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JOSÉ G. CORDONIÉ

 


Irine me telefoneó.
Me llamó para reclamarme una vez más la entrega mensual de mi serie de cómic. Dijo que necesitaban urgentemente el trabajo antes de una semana para maquetar y cerrar la edición.
Irine es la bella secretaria de la editorial Bombilla Books, donde editan a través de la revista mensual El Cerebro Ilustrado las entregas de mi cómic El Viejo y el Bar. En esa conversación, le aseguré que ya casi estaban terminadas las seis páginas de la nueva entrega doble y que podría transmitir, por tanto, toda la tranquilidad del mundo a Benito Jaranero, el excelso director. El trabajo estaría a tiempo. De hecho ‒mentí‒, sólo faltaba entintar: los dibujos y los textos ya estaban terminados. Irine pareció sentirse aliviada con mis palabras. Creo que incluso pude percibir una sonrisa leve tras el auricular del teléfono. Le dije algo que no recuerdo, pero sí que recuerdo que Irine rió. Después, la invité a cenar y ella, sin más, aceptó la invitación.
No encuentro ninguna palabra para relatar lo ocurrido esta noche si quiero ser fiel al sentimiento que me ha producido el encuentro con Irine. El principio fue bueno, digamos que tal vez fuera comparable a una gran obertura de una buena obra; amplia sonrisa, ojos iluminados de luz de la noche, dos cálidos besos de saludo inicial... Pero la noche se fue tiñendo con un clima de inseguridad, nerviosismo y titubeo, que al final hizo que todo terminara en tablas y en cada uno para su casa. No hubo ni el más mínimo interés por ninguna de las partes en que tras aquella primera cita pudiera venir alguna más. O eso pareció. Esa noche quedó como la obra inaugural que fracasa en su estreno y de la que suspenden las siguientes funciones.
Durante el primer acto, en un restaurante hindú en Lavapiés, su sonrisa fue continua desde el inicio de la velada, hasta que se descolgó y se desdibujó terminando por esfumarse por completo. Aún no sé por qué. Quizá por alguno de mis comentarios mordaces.
Para el segundo acto decidimos, simplemente, pasear. Caminamos por las calles en penumbra sin hablar hacia un rumbo puesto por ella o por su inconsciente, con el eco de nuestros pasos como único sonido en el encuadre de esta escena, que semejaba una vez más la de una película en blanco y negro en la que en cualquier momento parecía que la fuera a tomar del brazo para traerla hacia mí y asirla fuertemente contra mi pecho y besarla. Pero nada de esto ocurrió a pesar de que en mi imaginación aparecía esa escena escrita con varias «íes griegas» como conjunción copulativa. Pero no ocurrió nada de eso. Sin duda porque no me atreví a intentarlo o, quizá, porque en mi imaginación la chica de esa escena no era Irine, sino Ella.
Recorrimos juntos el camino hasta el portal de su casa, donde desapareció tras el portón después de dejarme dos putos tímidos besos colgando de las mejillas. Anduve el camino de vuelta a casa solo, tratando de borrar los recuerdos que se iban agolpando en el cerebro, que como órgano encargado de las emociones, del aprendizaje, de la cognición y de la memoria, mezclaba imágenes y palabras hasta la confusión, a través de sinapsis fallidas entre las neuronas de mi sistema nervioso, generando emociones imprecisas, indeterminadas y ambiguas. Encendí la música del móvil, subí el volumen al máximo y la modulación de la música empezó a desdibujar esas imágenes de mi mente hasta convertirlas en garabatos de colores impulsados por las ondas del sonido de Afghan Whigs, en esta ocasión con Crime scene Part One: «Tonight, to night I say goodbye to everyone who loves me»…*

Pero sólo transcurren tres largos días desde esa noche y ya me encuentro en la puerta de la editorial con las láminas preparadas. He dibujado insistentemente hasta dejarme los dedos hechos trizas y secarme lo ojos ante el ordenador hasta dejarlos como los de un puto muñeco de trapo. La posibilidad de un reencuentro con Irine me ha excitado sobremanera y me dado las fuerzas y el impulso que necesitaba para dar un último empujón a las páginas del especial de verano de El Viejo y el Bar.
He soñado con descaro con esa mujer.
He soñado con su cuerpo y, por encima de todo, con sus inmensas tetas. Con unas fantasías brutalmente eróticas que, posiblemente, no quisiera llevar nunca a la realidad. O al menos no de ese modo tan canalla, porque cada vez que pienso en Irine, pienso también en Ella. Esto debe de tratarse de algún tipo de defecto de fabricación que debo tener.
