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J. D. SALINGER

 


EN EL BOTE 

   Era un poco más de las cuatro de la tarde de un veranillo de San Martín. Unas quince
o veinte veces, desde el mediodía, Sandra, la criada, se había apartado de la ventana
de la cocina que daba al lago, con la boca apretada en un gesto de disgusto. Esta
última vez, al apartarse, ataba y desataba distraídamente las cintas de su delantal,
aprovechando el escaso juego que le permitía su enorme cintura. Después regresó a la
mesa esmaltada y depositó su cuerpo gallardamente uniformado en la silla que estaba
frente a la señora Snell. La señora Snell había terminado la limpieza y el planchado y
tomaba su habitual taza de té antes de dirigirse a pie por la acera hasta la parada del
autobús. La señora Snell tenía el sombrero puesto. Era el mismo e interesante
sombrero de fieltro negro que había usado, no sólo durante todo el verano pasado,
sino en los últimos tres veranos, pasando por olas monstruosas de calor,
transformaciones del sistema de vida, docenas de tablas de planchar y timones de
innumerables aspiradoras. Aún tenía dentro la etiqueta de Hattie Carnegie, gastada
pero (podríamos decir) invicta.
   —No voy a preocuparme —anunció Sandra, por quinta o sexta vez, dirigiéndose
tanto a sí misma como a la señora Snell—. Me he propuesto no preocuparme. Total,
¿para qué?
   —Claro —dijo la señora Snell—. Yo no me preocuparía. De verdad que no.
Alcánceme el bolso, querida.
   En la alacena había un bolso de cuero, sumamente gastado, pero que conservaba
dentro una etiqueta tan imponente como la del sombrero de la señora Snell. Sandra
pudo alcanzarlo sin incorporarse. Lo tendió por encima de la mesa a la señora Snell,
quien lo abrió y sacó un paquete de cigarrillos mentolados y una cajita de fósforos del
Stork Club.
   La señora Snell encendió un cigarrillo, se llevó luego la taza de té a la boca, pero
inmediatamente la depositó de nuevo en el platillo.
   —Si esto no se enfría de una buena vez, voy a perder el autobús. —Miró a
Sandra, que clavaba la vista, con desaliento, en los recipientes de cobre alineados
contra la pared—. Deje de preocuparse —ordenó la señora Snell—. ¿Qué va a sacar
con preocuparse? O él se lo dice o no se lo dice. Nada más. ¿Qué gana con
preocuparse?
   —No estoy preocupada —contestó Sandra—. Lo último que pienso hacer es
preocuparme. Pero es que una se vuelve loca con ese chico rondando por la casa
como un gato. No se le oye, ¿me entiende? Quiero decir, nadie puede oírlo, ¿se da
cuenta? El otro día estaba pelando guisantes, justo aquí, en esta mesa, y casi le piso la 
mano. Estaba sentado justo debajo de la mesa. 
   —Bueno, yo que usted no me preocuparía. 
   —Una tiene que pensar cada palabra que dice cuando él anda por ahí —dijo
Sandra—. Es para volverse loca.
   —Esto todavía no se puede beber —dijo la señora Snell—. Es terrible. Tener que
cuidarse para decir cada palabra y todo lo demás.
   —Como para volverse loca. ¡En serio! La mitad del tiempo estoy medio loca. —
Sandra sacudió de su falda unas migas de pan inexistentes y resolló—: ¡Un chiquillo
de cuatro años!
   —Es un chico bastante guapo —dijo la señora Snell—. Con esos ojos marrones
tan grandes, y todo…
   Sandra volvió a resollar:
   —Va a tener una nariz igual que la de su padre. —Alzó la taza y bebió su té sin
dificultad—. No sé para qué van a quedarse aquí todo el mes de octubre —dijo
descontenta bajando la taza—. Quiero decir que ninguno de ellos se acerca ya al
agua. Ella no va, él tampoco, el chico menos. Nadie se baña ya. Ni siquiera sacan
ahora ese asqueroso bote. No sé por qué tiraron el dinero de esa manera.
—No sé cómo hace para tomarlo. Yo ni siquiera puedo probar el mío.
Sandra fijó su mirada rencorosa en la pared opuesta:
   —Voy a estar tan contenta cuando vuelva a la ciudad. Lo digo en serio. Odio este
lugar de locos. —Miró con hostilidad a la señora Snell—. Usted no tiene problemas,
usted vive aquí todo el año. Tiene aquí su vida social y todo eso. A usted no le
importa.
