Joaquín Piqueras García
“¡Cuerpo de mí con tanta poetambre!”
Miguel de Cervantes
“...el hambre y la miseria me han armado caballero”
Felipe Sassone
“... y ya nuestra existencia degradada
arrastramos sin lecho y sin hogar”Pedro Barrantes
Si hay una etapa en la historia de la literatura hispánica en la que pululan ostensiblemente los escritores insólitos, ésa es, sin duda, la que comprende la última década de finales del siglo XIX y las dos primeras del siglo pasado: la época de la bohemia. Un fenómeno que, tal como han estudiado Manuel Aznar Soler (1) o Alonso Zamora Vicente (2), es tardío en España, casi exclusivamente madrileño e importado directamente del Barrio Latino parisiense – las correrías nocturnas de Verlaine y su “coro de vida ambigua y saturada de ajenjo” (2) hallan más eco en el Madrid finisecular que las Scenes de la vie de bohème de Henry Mürger-. Son muchos los escritores que, obstinados en su personal sobrevaloración, se lanzan desde diferentes puntos de la geografía nacional a la aventura de la conquista madrileña; pero allí, salvo unos pocos que logran algún éxito literario o publicar regularmente en algún periódico, la mayoría arrastrará una vida de pobreza, mendicidad, nocturnidad etílica y mucha hambre, de ahí que se les denominara coloquialmente a estos poetas bohemios la “poetambre” – expresión que, por ejemplo, recoge Cansinos-Assens en el relato de sus memorias (3) y que ya acuñara Cervantes en su Viaje al Parnaso ( cap. 2), tal y como reza la cita inicial. Los bohemios, algunos de ellos con arraigadas convicciones anarquistas y socialistas, otros sumergidos en sus paraísos estéticos, se adueñaron de un territorio que el sistema de vida burguesa había concebido como suyo: el centro de la Capital; allí emprendían su peregrinaje por las diferentes tertulias que a la sazón se celebraban en los cafés y tabernas cercanas a la puerta a la Puerta del Sol y a la calle Alcalá hasta bien entrada la madrugada. Luego, como lívidos vampiros empapados en alcohol, huían de la luz diurna, derrotados, titubeantes, con sus chalinas, raídas capas y pipas apagadas, a refugiarse – los que podían – en sus lóbregas y miserables moradas. Todos tenían en común – como indica Zamora Vicente (2)- el escaso o nulo dinero en los bolsillos y una aversión acérrima al “filisteo”, esto es, al burgués acomodado, de vida ordenada y valores convencionales consolidados; y el culto al Arte como ideal de vida.
Algunos bohemios lograron sobrevivir – e incluso triunfar, sirva el ejemplo de Valle-Inclán - colaborando en periódicos y editando algunas obras; para otros la bohemia sólo fue una etapa en sus vidas (Manuel Machado, el joven Baroja...) o etílicas incursiones ocasionales (Rubén Darío); pero una gran mayoría sucumbieron precisamente ante lo que más exaltaban: los hábitos irregulares y anticonvencionales, o triunfaron en su día y han sido olvidados con el tiempo ( Joaquín Dicenta, Emilio Carrere...). Desgarrados, autodestructivos, dipsómanos, malditos, heterodoxos, decadentes, excéntricos: los insólitos de la bohemia. La nómina es interminable, y se puede hablar de dos generaciones: los que escriben en la época del modernismo ( muchos de ellos adscritos a este movimiento) y los que lo hacen en pleno apogeo del ultraísmo y las vanguardias. A la primera generación pertenecen Pedro Barrantes, Alejandro y Manuel Sawa, Dicenta, Enrique Paradas, Delorme, Antonio Palomero, Nakens, Ricardo Fuente, Ernesto Bark, Manuel Paso, Felipe Sassone ... A la segunda, Carrere, Eugenio Noel, Fernando Villegas Estrada, Pedro Luis Gálvez, Alfonso Vidal y Planas, Dorio de Gádex ( Antonio Rey Moliné), Armando Buscarini, Xavier Bóveda, Iván de Nogales, Álvaro Retana o el murciano Eliodoro Puche. Muchos de ellos, de los aquí citados y de los ausentes – léase Losada, José de Siles, Vega Armentero, Forondo, Han de Islandia, Santaló, Julio Burell, Camilo Bargiela, Luis Bonafoux, Gonzalo Seijas, Alberto Lozano, etc.-, son más interesantes por sus biografías novelescas y extravagantes que por la calidad intrínseca de sus obras. Prueba de ello es que sus vidas desgarradas han atraído a no pocos escritores – Sainz de Robles (4), Javier Barreiro (5), Juan Manuel de Prada (6), Andrés Trapiello (7) o Luis Antonio de Villena (8) – y han sido objeto de estudio o de “literaturización” .
