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FIÓDOR DOSTOYEVSKI

 



   Desde el primer día de mi vida de presidio comencé a soñar con la libertad.
Calcular cuándo terminarían mis años de presidio, de mil maneras distintas y en mil
ocasiones, constituía mi ocupación favorita. No podía pensar en otra cosa, y estoy
seguro de que lo mismo le sucede a todo el que está privado temporalmente de
libertad. No sé si los presos pensaban y calculaban igual que yo, pero la asombrosa
ligereza de sus ilusiones me sorprendió desde mis primeros pasos. La esperanza del
recluso privado de libertad es de otro tipo, completamente distinta a la del hombre
que lleva una vida real. El hombre libre, desde luego, espera algo (por ejemplo, un
cambio de suerte, la realización de alguna empresa), pero vive, actúa; la vida real le
arrastra en su torbellino. No ocurre lo mismo con el preso. Admitamos que también
es vida la vida de la cárcel, de presidio; pero, sea quien sea el preso e
independientemente de la duración de su condena, él no puede aceptar de ningún
modo, instintivamente, su destino como algo definitivo, resuelto, como parte de la
vida real. Todo preso siente que no está en su casa, sino como de visita. Veinte años
son para él como dos, y está convencido de que al salir de la cárcel a los cincuenta y
cinco años estará tan joven como ahora, a los treinta y cinco. «Todavía viviremos»,
piensa y aleja decididamente de él todas las dudas y todas las ideas desagradables.
Incluso los condenados a perpetuidad, los de la sección especial, contaban a veces
con que aquello no podía ser y que de pronto llegaría una orden de Píter:
«Trasladar a Nerchisnk, a las minas, y fijar un término a las condenas». Entonces,
¡qué bien! En primer lugar, hasta Nerchinsk se tarda en llegar casi medio año y es
mucho mejor ir en la cuerda que estar en el penal. Y luego, a acabar la condena en
Nerchinsk y entonces… ¡Así razonaba un recluso con canas! 

(Fiódor Dostoyevski, Memorias de la casa muerta, Alba Editorial, 2017) 

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