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SHERWOOD ANDERSON

 


EL HUEVO 

Mi padre estaba, estoy seguro, destinado por naturaleza a ser una persona alegre,
bondadosa. Hasta los treinta y cuatro años trabajó en la granja de un tipo llamado
Thomas Butterworth, cerca de la ciudad de Bidwell, Ohio. Por aquel entonces mi
padre tenía su propio caballo y los sábados por la tarde bajaba a la ciudad para pasar
el rato con otros granjeros. Sus salidas eran un buen pretexto para entretenerse y
beberse unas cervezas en la taberna de Ben Head, que la tarde de los sábados solía
estar abarrotada por granjeros de los alrededores. Allí la gente cantaba canciones y
vaciaba los vasos en la barra. A las diez volvía a casa por algún solitario sendero,
acomodaba su caballo en el establo y se iba a dormir, bastante satisfecho con su
calidad de vida. En esa época no se le pasaba por la cabeza la idea de intentar
prosperar.
   En la primavera de su trigésimo quinto cumpleaños se casó con mi madre,
maestra de escuela, y la primavera siguiente, entre llantos y alaridos, me asomé yo al
mundo. Fue entonces cuando algo extraño les sucedió. Cegados por la ambición, de
ellos se apoderó esa idea tan norteamericana de intentar prosperar, de querer ser
alguien en la vida.
   Me temo que aquello fue culpa de mi madre que, al ser maestra de escuela, sin
duda había leído libros y revistas. Supongo habría leído cómo Garfield, Lincoln, y
otras personalidades lograron salir de la pobreza para convertirse en ciudadanos
ilustres y mientras me arrullaba —en los días posteriores al parto— debió de soñar
que quizás algún día su hijo gobernaría hombres y ciudades. En todo caso, no tardó
en convencer a mi padre para que renunciara a su puesto en la granja, vendiera su
caballo y montara su propio negocio. Era una mujer algo callada, alta, de nariz
prominente e inquietos ojos grises. No quería nada para sí misma, más bien parecía
haber depositado todas sus esperanzas en mi padre y en mí.
   El primer negocio que emprendieron, la cría de pollos, fracasó estrepitosamente.
Su granja, diez acres de terreno pedregoso, estaba situada en la zona de Grigg’s Road,
a unas ocho millas de Bidwell. Fue allí donde pasé mi infancia y donde se fueron
formando mis primeras y catastróficas impresiones sobre la vida. Si, a día de hoy, soy
una persona pesimista con tendencia a ver el lado más oscuro de la vida, lo atribuyo
al hecho de que los que deberían haber sido los años más alegres y felices de mi vida
los malgasté en una granja de pollos.
   Quien no sea un experto en la materia no tendrá la menor idea de las
innumerables desgracias que tiene que padecer un pollo. Veamos. Primero sale del
cascarón, durante sus primeras semanas de vida parece una bolita de peluche, como
esas que supongo habrán visto en las típicas postales de Pascua, luego se convierte en
una criatura horrenda, totalmente pelada, que traga ingentes cantidades de maíz y de 
pienso comprado por tu padre con el sudor de su frente. Después contrae todo tipo de
enfermedades, como la disnea o el cólera —por nombrar algunas—, se queda
mirando al sol con cara de tonto, vuelve a enfermar y finalmente pasa a mejor vida.
Hay que reconocer que durante este proceso, unas cuantas gallinas y algún que otro
gallo, rindiéndose a la inescrutable voluntad del Señor, sobreviven y logran alcanzar
la madurez. Las gallinas vuelven a poner huevos, de los huevos nacen nuevos pollos
y así se vuelve a completar este deprimente ciclo. La verdad es que todo esto es de
una complejidad asombrosa. A mí me parece que la gran mayoría de los filósofos
debe de haberse criado en granjas de pollos. Es mucha la esperanza que uno deposita
en un pollo, para acabar sufriendo tan tremenda desilusión. Es verdad que cuando
empiezan a dar sus primeros pasos los pollitos parecen despiertos y hasta lúcidos,
pero al final sacan a relucir su espantosa estupidez. Es asombroso y hasta
desconcertante ver lo mucho que se parecen a las personas. Si resisten y logran
superar todas estas adversidades es cuando, al fin, parecen cumplir las expectativas
que uno ha depositado en ellos, pero entonces, sin razón aparente, se arrojan bajo las
ruedas de una carreta y así, aplastados y sin vida, vuelven a los brazos de su creador.