   —Voy a tomar este té aunque me muera —dijo la señora Snell, mirando el reloj
que estaba sobre la cocina eléctrica.
—¿Qué haría usted si estuviera en mi lugar? —preguntó Sandra bruscamente—.
¿Qué haría? Diga la verdad.
   Era de ese tipo de preguntas en las que la señora Snell se deslizaba con tanta
voluptuosidad como si se tratara de un abrigo de armiño. Inmediatamente dejó su taza
sobre la mesa.
   —Bueno, en primer lugar —dijo—, no me preocuparía. Lo que haría sería buscar
otro…
   —No me preocupo —interrumpió Sandra.
   —Ya sé, pero lo que yo haría sería conseguirme…

Se abrió la puerta de vaivén que comunicaba con el comedor y entró en la cocina Boo
Boo Tannenbaum, la señora de la casa. Era una chica menuda, prácticamente sin
caderas, de veinticinco años, con un pelo sin personalidad, incoloro, quebradizo,
recogido detrás de las orejas, que eran muy grandes. Llevaba pantalones vaqueros
hasta la rodilla, un jersey negro de cuello alto, calcetines y zapatillas. Aparte de la
gracia de su nombre, aparte de su falta general de belleza, era —pensando en esas
caras pequeñas, siempre memorables, extraordinariamente sensibles— una chica 
apabullante, definitiva. Fue directamente a la nevera y la abrió. Mientras escudriñaba
el interior, con las piernas separadas y las manos sobre las rodillas, silbaba
desafinadamente entre dientes, llevando el compás con pequeños movimientos
pendulares y despreocupados del trasero. Sandra y la señora Snell se quedaron
calladas. Despaciosamente, la señora Snell apagó el cigarrillo. 
   —Sandra…
   —¿Sí, señora? —Sandra miró atentamente más allá del sombrero de la señora
Snell.
   —¿No quedan más pepinillos? Quiero llevarle algunos.
   —Se los comió —informó Sandra—. Se los comió anoche, antes de irse a la
cama, quedaban dos, nada más.
   —Oh. Bueno, entonces compraré más cuando vaya a la estación. Pensé que a lo
mejor podía convencerlo de que saliera de ese bote. —Boo Boo cerró la puerta de la
nevera y fue a mirar por la ventana que daba al lago. Desde allí preguntó—:
¿Necesitamos alguna otra cosa?
   —Sólo pan.
   —Le dejé el cheque sobre la mesa del living, señora Snell. Gracias.
   —Está bien —dijo la señora Snell—. Parece que Lionel se va a escapar. —Rió
brevemente.
   —Así parece —dijo Boo Boo, y metió las manos en los bolsillos de atrás.
   —Al menos no se escapa muy lejos —dijo la señora Snell, dejando oír otra breve
risa.
   Junto a la ventana, Boo Boo cambió un poco de posición para no dar directamente
la espalda a las dos mujeres sentadas a la mesa.
   —No —dijo, y se acomodó un mechón de pelo detrás de una oreja. Y agregó,
sólo como información adicional—: Desde los dos años se escapa de forma
sistemática. Pero nunca muy lejos. Creo que lo más lejos que llegó, en la ciudad, fue
al Mall en el Central Park. Sólo a dos manzanas de casa. Se quedaba allí para decirle
adiós al papá.
   Las dos mujeres sentadas a la mesa rieron.
   —El Mall es donde todos van a patinar en Nueva York —dijo Sandra, muy
amablemente, a la señora Snell—. Los chicos y todos los otros.
   —Ah —exclamó la señora Snell.
   —No tenía más de tres años. Fue el año pasado —dijo Boo Boo, sacando un
paquete de cigarrillos y una cajita de fósforos de un bolsillo lateral de sus vaqueros.
Encendió un cigarrillo, mientras las dos mujeres la contemplaban con interés—.
Menuda conmoción. Toda la policía buscándolo.
   —¿Lo encontraron? —preguntó la señora Snell.
   —¡Claro que lo encontraron! —dijo Sandra con desdén—. ¿Qué se cree? Lo
encontraron a las once y cuarto de la noche, en pleno mes de… Dios mío, febrero,
creo. Ni un chico en todo el parque. Nada más que asaltantes, supongo, y un buen 
atajo de vagabundos degenerados. Estaba sentado en el suelo donde toca la banda,
haciendo rodar una canica por una grieta. Casi muerto de frío y con un aspecto de…
   —¡Dios mío! —dijo la señora Snell—. ¿Por qué lo hizo? Quiero decir, ¿de qué se
escapaba?