Irine me sonríe al verme cruzar la puerta de Bombilla Books y eso me hace entrever que no existe la menor sombra de rencor por lo incierto de la otra noche. Me acerco hasta el mostrador donde se encuentra, dejando un cerco agradable de su perfume, y le doy dos caliginosos besos. Sonríe con más fuerza y me agarra la mano con un gesto que no sé bien cómo calificar. La oficina es pequeña y un poco destartalada. Parece como si hubiera sido decorada con muebles comprados en insólitos mercadillos o bazares, incluso algunos de esos muebles parecen haberse salvado –aunque no intactos– de alguna casa bombardeada. En cualquier caso, los muebles son lo de menos. Seguramente algún interiorista moderno, chic y retro-hipo-vanguardista con menos luces que el agujero del culo ha diseñado la estancia, donde se combinan colores chillones que van del morado intenso al verde estridente, pasando por una paleta de marrones descoloridos, rojos vivos y turquesas imposibles que se entremezclan creando una atmósfera extraña que te hace sentir incómodo. De una de las paredes cuelga una enorme lámina del gran Kandinsky, de su época abstracta, y en otra de las paredes está el anagrama de Bombilla Books, justo encima del sofá naranja amarillento desvencijado que hace de sala de espera a las visitas de la editorial. Allí me siento a esperar. Irine me ofrece un café, que rechazo con la mejor de mis sonrisas. Enciendo el smartphone, suena Looking Lost del disco Success de The Posies, y saco mi pequeña libreta de tapas negras Tiger donde anoto todo lo que quiero hacer y aún no he hecho. Entre otras cosas, ensayo cómo vengarme de mi querida, traidora y huida Ella.
Tras quince minutos de espera, entro al fin en el despacho del Gran Jefe, quien me sonríe tras la mesa de cristal de su despacho, repleta de papeles, carpetas y sobres. Esa sonrisa es amplia y, si no lo conociera, diría incluso que es sincera, porque parece que realmente se alegra de verme, que verdaderamente me aprecia. Pero los dos sabemos que tras esa sonrisa se esconde un hombre ruin, negrero, mezquino y cicatero, y que la sonrisa no es más que una parte de la transacción comercial.
Es un hombre de unos cincuenta y tantos años, grande, de casi dos metros de altura, cuya cara parece puesta por equivocación en ese cuerpo opulento, nutrido y excesivo, como si algún dios fumado la hubiera pifiado y jodido bien a la hora de encontrar una cara adecuada, y al final le hubiera puesto la primera que hubiera encontrado. De hecho, la cara de Benito Jaranero es como una de esas máscaras de carnaval que llevan nariz, bigote y gafas. Una careta en un cuerpo que no le encaja y que ahora me mira de frente. Le doy la mano y rápidamente agarra mi carpeta de dibujo, extrae las láminas DIN-A-3 y empieza a echarles un vistazo. Se reclina hacia atrás en su silla giratoria y esparce las láminas sobre el cristal de su mesa.
—Buen trabajo Martín —dice haciendo un gesto de agrado—. Buen trabajo.
—Gracias.
—Sin duda es un buen trabajo —examina las páginas de tinta con detenimiento—. Me gustan tus viejos chiflados del bar.
—Más que chiflados son filósofos naturales. Poetas del chato y del café.
—¡Chorradas! —ahora vuelve esa sonrisa torcida a sus labios—. Chiflados. Borrachos chiflados. Pero me gustan sus sandeces.
—Como es usted quien paga, puede pensar lo que le parezca.
Se ríe. Su risa es sonora y cascada, como un tiovivo oxidado, y muchas veces acaba en una tos nerviosa chirriante. Vuelve a echar un ojo a las seis hojas, poniéndose las gafas en la punta de la nariz. Esta vez la ojeada es más rápida. Luego devuelve los dibujos a la carpeta, satisfecho, y se reclina nuevamente en su silla. Me recuerda a un pez. No sé por qué pero me recuerda a un pez. A un inmenso besugo hinchado.
—Siempre en el último momento, Martín, pero siempre cumples.
—Es para que mi trabajo no pierda suspense —bromeo.
—¿No has pensado —pregunta echándose ahora hacia delante y posando las manos sobre la carpeta, encima de la mesa—algún trabajo a todo color?