Por si esto fuera poco, los gusanos infestan su juventud, y los polvos medicinales
cuestan literalmente un ojo de la cara. Estos últimos años se han publicado varios
libros sobre las cuantiosas fortunas que pueden llegar a amasarse con la cría de
pollos. Parece que este tipo de literatura ha sido pensada para los dioses que han
comido del árbol de la ciencia del bien y del mal. Son textos optimistas en los que se
explica lo fácil que es hacerse rico con un poco de ambición y unas cuantas gallinas.
No os dejéis engañar. Esa literatura no ha sido escrita para vosotros. Es mejor que
vayáis a buscar oro en las heladas colinas de Alaska, que pongáis toda vuestra fe en la
honradez de algún político, que creáis, si os hace ilusión, que el mundo va cada día
mejor y que el bien acabará triunfando sobre el mal, pero absteneros de leer o de
creer todo lo que dice ese tipo de literatura. Os aseguro que no ha sido escrita para 
vosotros. 
   Pero a lo que vamos. Esta historia no pretende ser un monólogo sobre los pollos;
a decir verdad, el verdadero protagonista de esta historia es el huevo. Durante diez
años mi padre y mi madre lucharon hasta la saciedad para intentar que su granja de
pollos saliera adelante. Finalmente, renunciaron a esa lucha y emprendieron un nuevo
proyecto. Se mudaron a la ciudad de Bidwell, Ohio, donde decidieron abrir un
restaurante. Tras diez años preocupándose por incubadoras que no incubaban y por
diminutas —y a su modo de ver encantadoras— bolitas de peluche que se convertían
en pollos semipelados que finalmente morían irremisiblemente, lo abandonamos
todo, metimos nuestras pertenencias en un carromato, y nos dirigimos desde Grigg’s
Road hasta Bidwell; una pequeña caravana de esperanza se abría paso en busca de un 
nuevo lugar donde poder, al fin, prosperar. 
   Debíamos de dar una imagen bastante lamentable, parecida, supongo, a la que dan
los refugiados que huyen en plena batalla. Mi madre y yo íbamos a pie. El carromato
que transportaba nuestros bienes era propiedad de nuestro vecino, el señor Albert
Giggs, que amablemente se ofreció a prestárnoslo por un día. Por sus costados se
asomaban las patas de nuestras humildes sillas, detrás del montón de camas, mesas y
cajas con utensilios de cocina había una caja con pollos vivos, y por encima, para
rematar la faena, el cochecito de bebé utilizado durante mi infancia. El por qué
quisieron conservar este recuerdo es algo que no consigo entender. Era muy poco
probable que decidieran tener más hijos y además tenía las ruedas rotas. Quienes no
tienen nada se aferran a sus pocas pertenencias. Otra de las cosas que hacen que la
vida tenga tan poca gracia.
   Mi padre iba encima del carromato. Por aquel entonces era un hombre de
cuarenta y cinco años que lucía una incipiente calva, estaba un poco gordo y, quizás
por haber pasado tanto tiempo en compañía de mi madre y los pollos, se había
convertido en un hombre taciturno y con tendencia al desánimo. Durante los diez
años en que estuvo al frente de la granja de pollos tuvo que trabajar de peón en las
granjas vecinas y la mayor parte de su salario lo gastaba en medicinas para curar
aves, como aquella maravillosa cura contra el cólera del doctor Wilmer, aquel
sensacional productor de huevos del profesor Bidlow o todos esos milagrosos
preparados que mi madre veía anunciados en los periódicos. La cabeza de mi padre
estaba cubierta por dos pequeños mechones de pelo, justo por encima de las orejas.
Aún tengo el recuerdo de aquellas frías tardes de domingo en las que me sentaba a
mirar cómo se quedaba dormido junto a la estufa. Por aquel entonces ya se había
despertado mi interés por la literatura y empezaba a dejar volar mi imaginación, de
ahí que imaginara que el sendero pelado que llevaba a la cima de la cabeza de mi
padre era un ancho sendero, semejante al que César tuvo que construir para sacar a
sus legiones de Roma, guiándolas hacia las maravillas de un mundo completamente
desconocido. Solía pensar que aquellos mechones de pelo que le crecían a mi padre
por encima de las orejas eran algo parecido a un bosque. Cuando mi padre entraba en
ese estado de semisomnolencia, soñaba que me convertía en un ser diminuto que se
adentraba por ese sendero hacia algún lugar remoto donde no había granjas de pollos,
un lugar donde la vida no era un suplicio y donde no existían los huevos.
