerlo —dijo
Helen—, pero no tenemos nada para beber desde la operación de Eric. Y de eso
hace ya tres años.
¿Estaba perdiendo la memoria, o
era acaso que su capacidad para ignorar acontecimientos penosos le había
permitido olvidarse de la venta de su casa, de las dificultades de sus hijas, y
de la enfermedad de su amigo Eric? La mirada de Ned se desplazó del rostro de
Eric a su vientre, donde vio tres cicatrices antiguas, más blancas que el resto
de la piel, dos de ellas de treinta centímetros de largo por lo menos. El
ombligo había desaparecido, y Ned pensó en el desconcierto de una mano
inquisitiva que, al buscar en la cama a las tres de la mañana los atributos
masculinos, se encontrara con un vientre sin ombligo, sin unión con el pasado,
sin continuidad en la sucesión natural de los seres.
—Estoy segura de que encontrarás
algo de beber en casa de los Biswanger —dijo Helen—. Dan una fiesta por todo lo
alto. Se los oye desde aquí. ¡Escucha!
Helen alzó la cabeza, y desde el
otro lado de la carretera, desde el otro lado de los jardines, de los bosques,
de los campos, Ned oyó de nuevo el ruido, lleno de resonancias, de las voces
cerca del agua.
—Bueno, voy a darme un remojón
—dijo, notando que carecía aún de libertad para decidir sobre su manera de
viajar. Se tiró de cabeza al agua fría y faltándole el aliento, casi a punto de
ahogarse, cruzó la piscina de un extremo a otro—. Lucinda y yo tenemos muchas
ganas de veros —dijo vuelto de espaldas, con el cuerpo orientado ya hacia la
casa de los Biswanger—. Sentimos mucho que haya pasado tanto tiempo sin vernos,
y os llamaremos cualquier día de estos.
Ned tuvo que cruzar algunos
campos hasta la casa de los Biswanger y los sonidos festivos que salían de
ella. Sería un honor para los dueños ofrecerle una copa, se sentirían felices
de darle de beber. Los Biswanger los invitaban a cenar —a Lucinda y a él—
cuatro veces al año con seis semanas de anticipación. Ellos nunca aceptaban,
pero los Biswanger continuaban enviando invitaciones como si fueran incapaces
de comprender las rígidas y antidemocráticas normas de la sociedad en la que
vivían. Pertenecían a ese tipo de personas que hablan de precios durante los
cócteles, que se hacen confidencias sobre inversiones bursátiles durante la
cena y que después cuentan chistes verdes cuando están presentes las señoras.
No pertenecían al grupo de amistades de Neddy; ni siquiera figuraban en la
lista de personas a las que Lucinda enviaba felicitaciones de Navidad. Se
dirigió hacia la piscina con sentimientos a mitad de camino entre la conciencia
de su superioridad y el deseo de mostrarse amable, y también con algún desasosiego
porque parecía que estaba oscureciendo y, sin embargo, aquellos eran los días
más largos del año. La fiesta era ruidosa y había mucha gente. Grace Biswanger
pertenecía al tipo de anfitriona que invitaba al óptico, al veterinario, al
corredor de fincas y al dentista. No había nadie nadando en la piscina, y el
crepúsculo, al reflejarse en el agua, despedía un brillo invernal. Ned se
dirigió hacia el bar. Cuando Grace Biswanger lo vio, avanzó hacia él, pero no
con gesto afectuoso, como él había esperado, sino de la forma más hostil
imaginable.
—Vaya, en esta fiesta hay de todo
—comentó alzando mucho la voz—, incluso personas que se cuelan.
Grace no estaba en condiciones de
hacerle un feo social, no tenía ni la más remota posibilidad, de manera que Ned
no se echó atrás.
—En mi calidad de gorrón
—preguntó cortésmente—, ¿tengo derecho a tomar una copa?
—Haga lo que guste —dijo ella—.
No parece que las invitaciones signifiquen mucho para usted.
Le dio la espalda y se reunió con
otros invitados. Ned se acercó al bar y pidió un whisky. El barman se lo
sirvió, pero de forma descortés. El mundo de Ned era un mundo en el que los
camareros estaban al tanto de los matices sociales, y verse desairado por un
barman a media jornada significaba haber perdido puntos en la escala social. O
quizá aquel hombre era novato y le faltaba información. En seguida oyó cómo
Grace decía a su espalda:
—Se arruinaron de la noche a la
mañana; no les quedó más que su sueldo, y él apareció borracho un domingo y nos
pidió que le prestáramos cinco mil dólares…
Siempre hablando de dinero.
Aquello era peor que llevarse el cuchillo a la boca. Ned se zambulló en la
piscina, hizo un largo y se marchó.