—Quizá —digo—. Pero no El Viejo y el Bar. Ellos son así; en blanco y negro. No puedo imaginar sus vidas en viñetas que no estén en una escala de grises.
—Tal vez tengas razón. Pero deberías intentarlo. Piensa en algún otro serial para añadir a la revista, quizá en colorines. Dale una vuelta a esta idea, ¿vale?
Llega el momento en que la ruindad toma forma y se hace dúctil. Se hace opaca. Tridimensional. El momento del cobro de los trabajos resulta siempre muy teatrero. Es una imagen similar a la que he podido ver en miles de películas antiguas, en blanco y negro, posiblemente de cine negro americano de los cincuenta. El hombre saca la chequera del bolsillo interior de la americana, abre la pluma con cuidado, en un gesto que parece torpe por sus dedos grandes y gruesos, y acerca el plumín dorado al papel. Antes de escribir la cifra y estampar su rúbrica, el hombre mira a los ojos de su interlocutor; entonces firma. Extiende el brazo con el cheque y sopla para secar bien la tinta.
Esun puto pez con un cheque en la mano, que ahora me pertenece.
Nunca he entendido por qué no hacen directamente una transferencia a mi cuenta, incluso desde Internet. Pero el señor Jaranero es un hombre antiguo, rancio y anticuado, que parece que hubiera hibernado los últimos cien años y se acabara de despertar sin saber todavía lo mucho que el mundo ha cambiado. Su ropa es anticuada. Su cara es anticuada. La montura de sus gafas es anticuada. Sólo le faltaría usar sombrero de fieltro y de ala ancha, si hubiera alguno para el tamaño de su cabeza.
Antes de irme, me despido nuevamente de Irine con otros dos besos suaves sobre sus mejillas blancas, aunque mis ojos, quizá sin quererlo, vuelven una vez más a posarse descaradamente sobre su pecho realzado por una camiseta tan ajustada que refuta la ley de la gravedad.
Al regresar a casa encuentro una postal enviada por Ella desde Roma en la que solo dice «Soy feliz y espero que lo seas tú también».
Me quedo toda la noche en blanco, sin dormir, con los ojos fijos en esa postal de la Piazza del Campidoglio, que busco en internet y me informo de que fue diseñada por Miguel Ángel en el año 1535. Nunca he estado en Roma, pero no me cuesta imaginarme paseando por esa plaza, por el espacio trapezoidal que crean el conjunto de los tres palazzos que se ven en la foto, de la mano de Ella, riendo, riendo, riendo… y besándonos en la noche.
Cuando no se duerme, la cabeza nos juega malas pasadas. Crea imágenes que son difíciles de quitarse de encima. Aunque trates de imaginar otras cosas, incluso las más dispares o adversas, esas imágenes siguen allí causando una sensación de ira, incomodidad y confusión, que finalmente traen el insomnio.
Siendo pequeño, mi padre me enseñó un truco para dormir, mucho más creativo e imaginativo que contar mentalmente ovejitas saltando una valla. El truco, o método, consiste en imaginar qué tres cosas te llevarías a una isla desierta. Y así, pensando en qué podría ser lo mejor, lo más apetecible o lo más útil, el sueño va entrando lentamente hasta hacerse el dueño de la noche. Cuando no puedo dormir pienso en las tres cosas que me llevaría a una isla desierta. Y ahora pienso que con el tiempo he ido complicando cada vez más mis deseos hasta volver a hacerlos simples.
Al principio, en la infancia, pensaba en cosas como herramientas, alimentos o juguetes. En la adolescencia, en chicas, cómics de superhéroes y música. Ahora, en la edad adulta, pienso en todo ello, pero de otra manera, quizá mucho más simplista. Recuerdo que al principio temía hacerme trampas a mí mismo, a pesar de no conocer exactamente las reglas del juego. Es decir, si por ejemplo pensaba en un disco, pensaba que tendría que elegir también un re-productor de CD o vinilo, y que eso eran dos deseos. Dudaba de si era válido pensar en una colección de discos como un único deseo, o incluso en todos los discos del mundo, o en todos los libros escritos. Y a veces el sueño me cogía en mitad de esta diatriba o discusión conmigo mismo. ¿Era válido, por ejemplo, elegir un montón de tías buenas en celo ninfomaníaco, todos los libros y todos los discos del mundo? O incluso, ¿era lícito escoger todo-lo-que-más-me-gusta, o que-no-me-falte-de-nada, o todo-lo-necesario-para-vivir-feliz-y-de-puta-madre como únicos deseos? Con el tiempo, como he dicho, he ido simplificando al máximo las cosas que me llevaría a una isla desierta y no me como la cabeza en si ha de ser para siempre, o por cuánto tiempo, o si falto a alguna de las desconocidas reglas del juego.
