EL TEDIO NORTEAMERICANO
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Y el tedio norteamericano nos va encerrando como ningún otro tedio del mundo, peor que el de los Andes, pueblos de alta montaña, viento frío que baja de los montes de tarjeta postal, aire fino como la muerte en la garganta, ciudades fluviales de Ecuador, malaria gris como la droga bajo un sombrero negro de vaquero, escopetas que se cargan por la boca, buitres que picotean las calles enfangadas... el que te ataca al bajar del ferry de Malmoe, en Suecia, te quita la trompa sin impuestos (en el ferry la priva no paga aduana) en un santiamén y te deja con la moral por los suelos: miradas huidizas y el cementerio en medio de la ciudad (todas las ciudades suecas parecen construidas en torno a un cementerio), y nada que hacer en toda la tarde, ni un bar, ni una película, quemé el último petardo que traía de Tanger y dije: "K. E., vamos otra vez al ferry ahora mismo."
Pero no hay tedio como el tedio norteamericano. No lo ves ni sabes de dónde sale. Coge uno de esos bares elegantes, al final de una calle de un barrio nuevo (cada manzana tiene su bar y una botica y un supermercado y una tienda de bebidas). Entras y te topas con él. Pero ¿de dónde sale?
No es del camarero, ni de los clientes, ni de la tapicería de plástico color crema de los taburetes, ni de la luz confusa del neón. Ni siquiera de la televisión.
Y nuestras costumbres se reafirman en el tedio, como la cocaína te reafirma y te mantiene ante la depresión de la bajada de la coca misma...
(William Burroughs, El almuerzo desnudo, Barcelona, Bruguera, 1980)
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