   Podría escribirse un libro sobre cómo huimos del campo a la ciudad. Como ya he
dicho, mi madre y yo caminamos durante todo el trayecto, unas ocho millas —ella
para asegurarse de que ninguna de nuestras pertenencias cayera del vehículo y yo
para contemplar las maravillas del mundo—. Junto a mi padre viajaba su mayor
tesoro.
   Me explico. En una granja de pollos donde cientos o incluso miles de pollitos
salen de sus respectivos cascarones, suceden a veces cosas que podríamos catalogar 
como sorprendentes. A veces de un huevo sale una criatura deforme, una especie de
monstruo. Hay humanos que corren esta misma suerte. Este tipo de accidente no
ocurre muy a menudo —uno de cada mil nacimientos—. Imagínense un bicho que
nace con cuatro patas, dos pares de alas, dos cabezas o lo que se les ocurra. Son
engendros que tienen los días contados, y que no tardan en volver a las manos de su
creador, a quien, al parecer, aquel día le tembló un poco el pulso. El hecho de que
estas pobres criaturas no lograran sobrevivir era para mi padre una auténtica tragedia.
Estaba convencido de que podría hacerse rico si lograba criar una gallina de cinco
patas o un pollo de dos cabezas. Soñaba con amasar grandes fortunas exhibiendo
estas maravillas en las ferias agrícolas o enseñándolas a otros granjeros.
   En cualquier caso, mi padre guardaba absolutamente todos y cada uno de los
monstruos que habían nacido en nuestra granja. Los conservaba en alcohol, cada uno
en su respectiva botella de vidrio. Antes de marcharnos a la ciudad, guardó con sumo
cuidado todas las botellas en una caja y durante el tiempo que duró el trayecto no se
separó de ella ni un instante. Es más, con una mano guiaba los caballos y con la otra
sujetaba la caja. Cuando llegamos a nuestro destino, lo primero que hizo fue
descargar la caja y sacar con esmero todas las botellas. Durante el tiempo en que
fuimos propietarios de aquel restaurante en Bidwell, estas criaturas deformes
reivindicaron un lugar de privilegio en un estante situado detrás del mostrador. De
vez en cuando mi madre protestaba, pero mi padre, inflexible, hacía oídos sordos a
sus protestas. Según sus propias palabras, aquellos monstruos tenían valor porque a la
gente le agrada ver cosas extrañas y maravillosas.
   ¿He dicho que abrimos un restaurante en la ciudad de Bidwell, Ohio? Bueno, me
parece que he exagerado un poco. La ciudad, propiamente dicha, estaba situada al pie
de una colina y a orillas de un riachuelo. Hasta ahí no llegaba el tren, la estación
quedaba una milla al norte, en un lugar llamado Pickleville. En otros tiempos, allí
había habido un molino de sidra y una fábrica de encurtidos, pero ya habían cerrado,
antes de que llegáramos nosotros. Al amanecer y al anochecer, desde el hotel de la
calle principal de Bidwell, los autobuses llegaban a la estación por una carretera
llamada Turner’s Pike. Lo de abrir un restaurante en un lugar tan alejado del
mundanal ruido fue también cosa de mi madre. Durante año y medio le estuvo dando
vueltas al asunto, hasta que un buen día se decidió y alquiló una tienda frente a la
estación. Estaba convencida de que el restaurante podría ser rentable. Según decía,
los viajeros pararían por el restaurante a esperar a que saliera su tren y los lugareños
pararían a esperar los trenes que llegaban. Entretanto, podrían aprovechar para
tomarse un café o un pedazo de tarta. Ahora que soy mayor me doy cuenta de que mi
madre tenía otros motivos para arrastrarnos hasta allí. Tenía planes para mí. Quería
que fuese alguien, que prosperara, que fuese a la escuela, que me convirtiera en 
ciudadano; en definitiva, quería que triunfara. 
   En Pickleville, mis padres se dejaron la piel, algo a lo que ya estaban
acostumbrados. Primero tuvieron que acondicionar el local para que pareciera un
restaurante. Esta tarea les llevó un mes. Mi padre montó un estante para las latas de
conserva. En un letrero pintó su nombre con grandes letras rojas, y debajo, escribió
una orden precisa y concisa — PASEN Y COMAN — que rara vez fue obedecida.
