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PEDRO JUAN GUTIÉRREZ

 


EL BOXEADOR 

Llegamos temprano a la playa. Eran las nueve y media, pero a la sombra de cada
cocotero había grupos de gente. Sólo tres familias tenían sombrillas. Extendimos unas
toallas debajo de un cocotero desmelenado, seco y enfermizo. Ofrecía una sombra
mínima. No había otro libre. Mi mujer se quejó: 
—Esto es igual que nada. Mejor nos sentamos al sol y nos achicharramos.
—Esto es más que nada.
—Uf, me voy a poner negra.
—Pensamiento positivo, Julia, pensamiento positivo.
—Vinimos temprano por gusto.
—Mira qué linda está el agua. Azulita y verde. Vamos.
—No. 
   Ella no sabe nadar. Viene a la playa con un libro y medio litro de ron. Yo adoro el
agua. Me gusta alejarme de la orilla, nadar una hora, tonificarme, soltar toxinas. 
   Lo hice, me alejé un kilómetro de la orilla y me quedé solo. Sin ruidos y sin nada.
Flotando boca arriba. El agua salada y trasparente, el cielo azul, el sol, una brisa leve
que apenas riza la superficie. Me quedé así mucho tiempo. Es una sensación perfecta.
De equilibrio tal vez. Interior y exterior. Quizás es lo que sienten los peces. No hay
sentimientos. No hay interrupción. No hay tiempo. No hay principio ni fin. Nada.
Uno mismo deja de existir. Quisiera quedarme así eternamente. Al fin logro
controlarme y regreso a la orilla. Sin prisa, nadando suavemente. No quisiera llegar 
jamás. 
   Voy hasta el cocotero. Cierto. La sombra es demasiado escasa. Estamos en mayo
pero el sol quema como si fuera agosto. Me siento en la arena. Julia lee un libro muy
grueso sobre la trata de esclavos. La miro sonriendo: 
—Por poco traes la Enciclopedia Británica.
—¿Por qué?
—Ese libro tiene novecientas páginas. ¿No había algo más sencillo?
—Estoy leyendo esto hace días.
—A veces eres muy práctica, pero otras veces eres…, ahhh… 
   Me aguanto. No voy a formar un drama, pero yo soy el que carga la mochila y ese
libro pesa casi dos kilos. Creo que lo hizo intencionalmente. Tomo un trago largo de
ron. A cuatro metros de nosotros hay una familia, a la sombra de un cocotero grande
y saludable. Es una sombra amplia. La mujer es joven y bonita. Usa un bikini
descolorido y desgastado, muy pequeño. Debe de tener tres tallas menos o algo así.
Le sobresale una gran barriga, blanda, fofa, colgante. Es chocante toda esa manteca
fuera de lugar. Tal vez tiene treinta años. Usa el pelo corto, teñido de rubio oro, con
las raíces negras. Es evidente que no tiene dinero para tintes ni para un bikini nuevo.
El tipo es un mulato muy alto, delgado, de brazos largos y caídos. Tienen tres niños.
Todos varones y pequeños. Quizás de uno, dos y tres años. El tipo es muy parlanchín.
Ella también. Hablan alto y despreocupadamente. Hay dos mujeres con dos niñas
debajo de un cocotero cercano. Conversan con las dos mujeres. Se quejan de los
precios en las tiendas. Las mujeres asienten. Sólo dicen de vez en cuando: 
—Es verdad. Sí, sí. Eso es así. 
   La mujer del pelo teñido de rubio se obsesiona calculando el valor de cada cosa
alrededor de nosotros: 
—¿Tú ves ese salvavidas? Aquel de allá, el bonito, rojo y verde. Cuarenta dólares
por lo menos. Y las sombrillas deben ser de sesenta fulas o más. ¡No hay quien
pueda! ¡No hay quien pueda! 
   El marido habla aún más alto. Casi gritando. Pronuncia muy mal:
—Cuando ésta fue a parir el primero, yo compré como…, uhh…, como treinta
dólares. Y fui a una tienda de La Habana a comprar la canastilla. Nojotro somo de
Bauta. Allí no hay na’ de eso. Tuve que venir hasta La Habana porque ésta quería un
carrito… 
—Un cochecito, Eli —rectifica la mujer.
—Sí, un cochecito… ¡Muchacha! Los más baratos eran de ochenta dólares. Viré 
pa’trá y le dije: «No hay carrito que valga. Pañales y más na'». Todo está muy caro.
Así no hay quien viva. 
   Mientras tanto recogen una toalla empercudida, una ropita y unos zapatos
gastadísimos. El hombre le dice a la mujer que mañana traerán almuerzo para no
tener que irse tan temprano. La mujer no presta atención. Pasea. Va hasta la orilla del
agua. Regresa al cocotero. Mira todo a su alrededor, regaña a los niños gritándoles de
un modo grosero: 
—¡Deja tranquilo a tu hermano y no jodas más que tú eres el mayor! ¿No te da
pena? ¿O tú eres anormal? 
