Pienso
en Jake Gittes, el detective privado que Jack Nicholson interpretó en Chinatown. Me ha venido a la cabeza su
imagen con la nariz sangrando por un corte de navaja. A ver, él se lo había
buscado por meter las narices ––nunca mejor dicho–– donde no le llamaban. Ya
sabéis: corrupción institucional, terratenientes sin escrúpulos, fraude con el
uso del agua pública en Los Ángeles. En fin. Codicia. Mezquindad. Asesinatos. Dinero.
Dinero. Dinero. Una gran película, sin duda.
Y
podría evocar también al detective Harper en Como el agua al cuello, que no era otro que Paul Newman. O aquella Todos los hombres del presidente o la
española El reino. Política y corrupción,
abuso de poder, tráfico de influencias, prostitución, sobornos, asesinatos,
malversación, nepotismo… Vaya, pido perdón. Quería hablar de literatura, de
arte. Ya sabéis: el arte, eso que, según Nietzsche, impide que muramos de
realidad. Pero es que la realidad a veces ––tantas ya–– se impone por sí misma,
se abre paso como un bisturí o un martillo. Eso sí, no siempre, o casi nunca,
diría, vamos a encontrarnos en nuestra realidad detectives como Nicholson o
Newman. Olvidaos de eso ya mismo. Nada es tan glamuroso aquí. Sí, aquí. La
mayoría de nuestros corruptos son torpes y toscos a pesar de sus trajes caros y
la manicura, unos patanes soeces y ordinarios que huelen bien pero apestan. Aun
así lo son. Esa falta de glamour y
elegancia no les impide ser corruptos con todas y cada una de las nueve letras;
roban y desvalijan a manos y bolsillos llenos, se apropian de lo que no es suyo
porque han crecido en la convicción ideológica de que lo es, son inmorales
aunque devotos, son perversos aunque limpios. Qué deciros que no sepáis,
¿verdad?
La realidad que cuenta esta novela ––ya lo
hemos dicho–– no es elegante ni sofisticada, no, es del color del hierro y del
sudor, huele a días y noches sucesivos al borde del sumidero, sabe a cañerías y
a sopa de sobre, tiene la textura de los flexos de luz humilde en los deberes de
la mayoría de los niños y niñas. Aquí, entre estas páginas, como nos dice el
autor, el vaso no está medio vacío ni medio lleno. El vaso está roto. Y alguien
tiene que recordárnoslo de vez en cuando.
Así que gracias.
Adolfo Gilaberte
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