AQUEL LAPICERO DE CINZANO
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Las noches son interminables y ya no se revuelve en la cama como antes. Está quieta, boca arriba, con los párpados apretados a la espera de que los cubra de oro la luz. No quiere dormir. Prefiere pensar, ocupar la mente con el zumbido de las moscas en la cocina, con los ladridos lejanos en el páramo, contando los descorches del yeso de la fachada que caen al suelo –frutos vencidos por la helada-, como la muda vieja de las serpientes. Pero el sueño vuelve y, otra vez, la ve correr por el sendero del río, camino de casa. Entonces, despliega las pestañas como para despertarse, pero la luz no ha llegado. No es que no quiera soñarlo, es que sabe que nunca podrá dar una explicación. Ella lo sabe. Está resignada desde hace mucho. Ella sí, pero la otra, la niña que la habita mientras duerme, no. Noche tras noche, durante más de ochenta años, demandando una respuesta. Como una mortaja, el silencio profundo en el que despunta redentor el rumor de la nevera, vacía y vieja como ella, le hace estremecerse. Son las peores horas, justo antes del amanecer. Las más solitarias y crueles del día. Cierra de nuevo los párpados con fuerza hasta que llegue la hora de poder sentir el calor sobre la piel. Y la niña vuelve con su sonrisa desdentada y su voz de terciopelo, y le guiña un ojo precioso color caramelo para que la siga. Es ella. Ella misma. Se reconoce de nuevo, hace mucho tiempo, antes de aquello. Pide explicaciones, la acusa de hurtar su felicidad. Siempre ahí dentro, siempre igual, al intentar dormir. Ella, la misma. Justo antes, justo la noche antes. ¿Por qué? ¿Qué quieres de mí? No, ya no es posible; las cosas del pasado no se pueden cambiar. Ya me gustaría a mí poder hacerlo, o poder olvidarlo. Y, mientras tanto, la orina caliente sobre sus muslos, resbalando por el plástico del cobertor. Como antes de aquello, como hace años. Nunca nadie lo supo. Entonces nunca. Se levantaba y cambiaba las sábanas, las enjuagaba en la frialdad del agua del pilón y tiraba la paja mojada en el suelo del granero; luego volvía con haces nuevos y brillantes a confeccionar el colchón. Antes de aquello, cuando la vida era diferente, cuando existían los colores. La niña le guiña un ojo y se ríe buscando la complicidad en la travesura de la orina. Al instante, como descendiendo de un vuelo, se ve en el colegio, levitando desde el techo, observando como la niña mira fijamente a Magdalena. Fue a ella a la que quitó el lapicero de colores, su tesoro, aquel regalo que alguien le hizo, la mina arco iris y el grabado de Cinzano. Fuiste tú, le dice Magdalena a la niña, tú. Y, enfurecida, araña su cara con odio una vez más, y le saca los ojos con dos pinturas de madera. Ya no se ríe, la niña de pelo azafrán que tenía vitrales de caramelo, que es ella, ya no se ríe. De repente el calor, la débil luz que reconforta, los párpados acariciados. Y ahora le da miedo no poder mirar. El trino de los pájaros y el despertar del gallo León, le confirman que todo ha pasado. Ya pronto vendrán a rescatarla del tormento. Ya oye la llave que descorre el cerrojo del portal, el cacharrear en la cocina, los pasos suaves de zapatillas venciendo el entarimado del corredor. Con los párpados cerrados, calientes, pero cerrados, escucha recriminaciones cariñosas de voces familiares. Entonces sí, entonces se despide de la niña hasta más tarde, no sabe porqué cogió el lapicero, no sabía el drama que iba a ocasionar un simple lapicero tornasolado de Cinzano, y deja que la levanten de la cama, que la laven y cambien el cobertor de plástico, y deja que curen sus heridas de la cara, sin hacer caso a las advertencias de noches futuras encadenada a una cama del sanatorio, y deja que besen las cuencas vacías de sus ojos.