Compró también una vitrina para puros y cigarrillos. Mi madre era la encargada de
fregar el suelo y las paredes. A mí me inscribieron en la escuela de la ciudad.
Reconozco que fue un alivio alejarme de la granja, y de la presencia de aquellos
miserables pollos, pero, aun así, seguía sin ser completamente feliz. Una tarde, al
salir de la escuela, mientras volvía a casa por Turner’s Pike pensando en los niños
que había visto jugar en el recreo, un pelotón de niñas que no paraban de saltar y
cantar pasó por delante de mí. Me entraron ganas de imitarlas. Dicho y hecho, por ese
camino helado empecé a saltar solemnemente sobre una pierna y a cantar con voz
algo desafinada: —Uno, dos, tres, a la pata coja voy saltando hasta el pajar—.
Entonces me detuve y miré con recelo a mi alrededor. Temía que alguien hubiera
presenciado aquel espectáculo, que alguien hubiera descubierto mi vena más alegre.
Debió de parecerme que un comportamiento de este tipo no era digno de alguien que,
como yo, se había criado en una granja de pollos, un lugar donde la muerte está, día y
noche, al acecho.
   Un buen día mi madre decidió que nuestro restaurante debía permanecer abierto
día y noche. A las diez de la noche primero se detenía un tren de pasajeros y después
uno local de mercancías. Los trabajadores de este último tren tenían que efectuar
tareas de mantenimiento en Pickleville y una vez finalizado su trabajo iban al
restaurante a comer algo o a tomar un café caliente. De vez en cuando, a alguno le
daba por pedir un huevo frito. De madrugada, sobre las cuatro de la mañana, antes de
volver al norte, volvían al restaurante. El negocio empezaba a dar sus frutos. Mi
madre dormía por la noche y durante el día se hacía cargo del local y atendía a los
clientes mientras mi padre dormía. Lo hacía en la misma cama que mi madre había
ocupado durante la noche. Yo, por mi parte, me iba a la escuela, a Bidwell. En esas
largas noches, mientras mi madre y yo dormíamos, mi padre aprovechaba para
preparar los bocadillos que al día siguiente consumirían nuestros clientes. Fue
entonces cuando le vino a la cabeza una idea para hacernos prosperar. Cegado por la
ambición, de él también se apoderó el espíritu norteamericano.
   En esas interminables noches en las que poco había que hacer, mi padre tenía
todo el tiempo del mundo para pensar. Esa fue su perdición. Al parecer llegó a la
conclusión de que si hasta ahora había fracasado estrepitosamente era porque no
había sido una persona lo suficientemente alegre, y que en el futuro debía adoptar una
actitud más jovial y risueña ante la vida. Por la mañana temprano subió a la
habitación y se metió en la cama con mi madre. La despertó y empezaron a hablar.
Desde el rincón de mi cama pude escuchar su conversación. 
   La idea de mi padre era que tanto él como mi madre debían intentar entretener a
todo aquel que se dignara a venir a comer al restaurante. No recuerdo exactamente
sus palabras, pero, al parecer, de la noche a la mañana iba a convertirse, mediante
quién sabe qué oscuro procedimiento, en todo un profesional del espectáculo. Cuando
los clientes, y en particular los jóvenes de Bidwell, cruzaran nuestro umbral —algo
que ocurría en muy contadas ocasiones— sería crucial entablar una conversación
brillante y amena. De aquellas palabras de mi padre deduje que a partir de ese
momento nuestra misión en la vida sería intentar transmitir esa alegría de vivir tan
propia de los posaderos. A mi madre todo esto no debió de hacerle mucha gracia,
pero se abstuvo de hacer cualquier tipo de comentario al respecto. Supongo que mi
padre se imaginaba que del pecho de los jóvenes de Bidwell iba a florecer una
verdadera pasión por su compañía y la de mi madre, que, por las tardes, alegres
grupos bajarían cantando por Turner’s Pike y entrarían en tropel en nuestro
establecimiento, a carcajada limpia, derrochando alegría y buen humor. Habría fiesta,
habría música. Reconozco que mi padre no dio tantos detalles sobre sus
elucubraciones. Como ya he dicho antes, era un hombre de pocas palabras. —Los
jóvenes quieren un lugar adonde ir. Te lo digo yo, quieren un lugar adonde ir—,
repetía una y otra vez. Hasta ahí llegaba su desbordante imaginación. La mía ha ido
poco a poco rellenando huecos.