   Va hasta el muchacho y le suena un pescozón. El niño, de unos tres años, tiene la
mirada torva. Recibe el pescozón y no llora. Solo hace un gesto para protegerse y
hunde la cabeza entre los hombros. Yo no perdí tiempo y me acerqué hasta ellos:
—¿Ya se van?
—Sí, estos muchachos ya tienen hambre —me contesta ella. 
   Llamé a Julia:
—Titi, ven para acá. Ya ellos se van. Y le dije al tipo:
—Chico, te oí diciendo que tú eres de Bauta.
—Sí, nojotro somo…, bueno, no. Esta es de aquí, de Guanabo. Y yo soy de 
Bayamo, de la tierra caliente. Pero vivimos en Bauta hace como… una tonga de años.
Desde que ésta parió. 
—Ahh.
—¿Por qué?
—Por averiguar, a ver si tú sabes, porque me dijeron que hubo un envenenamiento 
por allá, en la pizzería. Dos o tres muertos. 
—Sí. Y en Colón también. Y en otro punto más. No me acuerdo dónde. Dicen que
unos italianos le dieron mil quinientos dólares al dueño de una pizzería particular y
un polvito pa’que se lo echara a las pizzas. Pero no dijeron que era veneno, sino
pa’que la gente cogiera cagalera. 
—Ah, ¿fue así?
—Eso dicen. El tipo agarró los faos y cepilló a unos cuantos porque sí era veneno. 
Dicen que hasta él se murió. 
   La rubia se había acercado a nosotros. Tenía un cuerpo y una cara atractivos, una
dentadura muy blanca. Sonreía con picardía y gracia. No me explico cómo podía
tener aquel vientre mantecoso colgando. Sus ojos brillaban de energía. Dijo:
—Eso es contrarrevolución. Pa’que la gente coja miedo. 
—¿Miedo a qué? —le pregunté. 
   No me interesaba su respuesta, pero así podía mirarla bien. Era una mujer con
mucha fuerza y muy atractiva. Tenía una pelambre negra, rizada y abundante entre
los muslos. Se le salía por el bikini. Tampoco se rasuraba las axilas. Tenía mucho
pelo. Alzaba los brazos para alisar su cabello mojado y me miraba provocativamente.
Quizás ya era una costumbre cuando tenía un hombre cerca. Hacer algún gesto,
mostrar un poco.
—Miedo a…, no sé…, miedo —me contestó.
—Por mil quinientos dólares yo…, ahhh, cómo no. ¡Eso es dinero! Le retuerzo el 
pescuezo a tres o cuatro y me pierdo. No me cogen más nunca —dijo el hombre. 
   Tenía roto el tabique nasal, con una herida que le suturaron con cinco o seis
puntos. La nariz aplastada y torcida a la derecha. Los dientes delanteros partidos y
destrozados. De ahí venía aquel aspecto desgarbado y los brazos largos y caídos.
Relajados. Como esperando el próximo round. Le pregunté:
—¿Tú fuiste boxeador?
—¿Tú te acuerdas de mí?
—No.
—Eliades Silva. De los ochenta y un kilos. ¿No te acuerdas?
—No.
—Ese era yo.
—Todavía eres tú.
—Sí. No.
—¿Hace años que no boxeas?
—Hace años que no boxeo.
—¿Cuánto?
—¿Cuánto?
—Ujummm.
—Uh…, se me olvida.
—Cuatro años —dijo la mujer. 
—Cuatro años. Esta lleva todas las cuentas y se acuerda de to’.
—Eli, cuando nosotros empezamos, tú boxeabas todavía. Y Eliadisito tiene tres
años. 
   Siguieron recogiendo sus cosas desperdigadas por la arena. Julia se acercó con la
mochila y la toalla nuestra. Ya nadie nos arrebataría la sombra. Había mucha gente
tumbada, a pleno sol. Por la noche tendrían la piel ardiendo y no podrían dormir. Me
dio pena con el boxeador y su familia. Tenían la ropa y los zapatos muy viejos. Todo
aquello se podía tirar en la basura y nadie lo recogería. Le pregunté:
—¿Boxeaste muchos años?
—Empecé a los trece y ahora tengo treinta y dos. No sé. Saca la cuenta. 
   El tipo aparentaba cuarenta y cinco. O cincuenta. Se mantenía delgado y fibroso,
con una musculatura leve, pero había algo en la expresión de su rostro que le
agregaba años. Quizás era cansancio. Me gusta el boxeo. Repasé mentalmente. No.