   Boo Boo lanzó una voluta de humo, defectuosa, hacia uno de los cristales de la
ventana.
   —Parece que esa tarde uno de los chicos en el parque le había dicho, para que se
fuera: «Apestas, nene». Al menos creemos que lo hizo por eso. Yo no sé, señora
Snell. Es bastante complicado para mí.
   —¿Desde cuándo lo hace? —preguntó la señora Snell—. Quiero decir, ¿desde
cuándo se escapa?
   —Bueno, a la edad de dos años y medio —dijo Boo Boo como si estuviera
haciendo una biografía— se refugió debajo del fregadero, en el sótano de nuestra
casa de pisos. En el lavadero. Noemí no-sé-qué, una íntima amiga suya, le dijo que
tenía una lombriz en un termo. Por lo menos, eso fue todo lo que le pudimos sacar. —
Boo Boo suspiró y se apartó de la ventana con una larga columna de ceniza en el
cigarrillo. Se encaminó hacia la puerta mosquitero—. Voy a probar otra vez —dijo a
manera de despedida.
   Las otras dos mujeres se echaron a reír.
   —Mildred —dijo Sandra, riéndose aún y dirigiéndose a la señora Snell—. Va a
perder el autobús si no se da prisa.
   Boo Boo cerró la puerta mosquitero al salir.

   Estaba de pie en la ligera pendiente del jardín de su casa, con el último sol de la tarde
brillando a sus espaldas. Doscientos metros más allá, su hijo Lionel se hallaba
sentado en el asiento de popa del bote de su padre. Amarrado, y con la vela mayor y
el foque recogidos, el bote flotaba en un ángulo perfectamente recto con la punta del
muelle. A unos veinte metros flotaba, vuelto hacia abajo, un esquí acuático
abandonado o perdido, pero no había en el lago embarcaciones deportivas. Apenas se
veía la popa de la lancha municipal que se dirigía al embarcadero de Leech. A Boo
Boo le resultaba bastante difícil mantener su vista fija en Lionel. El sol, aunque no
era especialmente fuerte, resplandecía tanto que cualquier objeto más o menos
distante —un chico, un bote— oscilaba y se refractaba como un palito en el agua. Al
cabo de dos o tres minutos, Boo Boo desistió de esforzar la vista. Apagó el cigarrillo
al estilo marinero y echó a andar hacia el muelle.
   Era el mes de octubre, y el calor reflejado en los tablones del muelle no le daba ya
en la cara. Caminaba silbando entre dientes Kentucky Babe. Cuando llegó a la punta
del muelle, se agachó justo en el borde, haciendo sonar sus rodillas, y contempló a
Lionel. Se hallaba a menos de un largo de remo de ella. Lionel no la miró. 
   —¡Eh! —dijo Boo Boo—. Amigo. Pirata. Estoy de vuelta. 
   Sin dirigirle la mirada, Lionel pareció sentir bruscamente la necesidad de exhibir
su maestría como navegante. Giró el timón todo lo que pudo hacia la derecha, e
inmediatamente después la acercó otra vez de un tirón a su cuerpo. Mantenía los ojos
fijos en la cubierta del bote.
   —Soy yo —dijo Boo Boo— el vicealmirante Tannenbaum. Antes Glass. He
venido a inspeccionar a los cadetes.
   Esta vez hubo respuesta.
   —No eres un almirante. Eres una señora —dijo Lionel. Sus frases generalmente
se cortaban por lo menos una vez debido a un inadecuado dominio de la respiración,
por lo que a menudo las palabras que quería destacar se apagaban en lugar de
elevarse. Boo Boo no sólo escuchaba su voz; parecía como si quisiera verla.
   —¿Quién te lo dijo? ¿Quién te dijo que yo no era un almirante?
   Lionel contestó, pero en forma inaudible.
   —¿Quién? —dijo Boo Boo.
   —Papá.
   Siempre en cuclillas, Boo Boo puso su mano izquierda entre las piernas,
apoyándose en las tablas del muelle para mantener el equilibrio.