   Durante dos o tres semanas la genial idea de mi padre se apoderó de nuestro
hogar. En nuestro día a día no teníamos mucho que decirnos, pero hacíamos lo
posible para que la sonrisa sustituyera nuestra tristeza habitual. Mi madre sonreía a
los clientes y yo, contagiándome del buen humor reinante, hasta le sonreía al gato.
Este afán de agradar hizo que mi padre se volviera un tanto empalagoso. No cabía
duda, el espíritu del showman se agitaba en su interior. Eso sí, no malgastaba su
munición con los trabajadores del ferrocarril que atendía por la noche, prefería
guardar lo mejor de su repertorio para los jóvenes de Bidwell. En la barra del
restaurante había una cesta llena de huevos, y no me extrañaría que la tuviera delante
cuando le vino la idea de entretener a la gente. Los huevos estaban directamente
relacionados con el desarrollo de la idea de mi padre, su relación con ellos debía de
ser algo innato. En cualquier caso, fue un huevo lo que arruinó su nuevo impulso
existencial.
   Una noche me despertó un rugido de ira que procedía de la garganta de mi padre.
Mi madre y yo nos quedamos de piedra ante aquel terrible aullido. Con mano
temblorosa, mi madre encendió la lámpara de la mesilla de noche que estaba a la
altura de su cabeza; de repente, sentimos que la puerta del restaurante se cerraba de
un portazo. Minutos después, mi padre subía a rastras hasta la habitación. Sostenía un
huevo en la mano y temblaba como si un escalofrío le estuviera recorriendo el 
cuerpo. Había cierta locura en su mirada. Alterado, se nos quedó mirando fijamente,
llegué a pensar que nos iba a tirar el huevo a mi madre o a mí. Pero entonces lo posó
suavemente sobre la mesa al lado de la lámpara y cayó de rodillas junto a la cama. Se
echó a llorar como un niño, y a mí, por solidaridad, se me empezaron a caer las
lágrimas a borbotones. Nuestros sollozos invadieron aquella pequeña habitación. Es
bastante ridículo, pero de ese triste cuadro lo único que recuerdo es que mi madre no
dejaba de acariciar ese sendero pelado que surcaba la parte superior de la cabeza de
mi padre. No recuerdo muy bien las palabras de mi madre ni cómo le convenció para
que nos contara lo que acababa de ocurrir en el piso de abajo. Tampoco me viene
nítidamente a la cabeza la explicación de mi padre. Lo que sí recuerdo perfectamente
es mi propio dolor, mi propia angustia y cómo le relucía a mi padre aquel sendero que
se dibujaba en su cráneo mientras estaba arrodillado junto a la cama.
   En cuanto a lo sucedido en el piso de abajo, por razones que no logro entender,
me sé la historia de memoria, hasta se podría decir que fui testigo del hundimiento de
mi padre. Con el tiempo uno logra entender cosas realmente inexplicables. Aquella
noche, un joven llamado Joe Kane, hijo de un comerciante de Bidwell, se desplazó
hasta Pickleville para encontrarse con su padre, que tenía previsto llegar en el tren de
las diez. El tren llevaba tres horas de retraso. Joe decidió entrar a nuestro
establecimiento para hacer la espera algo más llevadera. En esos momentos mi padre
estaba atendiendo a los trabajadores del tren de mercancías que acababa de llegar a la
estación. Cuando se fueron, se quedó a solas con el joven.
   Desde el momento en que cruzó la puerta del local, la conducta de mi padre tuvo
que resultarle extraña al joven de Bidwell. Debió de darle la impresión de que a mi
padre no le hacía mucha gracia verlo ahí, dando vueltas a su alrededor. Pudo
parecerle que al dueño le molestaba su presencia y puede que hasta pensara en
marcharse. Sin embargo, empezó a llover y la idea de caminar hasta la ciudad para
luego tener que volver no le resultaba muy alentadora. Así que decidió tomar una taza
de café y fumarse un cigarrillo de cinco centavos. Sacó un periódico de su bolsillo y
empezó a leer. —Estoy esperando el tren de las diez, pero viene con retraso—, dijo
finalmente, disculpándose.
