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KNUT HAMSUN


 

   Había llegado el invierno, un invierno crudo y húmedo, casi sin nieve, una noche
nublada y eterna sin una sola ráfaga de viento fresco durante largas semanas.
Las farolas de gas estaban encendidas casi todo el día, y, sin embargo, las gentes se
chocaban en la niebla. Todos los sonidos: las campanas de las iglesias, las
campanillas de los coches, las voces de las personas, los cascos de los caballos, tenían
un tono sordo, como si estuvieran enterrados en ese espeso aire. Las semanas se 
sucedían y el tiempo no cambiaba. 
   Yo seguía hospedado en el barrio de Vaterland. 
   Me sentía cada vez más vinculado a aquella pensión, a ese lugar para viajeros
donde se me permitía permanecer a pesar de mi pobreza. Hacía ya tiempo que me
había gastado el dinero y, sin embargo, seguía en ese lugar como si tuviera derecho a
ello y perteneciera a él. La dueña no había dicho nada aún; pero, no obstante, me
sentía molesto por no poder pagarle. Así transcurrieron tres semanas. 
   Había reanudado mi actividad de escribir varios días atrás, pero ya no conseguía
hacer nada que me satisficiera; la suerte me había abandonado a pesar de mis
constantes tentativas. Hiciera lo que hiciera, no servía ya de nada; la suerte no me
sonreía. 
   Me sentaba en una habitación de la primera planta, la mejor habitación de
huéspedes, para intentar escribir. Desde aquella primera noche en que aún tenía
dinero y podía mantenerme por mis propios medios, me alojaba en ese cuarto, sin que
nadie me estorbara. Albergaba la esperanza de lograr confeccionar por fin un artículo
sobre algún tema que me permitiera pagar la habitación y el resto de mis deudas. Por
eso trabajaba con tanta tenacidad. Había, en especial, una idea de la que esperaba
mucho, una alegoría sobre un incendio en una librería, un pensamiento profundo en el
que pondría toda mi dedicación y concentración y se lo entregaría al Comodoro como
devolución de su préstamo. El Comodoro sabría entonces que esta vez había ayudado
a un talento; no me cabía duda de que se daría cuenta de ello; se trataba,
sencillamente, de esperar hasta que me llegara de nuevo la inspiración. ¿Y por qué no
iba a llegarme? ¿Y por qué no incluso muy pronto? Ya no me ocurría nada, mi
patrona me daba un poco de comida todos los días, algo de pan con fiambre por la
mañana y por la noche, y mi nerviosismo había desaparecido casi por completo. Ya
no me envolvía las manos en trapos para escribir y podía mirar la calle desde las
ventanas del primer piso sin marearme. Mi situación había mejorado en todos los
sentidos y me extrañaba no haber conseguido terminar mi alegoría. No entendía el 
motivo. 

(fragmento de la novela) 

(Knut Hamsun, Hambre, Ediciones de La Torre, 2016) 

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