En esta semana he pasado de Tom Waits, Bukowski y William Blake, a una guitarra eléctrica, Dylan Thomas y material de dibujo. También han estado presentes algunas mujeres. Mujeres anónimas sin más, Lapido (incluyendo los Cero), Clash, Wilco, comida china, un arma de fuego, Nietzsche, toda la música enigmática de Surfin Bichos, Hunter S. Thompson, Kubrick, Black Crowes, Roger Wolfe, Ciorán, Lovecraft, Norman Wisdom, veinte gramos de metanfetamina, Jarmusch, Kerouac, Manchen, un buen puñado de libros de los Escritores Perdidos y de los Escritores Sucios, un piano de cola forrado de felpa morada... A veces me siento culpable por no elegir sentimientos como Paz, Alegría, Felicidad o Amor; pero siempre para dormirme pienso únicamente en cosas materiales y tangibles que ansío en ese puto preciso instante.
A pesar de que me gustan los sentimientos como Amor y Enamoramiento, bien conozco que son efímeros. El enamoramiento es cosa de dos minutos. El amor no llega a más de diez. Por eso jamás vendrán conmigo a ninguna isla desierta.
Eso lo he aprendido ahora. En mi adolescencia pensé que esos sentimientos estaban hechos de material eterno.
Creo que mi adolescencia se aceleró el día en que leí Descripción de una lucha de Franz Kafka. Debía de tener entonces unos quince o dieciséis años, y aquella lectura me hizo sentirme mayor de repente, como si hubiera recorrido un largo camino para llegar al lugar adecuado donde dar la vuelta para andar sobre lo ya andado. Ese sentimiento lo vuelvo a sentir ahora, pero en vez de sentirme pleno, lleno hasta el borde de energía y satisfacción, me siento como si hubiera cogido el camino equivocado. Ese sentimiento es la soledad. Es estar sin Ella. Es no conseguir quitármela de la puta cabeza. Es un puto mordisco en la yugular. Es confusión. Y confusión es tener una diversidad de sentimientos mezclados a partes iguales de ira, amor, odio, adoración, ansiedad, idolatría, cariño, furia, rabia… Confusión es sentir las heridas de la lucha contra uno mismo y no saber hacer una correcta descripción del dolor. Confusión es no saber lo que uno quiere; de hecho, si Ella llamara a la puerta, yo no sé si la recibiría con los brazos abiertos o con los puños cerrados.
«Te quiero más de lo que jamás pensé que se pudiera querer a nadie», Ella me dijo. ¿Y qué queda de aquello? Tal vez ahora se lo diga al payaso Pirulete entre besos, abrazos, cariños y ternuras desbocadas. Palabras de amor que se pronunciaron y que ahora se han ido con el viento, quién sabe si para volver a ser repetidas a pesar de no haber sido olvidadas por aquel que las escuchó primero.
Al día siguiente, derrotado otra vez por el ansia cobre que me encierra con el sabor ácido y amargo de la desdicha y de la nostalgia, decido quedar nuevamente con Blaus, tras insistirme en ir a tomar algo. Él sabe que no atravieso la mejor época y piensa que no debo estar solo. Quizá intuya que mi sombra me da frío.
Y como si todos los caminos llevaran hasta Roma, como si el destino nos empujara y nos guiara, llegamos al Nuevo Café Barbieri. Es como un viaje instintivo, como si nuestros pasos hubieran dicho a nuestras mentes «dejadnos a nosotros, que sabemos a donde ir». Atravesamos las puertas acristaladas del café y nos lo encontramos casi vacío; dos o tres personas de pie en la barra y los viejos de siempre jugando a las cartas en la mesa bajo el gran espejo, quienes nos saludan con la cabeza al vernos entrar, pero sin perder la vista de los naipes. Esos viejos del bar son parte de la fornitura del lugar. Son como la barra, las mesas antiguas y las sillas, los sofás rojo sangre, las botellas tras el mostrador y los ventanales, el espejo con la musa de la poesía Érato coronada con mirtos y rosas, o el propio camarero, que como la Santísima Trinidad se desdobla en barman, conseguidor y guía espiritual. Esos viejos son los cuatro jinetes del Apocalipsis echados a perder, los cuatro palos de la baraja marcados y desgastados, los cuatro puntos cardinales de una brújula imantada y sin sentido de la orientación. Son los cuatros viejos del bar, a la sazón; Palomón Salamanca, Cocodrilo Malbañado, Geluco el Demonio y El Individrio. Por supuesto no son sus nombres reales, que desconozco, sino los que han llenado de realidad ficticia mi serie de cómic El Viejo y el Bar.