   Durante un buen rato, mi padre, a quien Joe Kane no había visto en su vida,
permaneció en silencio, observando detenidamente al visitante. No cabía duda, le
estaba entrando un ataque de miedo escénico. Como suele ocurrir en estos casos,
había pensado tantas veces en ese momento que ahora, llegado el instante de tener
que afrontarlo, le entró un ataque de pánico.
   Para empezar, no sabía qué hacer con sus manos. Sacó bruscamente una de ellas
por encima del mostrador y se la tendió al visitante. —¿Qué tal, amigo?—, le
preguntó al joven. Joe Kane soltó el periódico y se le quedó mirando. Mi padre miró
entonces con intensidad la cesta de huevos que estaba sobre el mostrador, y empezó a
hablar. —Bueno —arrancó con cierta vacilación—, seguro que ha escuchado usted
hablar de Cristóbal Colón, ¿no? —preguntó algo irritado—. Pues bien, ese tal
Cristóbal Colón era un tramposo —afirmó indignado—. El muy listillo decía que era
capaz de mantener en pie un huevo sobre uno de sus extremos. Mucho hablar, pero,
en el momento de la verdad, el huevo se le rompió.— 
   Nuestro visitante debió de pensar que la hipocresía de Colón sacaba a mi padre de
sus casillas. Hablaba entre dientes, balbuceando algún que otro improperio. Afirmaba
que enseñar a los niños que Cristóbal Colón era un gran hombre era un error, porque,
al fin y al cabo, en el momento crucial, resultó ser un tramposo. Se las daba de poder
mantener en equilibrio un huevo y luego, una vez soltado el farol, lo intentó arreglar
con un truco. Sin dejar de meterse con Colón, mi padre tomó un huevo de la cesta que
estaba sobre el mostrador y empezó a dar vueltas como un pollo sin cabeza. Al
mismo tiempo, hacía girar el huevo entre las palmas de sus manos. Sonreía
amistosamente. Sin venir a cuento, empezó a soltar un apasionante discurso sobre el
efecto que produce en un huevo la electricidad que desprende el cuerpo humano.
Después afirmó que, sin romperle la cáscara, era capaz de mantener el huevo en
equilibrio mediante un sencillo gesto: hacerlo girar entre las palmas de las manos. Al
parecer, el calor de sus manos y el suave movimiento giratorio que imprimía sobre el
huevo creaban un nuevo centro de gravedad. No puede decirse que estas palabras
interesaran demasiado al visitante. —Por mis manos han pasado miles de huevos —
dijo mi padre—, en materia de huevos nadie sabe más que yo.
   Colocó el huevo sobre el mostrador que, como era de esperar, cayó de lado.
Repitió el truco varias veces, haciendo girar en cada ocasión el huevo entre las
palmas de sus manos y soltando nuevamente el discurso sobre las maravillas de la
electricidad y las leyes de gravedad. Tras media hora de esfuerzos logró al fin
sostener el huevo por un instante, pero, al levantar la cabeza, comprobó que el
visitante ya no le prestaba ni la más mínima atención. Finalmente, cuando consiguió
que Joe Kane reparara en el resultado de tanto esfuerzo, el huevo ya había rodado
sobre su extremo.
   Dejándose llevar por la pasión del momento, pero al mismo tiempo algo
desconcertado por el fracaso de su primer experimento, mi padre no tuvo mejor idea
que dirigirse hacia el estante y mostrarle al visitante las botellas que contenían las
monstruosidades avícolas. —¿Se imagina usted con siete piernas y dos cabezas como
aquí el amigo?—, le preguntó exhibiendo el más preciado de sus tesoros. Su rostro
esbozaba una ligera sonrisa. Sin mediar palabra, se abalanzó sobre el mostrador e
intentó darle una palmadita en el hombro a Joe, algo que había visto hacer a los
hombres de la taberna de Ben Head, en la época en que era un joven granjero y
cabalgaba hasta la ciudad los sábados por la tarde. El visitante se sintió algo
indispuesto al ver el cuerpo terriblemente deformado de aquella ave flotando en 
alcohol, y se levantó con ganas de marcharse. Saliendo de detrás del mostrador, mi
padre le agarró del brazo y le obligó a sentarse de nuevo. Luego volvió a colocar las
botellas en el estante. Estaba un tanto irritado por todo aquello y ya no sonreía con
tanta naturalidad. En un arrebato de generosidad, obligó a Joe Kane a servirse otra
taza de café y a fumarse otro cigarrillo, todo, claro está, por cortesía de la casa.