   —Tu papá es un buen tipo —dijo—, pero es un vulgar marinero de agua dulce. Es
perfectamente cierto que, cuando estoy en puerto, soy una señora. Es totalmente
cierto. Pero también lo es que mi vocación ha sido, es y será siempre navegar por…
   —Tú no eres un almirante —dijo Lionel.
   —¿Cómo dices?
   —Que no eres un almirante. Eres siempre una señora.
   Hubo una corta pausa. Lionel la llenó cambiando otra vez el rumbo de su nave; se
aferraba al timón con los dos brazos. Llevaba pantalones cortos de color caqui y una
camisa blanca, limpia, con un dibujo estampado en el pecho que representaba a
Jerónimo el Avestruz tocando el violín. Tenía la piel bronceada, y su cabello, casi
idéntico al de la madre en color y tersura, estaba un poco descolorido por el sol.
   —Mucha gente cree que yo no soy un almirante —dijo Boo Boo, observándolo
—, porque no me paso la vida pregonándolo. Sin perder el equilibrio, sacó un
cigarrillo y los fósforos de un bolsillo lateral de los vaqueros—. Casi nunca siento la
tentación de hablar de mi jerarquía con la gente y menos con chicos que ni siquiera
me miran cuando les hablo. Me darían de baja si lo hiciera.
   Sin prender el cigarrillo, se puso de pie bruscamente, se irguió de una manera
exagerada, hizo un óvalo con el pulgar y el índice de la mano derecha, lo acercó a la
boca y emitió un sonido parecido al toque de un clarín. Lionel alzó instantáneamente
la mirada. Seguramente se había dado cuenta de que el toque era falso, pero de todos
modos se quedó boquiabierto; se quedó boquiabierto. Boo Boo repitió el toque, una
peculiar combinación de diana y silencio, tres veces, sin interrupción. Luego,
ceremoniosamente, hizo un saludo militar hacia la orilla opuesta. Cuando por fin se
puso de nuevo en cuclillas sobre el muelle, lo hizo con el máximo pesar, como si se 
hubiera sentido profundamente emocionada por una de las virtudes de la tradición
naval inaccesible para el público y los niños pequeños. Echó un vistazo al reducido
horizonte del lago y luego pareció recordar que no estaba sola. Miró hacia abajo con
aire digno, hacia donde estaba Lionel, que seguía boquiabierto.
   —Ese toque de clarín es secreto. Sólo los almirantes pueden oírlo. —Encendió el
cigarrillo y apagó el fósforo con una teatral bocanada de humo, larga y fina—. Si
alguien se entera de que te he permitido oír ese toque… —Movió la cabeza y
nuevamente fijó en el horizonte el sextante del ojo.
   —Hazlo otra vez.
   —Imposible.
   —¿Por qué?
   Boa Boo se encogió de hombros.
   —Demasiada oficialidad subalterna, para empezar. —Cambió de posición,
adoptando la postura india, con las piernas cruzadas. Se subió los calcetines—. Te
diré lo que voy a hacer —dijo con tono práctico—. Si me dices por qué te escapas, te
soplaré todos los toques secretos de clarín que conozco. ¿De acuerdo?
   Lionel volvió a fijar su mirada en el fondo del bote:
   —No.
   —¿Por qué no?
   —Porque no.
   —¿Pero por qué?
   —Porque no quiero —dijo Lionel, y para enfatizar tiró del timón.

   Boo Boo se protegió la parte derecha de la cara del resplandor del sol.
   —Me dijiste que no te volverías a escapar —dijo—. Hablamos del asunto, y me
dijiste que todo eso se había terminado. Me lo habías prometido.
   Lionel contestó algo, pero no se oyó.
   —¿Cómo? —dijo Boo Boo.
   —Yo no prometí nada.
   —Me lo prometiste. Ya lo creo que me lo prometiste.
   Lionel empezó de nuevo a maniobrar su embarcación.
   —Si eres un almirante —dijo—, ¿dónde está tu flota?
   —Mi flota. Celebro que me hayas hecho esa pregunta —dijo Boo Boo, y empezó
a deslizarse hacia el bote.
   —¡Sal de aquí! —ordenó Lionel, pero sin gritar y manteniendo la vista baja—.
No puede subir nadie.
   —¿No? —El pie de Boo Boo ya tocaba la proa del bote. Obediente, lo retiró—:
¿Absolutamente nadie? —De nuevo se sentó al estilo indio—. ¿Por qué no?
   La respuesta de Lionel fue completa, pero otra vez demasiado baja. 