Vidas autodestructivas y malogradas: Manuel Paso, poeta muy pobre pero de magnánimo corazón - invitaba a dormir de vuelta a su humildísimo hogar a todas las prostitutas que se encontraba, bien entrada la madrugada, para protegerlas de la intemperie -, murió tempranamente alcoholizado en 1901. Armando Buscarini, que siempre amenazaba con suicidarse arrojándose por el Viaducto de Segovia a cambio de requerimientos pecuniarios, y al que Valle Inclán aconsejó que lo hiciese pronto y con elegancia, vivió en la más abyecta miseria y falleció en un manicomio a la edad de 36 años. Otro “artista del hambre” fue Eugenio Noel, conocido por su activismo a ultranza en contra de los dos valores castizos por excelencia: el flamenco y los toros, lo que le costó más de una agresión, también murió en la más degradante miseria en 1936 en la cama alquilada de un hospital y, como irónico colofón a una vida calamitosa, su cadáver se extravió – según relata Pedro Melero (11)- en su traslado de Barcelona a Madrid.
Vidas aventureras: como la del dramaturgo Joaquín Dicenta, “en su biografía hay puñaladas, un rapto, un suicidio”, escribe Eduardo Zamacois en sus memorias (9); gran bebedor, mujeriego y con una inevitable propensión a la reyerta – incluso llegó sangrando al estreno de su éxito Juan José -, a él se le atribuye proezas tales como la de cortarle, en una trifulca nocturna, a Valle sus melenas. O vidas como las de Alfonso Vidal y Planas o Pedro Luis de Gálvez: ambos pertenecían a lo que se ha dado a llamar la “golfemia” (10), una bohemia golfante, prostituida, que vive del sablazo, acomodada en el parasitismo y la incapacidad imaginativa; muy lejana de la bohemia romántica, heroica y sentimental de Sawa o Carrere. En Luces de bohemia están representadas estas dos formas de vida: Max Estrella es el bohemio heroico y Latino de Hispalis, el “golfemio” sin escrúpulos. Vidal y Planas, exseminarista y hampón de la literatura, que sólo tuvo un breve momento de gloria cuando, gracias a Gregorio Martínez Sierra, estrenó Santa Isabel de Ceres (1922), sobre la redención y canonización de una prostituta, publicó en 1918 sus Memorias de un hampón. Cinco años después asesinó al escritor Luis Antón de Olmet, no se sabe con certeza si por razones sentimentales o por celos literarios. Fue condenado a prisión y cuando cumplió su castigo emigró a EEUU, donde se doctoró en Filosofía, y acabó su larga vida en Tijuana ( México) como profesor de instituto. De Pedro Luis de Gálvez, que hizo de su libro El sable. Arte y modos de sablear toda una filosofía de vida, relata Cansinos-Assens (3) que”se le murió un hijo recién nacido y lo metió en una cajita de pasas y lo paseó por los cafés, empleándolo como recurso patético para sacar unas pesetas”, e incluso se cuenta (2) que llegó a vender a su mujer, la actriz Carmen Sáenz, por unos cuantos duros a un conocido empresario de teatros. Este “enfant terrible” de la golfemia tuvo una vida folletinesca: seminarista, pintor, cómico, anarquista, presidiario, aventurero, pícaro, adulador por interés y responsable de una checa en la guerra, donde al parecer cometió – como indica Javier Barreiro (5)- todo tipo de desmanes, aunque también salvó de la muerte a autores que anteriormente habían cedido a sus sablazos, como Ricardo León o Emilio Carrere, destino que él mismo no pudo eludir, ya que fue juzgado y ejecutado al terminar la guerra (1940). De él nos queda sus sonetos, testimonio crudo y descarnado de una existencia agitada.
Vidas rebeldes: rebeldía política, como la de los citados Vidal y Planas y Gálvez, la del anarquista - inmortalizado en Luces de bohemia - Ernesto Bark o la de Remigio Vega Armentero, republicano, anticlerical y masón, que mató de cuatro tiros a su mujer cuando descubrió que ésta planeaba con su amante su asesinato – fue condenado a cadena perpetua más por sus ideas políticas que por el homicidio de su esposa adúltera -.