Entonces cogió un cazo y, tras llenarlo con el vinagre de un recipiente que guardaba
debajo del mostrador, anunció que se disponía a ejecutar un nuevo truco. —En este
cuenco con vinagre procederé a calentar este huevo. A continuación, lo haré pasar por
el cuello de una botella sin romper su cáscara. Una vez dentro de la botella, el huevo
recuperará su forma original y la cáscara se volverá a endurecer. Una vez hecho esto,
le haré obsequio de la botella con el huevo dentro para que pueda llevarla donde a
usted le venga en gana. La gente querrá conocer el truco. No desvele el secreto. Deje
que lo adivinen. Eso es lo divertido de este truco.— 
   Mi padre sonrió al visitante, hasta le guiñó el ojo. El joven llegó a la conclusión
de que al hombre que tenía enfrente le faltaba un tornillo, pero que era totalmente
inofensivo. Se tomó el café que le habían ofrecido y reanudó su lectura. Una vez
calentado el huevo en vinagre, mi padre lo puso en una cuchara, lo llevó al mostrador
y se fue a buscar una botella vacía en la trastienda. Estaba algo molesto porque el
visitante no le estaba prestando ni pizca de atención, pero a pesar de todo siguió
alegremente con su trabajo. Durante un buen rato luchó en vano por intentar pasar el
huevo por el cuello de la botella. Volvió a poner el cazo en el fuego para volver a
calentar el huevo. Al sacarlo del recipiente, se quemó los dedos. Este segundo baño
en vinagre hizo que la cáscara se reblandeciera un poco, pero no lo suficiente para
lograr su objetivo. Aun así, guiado por un desesperado espíritu de determinación, no
cejó en su empeño, y siguió insistiendo. Cuando al fin parecía que el truco podía dar
resultado, el tren que venía con retraso llegó a la estación. En esos momentos, Joe
Kane se levantó y se dirigió hacia la puerta con total indiferencia. Mi padre hizo un
último y desesperado intento por dominar el huevo. Su reputación de anfitrión capaz
de entretener a sus clientes dependía de ello. Lo estrujó bruscamente. Si no había
querido entrar por las buenas tendría que hacerlo por las malas. Soltó algún
improperio, un sudor frío recorría su frente. Entonces el huevo se le rompió en las
manos. Cuando su contenido le salpicó la ropa, Joe Kane, que se había detenido en la
puerta, dio media vuelta y se echó a reír a carcajadas.
   Un rugido de ira salió de la garganta de mi padre. Entonces, dando saltos y
soltando un montón de palabras sin sentido, agarró otro huevo de la cesta, lo tiró, y a
punto estuvo de estrellárselo contra la cabeza al joven que se escabulló y huyó por la
puerta como buenamente pudo.
   Mi padre subió hasta donde estábamos mi madre y yo con un huevo en la mano.
Desconozco cuáles eran sus verdaderas intenciones. Supongo que lo que quería era 
romperlo, y de paso romper todos los demás huevos. Quizás quería que mi madre y
yo fuésemos testigos de aquel espectáculo. Sin embargo, cuando llegó ante la
presencia de mi madre, algo le ocurrió. Posó suavemente el huevo sobre la mesa y
cayó de rodillas junto a la cama, tal y como he contado anteriormente. Luego decidió
que por esa noche cerraba el local y se fue a dormir. Apagó la luz y tras una larga
conversación entre murmullos con mi madre se durmió. Supongo que yo también me
quedé dormido, pero dormí fatal. Me desperté al amanecer y durante un buen rato me
quedé mirando ese huevo que estaba sobre la mesa. Me pregunté por qué tenían que
existir los huevos, y por qué de los huevos salían gallinas que a su vez volvían a
poner huevos. Esa pregunta se me ha metido en la sangre. Si me sigue obsesionando
es, supongo, porque soy hijo de mi padre. En cualquier caso, el problema continúa sin
resolverse en mi mente. Y esto, concluyo, no es más que otra prueba del rotundo y
definitivo triunfo del huevo —al menos en lo que a mi familia se refiere. 

(Sherwood Anderson, La chica de Nueva Inglaterra, Nórdica Libros, 2013)

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