   —¿Qué? —dijo Boo Boo. 
   —Porque no está permitido.
   Boo Boo, sin desviar la vista del niño, se mantuvo en silencio durante un minuto,
luego dijo:
   —Lamento saberlo. Me encantaría subir a tu bote. Te echo tanto de menos. Te
extraño mucho. Me pasé todo el día sola en casa, sin nadie con quien hablar.
   Lionel no movió el timón. Estudió la fibra de la madera de la barra.
   —Puedes hablar con Sandra —dijo.
   —Sandra está ocupada —dijo Boo Boo—. De todos modos, no quiero hablar con
Sandra. Quiero hablar contigo. Quiero subir a tu bote y hablar contigo.
   —Puedes hablar desde ahí.
   —¿Cómo?
   —Puedes hablar desde ahí.
   —No, no puedo. Estás demasiado lejos. Tengo que acercarme.
   Lionel movió el timón.
   —Nadie puede subir a bordo —dijo.
   —¿Cómo?
   —Nadie puede subir a bordo.
   —Bueno, ¿entonces me dices desde ahí por qué te escapaste —preguntó Boo Boo
—, después de haberme dicho que no volverías a hacerlo?
   Cerca del asiento de popa, en el fondo del bote, había unas gafas de bucear. Como
respuesta, Lionel tomó la correa de las gafas entre el dedo gordo y el segundo de su
pie izquierdo y, con un rápido y hábil movimiento de la pierna, arrojó las gafas al
agua, que se hundieron inmediatamente.
   —¡Qué bien! ¡Qué gran idea! —dijo Boo Boo—. Eran de tu tío Webb. Se va a
poner muy contento. —Aspiró una bocanada—. Antes habían sido de tu tío Seymour.
   —No me importa.
   —Ya sé. Ya veo que no te importa —dijo Boo Boo.
   Su cigarrillo formaba un ángulo muy cerrado con sus dedos: la brasa ardía
peligrosamente cerca de uno de sus nudillos. De pronto sintió el calor y dejó caer el
cigarrillo al lago. Acto seguido sacó algo de uno de sus bolsillos laterales. Era un
paquete, más o menos del tamaño de un mazo de naipes, envuelto en papel blanco y
atado con una cinta verde.
   —Es un llavero —dijo, sintiendo cómo la mirada del chico se alzaba hasta ella—.
Igual que el de papá. Pero tiene más llaves que el llavero de papá. Éste tiene diez
llaves.
   Lionel se inclinó hacia adelante en su asiento, soltando el timón. Extendió las
manos hacia el paquete.
   —¿Me lo tiras? —dijo—. Sé buena.
   —Vamos a pensarlo un poco, Rayito de Sol. Tengo que meditarlo. En realidad, 
debería tirar este llavero al lago.
   Lionel la miró con la boca abierta. Cerró la boca. 
   —Es mío —dijo, pero con una entonación cada vez menos imperiosa.
   Boo Boo lo miró y se encogió de hombros.
   —No me importa.
   Lionel se arrellanó lentamente en su asiento, observando a su madre, y estiró la
mano hacia atrás para tomar el timón. Sus ojos reflejaban una pura percepción, tal
como su madre imaginaba.
   —Toma —Boo Boo le tiró el paquetito, que aterrizó perfectamente entre sus
piernas.
   Lionel lo contempló un momento, lo examinó en su mano y luego lo tiró al agua.
Inmediatamente miró a su madre, pero en sus ojos no había desafío, sino lágrimas.
Un segundo después su boca se distorsionaba hasta tomar la forma de un ocho
horizontal y se ponía a llorar copiosamente.
   Boo Boo se incorporó, con cuidado, como alguien a quien se le ha dormido un
pie, y pasó al bote. Un instante después estaba sentada en el asiento de popa, con el
navegante en su falda, y lo mecía y le besaba la nuca y le hablaba:
   —Los marineros no lloran, querido, los marineros nunca lloran. Sólo cuando se
les hunde el barco. O cuando naufragan, y están en la balsa, sin nada para beber
salvo…
   —Sandra… le dijo a la señora Snell… que papá es un moisés grandote y
estúpido.
   Imperceptiblemente, Boo Boo hizo una mueca, pero sacó al chico de su regazo y
lo puso de pie frente a ella y le retiró el pelo de la frente.
   —¿Conque dijo eso? ¿Eh?
