Son las
cuatro de la mañana y lo sé porque el viejo reloj de cuco da las jodidas horas,
aunque este apunto de nevar y las paredes estén más frías que el congelador de
la nasa en pruebas espaciales. La puerta principal está cerrada con llave y no
para evitar que alguien entre y diga, joder que frío, sino para que mi madre,
Patricia que acaba de cumplir 76 años hace justo un año salga a buscar al perro
splug que murió hace más de diez años. A veces quiere ir a recogernos al
colegio, a mi hermano Nicolás que vive en Cádiz y tiene algo más de cuarenta
años y a otro hermano que no sé muy bien la edad pero recuerdo que es gemelo de
Nicolás. Mi madre a veces se tumba con una almohada en la bañera o se prepara
para darse un baño en medio de la cocina.
Pasemos a cuando voy a casa con algún amigo del trabajo y le digo; mamá éste es Manuel, es un compañero y vamos a leer un par de relatos mientras tomamos un refresco. Ella le saluda atentamente e incluso le da un beso en la mejilla. Yo viendo que ambos están cómodos los dejo un minuto solos, mientras cojo una bandeja verde esperanza y la relleno con dos botes de naranjada y un pequeño bol que rebosa frutos secos, aunque también he puesto pistachos, almendras, y cacahuetes. Me pilla de paso mi habitación donde tengo dos relatos nuevos que son los que pretendo compartir con Manuel. De pronto oigo a mi madre pegar un enorme grito y casi no entiendo nada. No conozco a esta persona, socorro, socorro, policía, me están robando y son dos personas que no conozco.
(Pablo Guillén Tudela, Sombras de luz y niebla, Donbuk Editorial, 2017)
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