Comenzamos el cervecismo y antes de que nos demos cuenta vamos ya por la tercera. Las dos primeras fueron para mitigar los grados de las entrañas, muy elevados por los calores malignos de este mes de julio en Madrid. Con la tercera ya empieza el saboreo. Parece un cervecismo eterno, que está desde siempre y que no parece que pueda llegar a tener fin. Lo mismo que el Nuevo Café Barbieri, o nosotros mismos, que somos también parte de este pequeño universo inmortal, donde los días transcurren en momentos casi iguales y ratifican la teoría del Eterno Retorno. Aquí los rostros son invariablemente los mismos rostros, las cervezas parecen las mismas de siempre, como lo parecen las aguas de un río, y esta sensación de repetición nos da una cierta confortabilidad.
Al fondo del local se encuentra otra de las pandillas habituales del café; un grupo de poetas y músicos que se reúnen bajo el nombre de Verbo Sucio, y que todas las tardes de miércoles y viernes acuden al Barbieri con el pretexto de departir, o lo que hagan, sobre literatura y música. En algunas ocasiones, aunque pocas, hemos participado de esos ágapes etílico-literario-musicales, en su atmósfera recortada de fantasía y sueños de grandeza. Los principales del grupo son Antón B. Gallofo, Ciengranos y Alfonsito, al que llaman El Valiente. Pero el líder es sin duda alguna Gallofo, un joven poeta de gran personalidad y con una apariencia que es una mezcla entre indigente, grunge y trompetista de jazz, que siempre viste de negro, sombrero de fieltro gris, botas de cuero puntiagudas y cazadora de cuero o abrigo largo en invierno. Su rostro es de nariz aguileña y mirada profunda, con los ojos tan negros como el cabrón (léase –dislexia: carbón), patillas amplias y espesas que, a veces, se confunden con la barba cerrada de varios días sin afeitar. Es amigo eventual de Blausista Sirurgia y, en ocasiones, se une a nosotros en conciertos y en bares nocturnos. Gallofo, al vernos ahora, se acerca hasta nuestro lugar de la barra para darnos la mano gentilmente y para hablarnos de su nuevo recetario poético titulado «12 Pajas Malditas y Un Viaje a Tu Interior», que en septiembre lo presentará en La Escalera de Jacob.
Luego seguimos bebiendo.
No hablamos de nada que merezca la pena reseñar, o que recuerde, porque en mi mente sigue Ella, y de alguna manera tremendista se encuentra el payaso también. Mi mente divaga por recuerdos inventados, sobre Ella y sobre mí, hasta que el reloj hace que las agujas aceleren su paso por la maldita esfera hasta señalar las tres de la madrugada. Entonces el Barbieri cierra sus puertas y nosotros salimos buscando el olfato que nos permita a cada uno de nosotros volver sanos y salvos al hogar. Y así me despego de la noche, porque rechazo una última copa en cualquier otro tugurio. Sólo quiero volver a casa.

Nada más entrar en el salón esparzo los lápices y la tinta sobre la mesa. Los disperso a mí alrededor y dibujo hasta bien entrado el amanecer. En la noche me acompaña el siempre inmenso Bo Diddley, de donde todo sale y a donde todo llega. Su guitarra empezó varias horas atrás con I’m a Man.
En el contestador del teléfono hay un mensaje de Ella. Sé que es de Ella aunque no diga nada.
De ella conozco hasta su silencio.
Decido, entonces, marcharme unos días de Madrid para tratar de olvidar la rotación y la traslación de la Tierra y, sobre todo, salir de esta casa donde todo aún guarda el olor de Ella, que es lo que aviva aún más el recuerdo y lo afila para clavarse más fácilmente en la parte más blanda del corazón. 

(fragmento de la obra)

(José G. Cordonié, El amor es un revólver cargado por el diablo, Ediciones Lupercalia, 2014)

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