   Lionel asintió enérgicamente con la cabeza. Se acercó llorando aún, para ponerse
entre las piernas de su madre.
   —Bueno, no es algo tan terrible —dijo Boo Boo, aprisionándolo entre sus brazos
y sus piernas—. No es lo peor que podía suceder. —Suavemente mordió la oreja del
chico—. ¿Tú sabes lo que es un moisés, querido?
   Lionel o no quiso o no pudo contestar en seguida. Por lo menos esperó a que
disminuyera el hipo que siguió a sus lágrimas. A continuación contestó, en forma
ahogada pero comprensible, con el rostro hundido en la tibieza del cuello de Boo
Boo.
   —Es una de esas cosas para llevar bebés —dijo—. De mimbre, con asas.
   Boo Boo apartó un poco a su hijo para observarlo mejor. Luego le metió una
mano traviesa en el interior del pantalón, lo que le sorprendió mucho, pero la retiró en
seguida y decorosamente le metió la camisa debajo del pantalón.
   —Te diré lo que vamos a hacer —dijo—. Iremos en coche al pueblo y
compraremos unos pepinillos y algo de pan, y comeremos los pepinillos en el coche,
y después iremos a la estación a esperar a papá, y luego lo traeremos a casa y
haremos que nos lleve a pasear en el bote. Tú lo ayudarás a bajar las velas. ¿De 
acuerdo? 
   —De acuerdo —dijo Lionel.
   No volvieron caminando a la casa, sino que hicieron una carrera. Ganó Lionel. 

(J. D. Salinger, Nueve cuentos, Alianza Editorial, 2016)

IN MEMORIAM J. D. SALINGER (1919-2010)

Nuestro más sincero homenaje al autor de El guardián entre el centeno. Un autor insólito que, pese al éxito obtenido por esa primera novela - ¿ a quién no se la han mandado leer en el bachillerato o la ha leído simplemente por cuenta propia en la primera adolescencia?-, nunca se dejó domesticar por el stablishment: recordemos su rechazo a dar a conocer sus datos biográficos - apareciendo la contraportada de sus libros en blanco- y a que los medios de comunicación hurgaran en su vida privada; su renuencia a las entrevistas; su aislamiento y su reclusión voluntaria que le han llevado a no publicar ningún trabajo desde hace ya cuatro décadas. Un escritor auténtico que ha sabido separar como nadie a la persona de su obra, y que nunca sucumbió a la tentación de dejarse arrastrar por el espectáculo cirquense y la feria de vanidades e hipocresías en que se ha convertido el mundo literario.


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UN DÍA PERFECTO PARA EL PEZ PLÁTANO
.

¿Te gusta la cera?—preguntó Sybil.
—¿Si me gusta qué?
—La cera.
—Mucho. ¿A ti no?
-
Sybil asintió con la cabeza:
—¿Te gustan las aceitunas?—preguntó.
—¿Las aceitunas?… Sí. Las aceitunas y la cera. Nunca voy a ningún lado sin ellas.
—¿Te gusta Sharon Lipschutz?—preguntó Sybil.
—Sí. Sí me gusta. Lo que más me gusta de ella es que nunca hace cosas feas a los perritos en la sala del hotel.
Por ejemplo, a ese bulldog enano de la señora canadiense. Te resultará difícil creerlo, pero hay algunas niñas que se divierten mucho pinchándolo con los palitos de los globos. Pero Sharon, jamás. Nunca es mala ni grosera.
Por eso la quiero tanto.
-
Sybil no dijo nada.
—Me gusta masticar velas—dijo ella por último.
—Ah, ¿y a quién no?—dijo el joven mojándose los pies—. ¡Diablos, qué fría está!—Dejó caer el flotador en el agua—.
No, espera un segundo, Sybil. Espera a que estemos un poquito más adentro.
-
Avanzaron hasta que el agua llegó a la cintura de Sybil. Entonces el joven la levantó y la puso boca abajo en el flotador.
—¿Nunca usas gorro de baño ni nada de eso?—preguntó él.
—No me sueltes—dijo Sybil—. Sujétame, ¿quieres?
—Señorita Carpenter, por favor. Yo sé lo que estoy haciendo—dijo el joven—. Ocúpate sólo de ver si aparece un pez banana.
Hoy es un día perfecto para los peces banana.
—No veo ninguno—dijo Sybil.
—Es muy posible. Sus costumbres son muy curiosas. Muy curiosas.