Las noches son interminables y ya no se revuelve en la cama como antes. Está quieta, boca arriba, con los párpados apretados a la espera de que los cubra de oro la luz. No quiere dormir. Prefiere pensar, ocupar la mente con el zumbido de las moscas en la cocina, con los ladridos lejanos en el páramo, contando los descorches del yeso de la fachada que caen al suelo –frutos vencidos por la helada-, como la muda vieja de las serpientes. Pero el sueño vuelve y, otra vez, la ve correr por el sendero del río, camino de casa. Entonces, despliega las pestañas como para despertarse, pero la luz no ha llegado. No es que no quiera soñarlo, es que sabe que nunca podrá dar una explicación. Ella lo sabe. Está resignada desde hace mucho. Ella sí, pero la otra, la niña que la habita mientras duerme, no. Noche tras noche, durante más de ochenta años, demandando una respuesta. Como una mortaja, el silencio profundo en el que despunta redentor el rumor de la nevera, vacía y vieja como ella, le hace estremecerse. Son las peores horas, justo antes del amanecer. Las más solitarias y crueles del día. Cierra de nuevo los párpados con fuerza hasta que llegue la hora de poder sentir el calor sobre la piel. Y la niña vuelve con su sonrisa desdentada y su voz de terciopelo, y le guiña un ojo precioso color caramelo para que la siga. Es ella. Ella misma. Se reconoce de nuevo, hace mucho tiempo, antes de aquello. Pide explicaciones, la acusa de hurtar su felicidad. Siempre ahí dentro, siempre igual, al intentar dormir. Ella, la misma. Justo antes, justo la noche antes. ¿Por qué? ¿Qué quieres de mí? No, ya no es posible; las cosas del pasado no se pueden cambiar. Ya me gustaría a mí poder hacerlo, o poder olvidarlo. Y, mientras tanto, la orina caliente sobre sus muslos, resbalando por el plástico del cobertor. Como antes de aquello, como hace años. Nunca nadie lo supo. Entonces nunca. Se levantaba y cambiaba las sábanas, las enjuagaba en la frialdad del agua del pilón y tiraba la paja mojada en el suelo del granero; luego volvía con haces nuevos y brillantes a confeccionar el colchón. Antes de aquello, cuando la vida era diferente, cuando existían los colores. La niña le guiña un ojo y se ríe buscando la complicidad en la travesura de la orina. Al instante, como descendiendo de un vuelo, se ve en el colegio, levitando desde el techo, observando como la niña mira fijamente a Magdalena. Fue a ella a la que quitó el lapicero de colores, su tesoro, aquel regalo que alguien le hizo, la mina arco iris y el grabado de Cinzano. Fuiste tú, le dice Magdalena a la niña, tú. Y, enfurecida, araña su cara con odio una vez más, y le saca los ojos con dos pinturas de madera. Ya no se ríe, la niña de pelo azafrán que tenía vitrales de caramelo, que es ella, ya no se ríe. De repente el calor, la débil luz que reconforta, los párpados acariciados. Y ahora le da miedo no poder mirar. El trino de los pájaros y el despertar del gallo León, le confirman que todo ha pasado. Ya pronto vendrán a rescatarla del tormento. Ya oye la llave que descorre el cerrojo del portal, el cacharrear en la cocina, los pasos suaves de zapatillas venciendo el entarimado del corredor. Con los párpados cerrados, calientes, pero cerrados, escucha recriminaciones cariñosas de voces familiares. Entonces sí, entonces se despide de la niña hasta más tarde, no sabe porqué cogió el lapicero, no sabía el drama que iba a ocasionar un simple lapicero tornasolado de Cinzano, y deja que la levanten de la cama, que la laven y cambien el cobertor de plástico, y deja que curen sus heridas de la cara, sin hacer caso a las advertencias de noches futuras encadenada a una cama del sanatorio, y deja que besen las cuencas vacías de sus ojos.
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(Extraído del blog Las afinidades narrativas)
2 comentarios:
Gracias por el eco, tripulante Piqueras
Un placer siempre,tripulante Baco
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