La siguiente piscina de la lista,
la antepenúltima, pertenecía a su antigua amante, Shirley Adams. Si había
sufrido alguna herida en casa de los Biswanger, aquel era el lugar ideal para
curarla. El amor —los violentos juegos sexuales, para ser más exactos— era el
supremo elixir, el remedio contra todos los males, la píldora mágica capaz de
rejuvenecerlo y de devolverle la alegría de vivir. Habían tenido una aventura
la semana pasada, o el mes último, o el año anterior. No se acordaba. Pero
había sido él quien había decidido acabar, y eso lo colocaba en una situación
privilegiada, de manera que cruzó la puerta de la valla que rodeaba la piscina
de Shirley repleto de confianza en sí mismo. En cierta forma, era como si la
piscina fuese suya, porque la persona amada, especialmente si se trata de un
amor ilícito, goza de la posesión de la amante con una plenitud desconocida en
el sagrado vínculo del matrimonio. Shirley estaba allí, con sus cabellos color
de bronce, pero su figura, al borde del agua de color azul intenso, iluminada
por la luz eléctrica, no despertó en él ninguna emoción profunda. No había sido
más que una aventurilla, pensó, aunque Shirley lloraba cuando él decidió
romper. Pareció turbada al verlo, y Ned se preguntó si se sentiría aún herida.
¿Acaso iba, Dios no lo quisiera, a echarse a llorar de nuevo?
—¿Qué quieres? —le preguntó ella.
—Estoy nadando a través del
condado.
—¡Santo cielo! ¿Te comportarás
alguna vez como una persona adulta?
—¿Se puede saber qué te pasa?
—Si has venido buscando dinero
—dijo ella—, no voy a darte ni un centavo.
—Puedes darme algo de beber.
—Puedo, pero no quiero. No estoy
sola.
—Bueno, me marcho en seguida.
Ned se tiró al agua e hizo un
largo, pero cuando intentó alzarse hasta el borde para salir de la piscina,
descubrió que sus brazos y sus hombros no tenían fuerza; llegó como pudo a la
escalerilla y salió del agua. Al mirar por encima del hombro, vio a un hombre
joven en los vestuarios iluminados. Al cruzar el césped —ya se había hecho
completamente de noche— le llegó un aroma de crisantemos o de caléndulas,
decididamente otoñal, y tan intenso como el olor a gasolina. Levantó la vista y
comprobó que habían salido las estrellas, pero ¿por qué tenía la impresión de
ver Andrómeda, Cefeo y Casiopea? ¿Qué se había hecho de las constelaciones de
pleno verano? Ned se echó a llorar.
Era probablemente la primera vez
que lloraba en toda su vida de adulto, y desde luego la primera vez en su vida
que se sentía tan desdichado, con tanto frío, tan cansado y tan desconcertado.
No entendía los malos modos del barman ni el mal humor de una amante que se
había acercado a él de rodillas y le había mojado el pantalón con sus lágrimas.
Había nadado demasiado, había pasado demasiado tiempo bajo el agua, y tenía
irritadas la nariz y la garganta. Necesitaba una copa, necesitaba compañía y
ponerse ropa limpia y seca, y aunque podría haberse encaminado directamente
hacia su casa por la carretera, se fue a la piscina de los Gilmartin. Allí, por
primera vez en su vida, no se tiró, sino que descendió los escalones hasta el
agua helada y nadó dando unas renqueantes brazadas de costado que quizá había
aprendido en su adolescencia. Camino de casa de los Clyde, se tambaleó a causa
del cansancio y, una vez en la piscina, tuvo que detenerse una y otra vez
mientras nadaba para sujetarse con la mano en el borde y descansar. Trepó por
la escalerilla y se preguntó si le quedaban fuerzas para llegar a casa. Había
cumplido su deseo, había nadado a través del condado, pero estaba tan embotado
por la fatiga que su triunfo carecía de sentido. Encorvado, agarrándose a los
pilares de la entrada en busca de apoyo, Ned torció por el sendero de grava de
su propia casa.
Todo estaba a oscuras. ¿Era tan
tarde que ya se habían ido a la cama? ¿Se habría quedado su mujer a cenar en
casa de los Westerhazy? ¿Habrían ido las chicas a reunirse con ella o se
habrían marchado a cualquier otro sitio? ¿No se habían puesto previamente de
acuerdo, como solían hacer los domingos, para rechazar las invitaciones y
quedarse en casa? Ned intentó abrir las puertas del garaje para ver qué coches
había dentro, pero la puerta estaba cerrada con llave y se le mancharon las
manos de orín. Al acercarse más a la casa vio que la violencia de la tormenta
había separado de la pared una de las tuberías de desagüe para la lluvia. Ahora
colgaba por encima de la entrada principal como una varilla de paraguas, pero
no costaría arreglarla por la mañana. La puerta de la casa también estaba
cerrada con llave, y Ned pensó que habría sido una ocurrencia de la estúpida de
la cocinera o de la estúpida de la doncella, pero en seguida recordó que desde
hacía ya algún tiempo no habían vuelto a tener ni cocinera ni doncella. Gritó,
golpeó la puerta, intentó forzarla golpeándola con el hombro; después, al mirar
a través de las ventanas, se dio cuenta de que la casa estaba vacía.
(John Cheever, Cuentos completos, RBA Libros, 2012)