Siguió empujando el flotador. El agua le llegaba al pecho.
—Llevan una vida triste—dijo—. ¿Sabes lo que hacen, Sybil?
Ella negó con la cabeza.
—Bueno, te lo explicaré. Entran en un pozo que está lleno de bananas. Cuando entran, parecen peces como todos los demás.
Pero, una vez dentro, se portan como cerdos, ¿sabes? He oído hablar de peces banana que han entrado nadando en pozos de bananas y llegaron a comer setenta y ocho bananas—empujó al flotador y a su pasajera treinta centímetros más hacia el horizonte—. Claro, después de eso engordan tanto que ya no pueden salir.
No pasan por la puerta.
—No vayamos tan lejos—dijo Sybil—. ¿Y qué pasa despues con ellos?
—¿Qué pasa con quiénes?
—Con los peces banana.
—Bueno, ¿te refieres a después de comer tantas bananas que no pueden salir del pozo?
—Sí—dijo Sybil.
—Mira, lamento decírtelo, Sybil. Se mueren.
—¿Por qué?—preguntó Sybil.
—Contraen fiebre platanífera. Una enfermedad terrible.
—Ahí viene una ola—dijo Sybil nerviosa.
—No le haremos caso. La mataremos con la indiferencia—dijo el joven—, como dos engreídos.
-
Tomó los tobillos de Sybil con ambas manos y empujó hacia delante. El flotador levantó la proa por encima de la ola.
El agua empapó los cabellos rubios de Sybil, pero sus gritos eran de puro placer.
Cuando el flotador estuvo nuevamente inmóvil, se apartó de los ojos un mechón de pelo pegado, húmedo, y comentó:
—Acabo de ver uno.
—¿Un qué, amor mío?
—Un pez banana.
—¡No, por Dios!—dijo el joven—. ¿Tenía alguna banana en la boca?
—Sí—dijo Sybil—. Seis.
-
De pronto, el joven tomó uno de los mojados pies de Sybil que colgaban por el borde del flotador y le besó la planta.
—¡Eh!—dijo la propietaria del pie, volviéndose.
—¿Cómo, eh? Ahora volvamos. ¿Ya te has divertido bastante?
—¡No!
—Lo siento—dijo, y empujó el flotador hacia la playa hasta que Sybil descendió. El resto del carnino lo llevó bajo el brazo.
—Adiós —dijo Sybil, y salió corriendo hacia el hotel.
-
El joven se puso el albornoz, cruzó bien las solapas y metió la toalla en el bolsillo.
Recogió el flotador mojado y resbaladizo y se lo acomodó bajo el brazo.
Caminó solo, trabajosamente, por la arena caliente, blanda, hasta el hotel.
-
En el primer nivel de la planta baja del hotel—que los bañistas debían usar según instrucciones de la gerencia—entró con él en el ascensor una mujer con la nariz cubierta de pomada.
—Veo que me está mirando los pies—dijo él, cuando el ascensor se puso en marcha.
—¿Cómo dice?—dijo la mujer.
—Dije que veo que me está mirando los pies.
—Perdone, pero casualmente estaba mirando el suelo —dijo la muier, y se volvió hacia las puertas del ascensor.
—Si quiere mirarme los pies, dígalo—dijo el joven—. Pero, maldita sea, no trate de hacerlo con tanto disimulo.
—Déjeme salir, por favor—dijo rápidamente la mujer a la ascensorista.
Cuando se abrieron las puertas, la mujer salió sin mirar hacia atrás.
—Tengo los pies completamente normales y no veo por qué demonios tienen que mirármelos—dijo el joven—.
Quinto piso, por favor.
-
Sacó la llave de la habitación del bolsillo de su albornoz.
Bajó en el quinto piso, caminó por el pasillo y abrió la puerta del 507.
La habitación olía a maletas nuevas de piel de ternera y a quitaesmalte de uñas.
Echó una ojeada a la chica que dormía en una de las camas gemelas. Después fue hasta una de las maletas, la abrió y extrajo una automática de debajo de un montón de calzoncillos y camisetas, una Ortgies calibre 7,65.
Sacó el cargador, lo examinó y volvió a colocarlo. Quitó el seguro. Después se sentó en la cama desocupada, miró a la chica, apuntó con la pistola y se disparó un tiro en la sien derecha.
-

(En Nueve cuentos, Edhasa, 2007. Traducción de Elena Ríus)