Y la rebeldía sexual de Álvaro Retana, erotómano, bisexual y libertino, que por primera vez en nuestra literatura retrata abiertamente y de forma desinhibida los ambientes homosexuales de la época en Las locas de postín. Después de la guerra fue condenado a muerte por la posesión de objetos de culto litúrgico para usos sacrílegos, sin embargo, posteriormente le conmutaron la pena capital por la de 30 años de prisión, de los que sólo cumpliría nueve. Fue asesinado por un chapero en 1970. Otro escritor erotómano fue Iván de Nogales, autor del excéntrico poemario Nueces eroticolíricas heteroclitorizadas y efervescentes, que se vendía con un cascanueces de regalo. Y, por último, la rebeldía blasfema, desmesurada y contradictoria de Pedro Barrantes, autor en el que nos vamos a centrar en esta ocasión, aún a sabiendas de que otros de los aquí convocados desfilarán por esta sección próximamente.
El tremebundo leonés – para otros, valenciano – Pedro Barrantes es una de las figuras más pintorescas e insólitas de la bohemia española. Aglutina en su figura los rasgos biográficos arriba señalados: una existencia autodestructiva, truncada, aventurera, hampona y, sobre todo, de radical rebeldía política, lo que le supuso no pocos encarcelamientos; en uno de ellos, según cuenta Javier Barreiro (5), fue salvajemente torturado y, dado por muerto, depositado en una fosa común junto con otros cadáveres, de la que milagrosamente logró escapar y salvarse. Citando a su amigo Eduardo Zamacois, “ ni los excesos, ni las ráfagas terribles de miseria que azotaron su espalda, ni el espanto de las noches sin cama, ni los rigores de la cárcel, donde por delitos políticos estuvo varias veces” bastaban para derribar el “cuerpo avellanado” de Pedro Barrantes. Como Manuel Paso, Fernando Villegas Estrada – doctor que traicionó el juramento de Hipócrates cuando vendió su botiquín para procurarse aguardiente porque “más que médico” era “poeta lírico” (5) – y tantos otros, Barrantes creía firmemente en el alcohol como fuente de inspiración poética, no en vano su obra más conocida lleva por nombre Deliriums Tremens; no obstante, este bohemio que siempre vivió en permanente estado de intoxicación etílica irónicamente murió en 1912, según cuenta la leyenda (2), al beber un vaso de agua. Como ha dejado escrito Alberto Castoldi, los bohemios usaban y abusaban de los alcoholes – y otros narcóticos – para avivar la inspiración y la creatividad y para “desintoxicarse de la droga de la existencia y conseguir una presencia más relevante en el existir” (12).
Barrantes pasará su trayectoria literaria oscilando entre el arrebato blasfemo y el catolicismo militante. En sus inicios fue un escritor radicalmente anticatólico y asiduo colaborador en Los Dominicales del Libre Pensamiento. Más tarde fue “hombre de paja” de El País, responsabilizándose por un duro diario de los artículos más peligrosos e incendiarios, lo que le acarreó – como hemos señalado más arriba – nefastas consecuencias. En su primera obra, Anatemas (1892), proclama una desorbitada aversión hacia la religión, la monarquía y el despotismo. Sus versos altisonantes adquieren un carácter combativo de denuncia social: se exalta al libertad y la justicia y se condena la tiranía y la hipocresía del Trono y de la Iglesia, sin “ceder por nada ni ante nadie” ( “A mis amigos”). Sin embargo, pocos años después Barrantes experimenta una desconcertada conversión en el poemario Tierra y cielo (1896). El poeta hace acto de contrición y abraza a la sagrada institución de la que antaño había abominado: “Torno a tus brazos de tristeza lleno/ y el alma lacerada” ( “Contrición”). El tono religioso y la fe sincera en la redención divina, que constituyen dos notas recurrentes en esta obra, no eximen al poeta de la conciencia de la angustia existencial (“Miseria humana”) o de las tentaciones de los “frescos racimos”, que dijera Darío, de la carne (“Fiat lux”). Hay en Tierra y cielo un interés especial por lo macabro y lo necrófilo, que en Deliriums Tremens ( 1890, reeditada en una versión corregida y aumentada en 1910) alcanza cuotas de patológica obsesión. El gusto por la necrofilia lo une a su compañero de correrías nocturnas por lupanares y antros – tal y como se narra en La copa de Verlaine (13) – Emilio Carrere, ese gran olvidado, a pesar del éxito que tuvo en vida, de nuestra literatura, príncipe de la bohemia decorosa y digno sucesor de Alejandro Sawa, que sólo recientemente se le ha valorado en su justa medida, no sólo como narrador sino también como poeta (14). Ambos, al igual que nuestro maldito Eliodoro Puche, son “lunáticos”, poetas que viven, sufren, liban y se refugian en el “corazón de la noche” – parafraseando a Puche -. Para el poeta lorquino – al que Cansinos (3) compara con un ataúd puesto de pie, porque siempre iba vestido de negro - la noche es fuente de emoción, cómplice protectora, consuelo para el alma torturada, misterio anhelante...; pero a Barrantes y Carrere no les basta ese primer estadio de filiación romántica, traspasan la noche para escudriñar en lo esotérico y recrearse en la pestilencia de lo lúgubre y macabro, sin escatimar en detalles repugnantes. En este sentido, el autor de Deliriums se nos revela más desmesurado, a medio camino entre Baudelaire y el naturalismo más escabroso. El poeta se erige en adalid del Diablo y cultiva los temas del vicio y la perversión, así como de los crímenes más atroces. El poema “Haschis” es un canto a la orgía, la dipsomanía y la depravación. “El enterrador y yo”, “La risa del diablo”, “El verdugo y su amada” o “Inscripción de sangre” son títulos que ya anuncian la truculencia de sus contenidos. No falta en sus versos el humor negro – rasgo éste que también lo emparenta con Carrere -, por ejemplo en el poema dedicado al asesino Muñoz López: “Yo soy el terrible Muñoz/ asesino feroz/ que nunca se encuentra inerme/ y soy capaz de comerme/ cadáveres con arroz.” Hiperbólicamente sensuales y diabólicos, los versos de Deliriums Tremens muestran con ironía cínica un calculado afán por estremecer al lector y transportarlo al clímax de lo horripilante. No obstante, entre tanto festín siniestro descuellan algunas composiciones en las que el poeta muestra su compasión por los desheredados: los indigentes de la “poetambre” ateridos de frío (“Invernal”), las prostitutas que no pueden escapar de la senda del vicio (“Soliloquio de las rameras”) o simplemente los vencidos por una sociedad hipócrita y excesivamente materialista (“La marcha de los vencidos”). Es Barrantes un poeta insólito, desmesurado, bifronte, sin parangón en nuestra literatura, tal vez carente de fuerza lírica y de intensidad espiritual, pero todo un documento insoslayable de la bohemia finisecular y su caldo “de andrajos y rimas”.
Bibliografía
(1) Manuel Aznar Soler: “La bohemia literaria española”, en AAVV, Madrid entre dos siglos. Modernismo, bohemia y paisaje urbano, Universidad de Sevilla, 1993.
“Decadentismo y bohemia literaria”, Ínsula, nº 613, 1998.
(2) Alonso Zamora Vicente: “Nuevas precisiones sobre Luces de bohemia”, en Pedro M. Piñero y Rogelio Reyes, Bohemia y literatura. De Bécquer al Modernismo. Universidad de Sevilla, 1993.
(3) Rafael Cansinos-Assens: La novela de un literato, Alianza Editorial, Madrid, 2005.
Bohemia, Fundación Archivo Rafael Cansinos-Assens, Madrid, 2002.
(4) Federico Carlos Sainz de Robles: Autores raros y olvidados, Universitat, Lleida, 2001.
(5) Javier Barreiro: Cruces de bohemia, Unaluna, Zaragoza, 2001.
(6) Juan Manuel de Prada: Las máscaras del héroe, Valdemar, Madrid, 1997.
Desgarrados y excéntricos, Seix Barral, Barcelona, 2001.
(7) Andrés Trapiello: Las armas y las letras, Planeta, Barcelona, 1994.
(8) Luis Antonio de Villena: Biografía del fracaso, Planeta, Barcelona, 1997.
El ángel de la frivolidad y su máscara oscura ( vida, literatura y tiempo de Álvaro Retana), Pre-textos, Madrid,1999.
(9) Eduardo Zamacois: De mi vida, Barcelona, 1903.
Un hombre que se va ( Memorias), AHR, Barcelona, 1964.
(10) Salvador María Granés: La Golfemia: parodia de la obra ópera La Bohemia, en un acto y cuatro cuadros en verso, Biblioteca Nacional, Madrid, 2004.
(11) Pepe Melero: Leer para contarlo. Memorias de un bibliófilo aragonés. Biblioteca Aragonesa de Cultura, Zaragoza, 2003.
(12) Alberto Castoldi: El texto drogado, Anaya & Mario Muchnik, Madrid, 1997.
(13) Emilio Carrere: La copa de Verlaine, Fortanet, Madrid, 1918.
(14) Julia María Labrador Ben y Alberto Sánchez Álvarez-Insúa: “La obra literaria de Emilio Carrere ( I y II) ”, Dicenda, Cuadernos de Filología Hispanica, 2002.
José Montero Padilla: Introducción a Emilio Carrere: Antología, Castalia, Madrid 1999.
Jesús Palacios: Prólogo a Emilio Carrere: La Torre de los siete jorobados, Valdemar, Madrid 1998.
Jesús Palacios: Prólogo a Emilio Carrere: La casa de la Cruz y otras historias góticas, Valdemar, Madrid 2001.
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