No podía recordar a Eliades Silva en los ochenta y un kilos. Tal vez lo utilizaban de
punching bag. 
—¿Y ustedes vienen todos los días desde Bauta?
—¡No, muchacho! ¿Tú estás loco? Si nojotro estuvimooo…, comooo…, a ver,
vinimos ayer. Salimos en la guagua de las cinco de la mañana y llegamos aquí…,
uhhh, como a las doce. Hay que coger como cuatro o cinco guaguas pa’ llegar hasta 
aquí. 
   La mujer lo interrumpe:
—¿A las doce? Tú’tas quimbao. ¡A las tres de la tarde, mi chino! Y éste con
cagalera, porque el domingo… 
   El boxeador le quitó la palabra:
—Muchacho, el domingo me regalaron un pollo y me dijeron que estuvo fuera
del frío un tiempo. Me lo llevé pa’la casa. Tú sabes cómo es eso. Tenía tremendas
ganas de comer carne. Porque no es fácil, arroz y frijoles todos los días. Y ésta no
quiso comer, que si el pollo tenía peste…
—Yo se lo dije: «Eso está podrió, Eliades». Pero éste es cabezón en tranca.
—Y los niños tampoco querían y me lo comí completo. La verdad, tenía ganas de
comer carne, ¿pa’ qué te voy a decir otra cosa?
—¿Y te cayó mal?
—Por poco me muero. ¡Cogí unas cagaleras! ¡Pero unas cagaleras!
La mujer interrumpe de nuevo:
—Eliades está quimbao. Nadie normal hace eso.
—Na’, que tenías ganas de comer carne. Eso es normal.
—Yo le decía: «Ese pollo está podrió y tiene peste». Y él me decía: «Qué va, no
tiene peste». Y se lo metió completo. Por poco se va del aire. Fue serio, no te creas.
Fue serio. Se desmayó. Cuando llegué al policlínico con él ya ni sabía lo que decía.
El médico le preguntaba y no podía contestar.
—Ni me acuerdo de eso. ¡Todavía tengo dolor de cabeza! ¿Tú me ves aquí 
paseando? Por los muchachos y por ella, que quería venir a ver a sus padres. Si por
mí fuera no salía de la cama, estoy así…, lelo. No coordino bien. 
   Hablé sin pensar y le dije algo estúpido:
—Y menos mal que lo cocinaste.
—¡Podrío, requetepodrío! Pero no me lo dijeron. Hubo un apagón de veinticuatro
horas, y yo tengo amistades en una tienda. Se echó a perder to’: pollos, pescado,
leche, yogurt. Y me regalaron el pollo y me dicen: «Estuvo fuera del frío». Y yo,
jajajajá, me lo jamé completo. Y pa’ que tú veas, tenía buen sabor.
La mujer explica más. Yo hago como si me interesara mucho lo que dice. En
realidad miro la pelambre negra entre sus muslos. Desde el ombligo también
desciende una línea de vellos negros, gruesos, ensortijados. Ah, es una locura. Ella
percibe adonde dirijo mis ojos y se sonríe levemente mientras habla:
—Cogió un bacilo extrañísimo y dicen que eso se demora pa’ curarse. Pero el
antibiótico que lleva no lo hay. El médico me habló claro y le mandaron otras
pastillas.
—Las estoy tomando. Pero qué va. Eso no sirve pa' lo mío. Eso fue el domingo.
Hoy es viernes. Era pa’ que ya estuviera bien, ¿verdad?
—Claro. ¿Fuiste al obispado? —le pregunto.
—¿Qué es eso?
—El obispado de la Iglesia católica.
—¿Pa’ qué?
—A veces tienen medicinas de donación. No las cobran.
—¿Dónde es eso?
—En La Habana Vieja.
Le pregunta a su mujer:
—¿Tú sabes dónde es?
—Atrás de la catedral.
—Jajajá, ésta sí se conoce La Habana.
Ya casi se iban.
—¿Y en qué trabajas ahora, Eliades? ¿Eres entrenador?
—¡Qué va! Me hicieron tremenda maraña y me dejaron fuera. Estuveee…, a
ver…, casi un año sin trabajo. Ahora estoy de ayudante de un camión… con un
particular.
—Un trabajito pesao.
—Sí, estibando sacos pa’l mercado. Pero se gana algo. No es fácil mantener a
toda la tribu. Tres muchachos y ésta. Y todavía ésta quiere otro más.
—Otro no. Otra. ¡Otra! Hay que buscar la niña, jajajá.
—Escucha eso, compadre. Ésta pare como los conejos. Na’ más que de ver el
calzoncillo ya sale preña, jajajá.
—Es que yo quiero una niña. ¿Tú sabes lo que son tres machos, más Eliades?
Cuatro machos. Y yo de esclava, encerrá en la casa. Estoy loca por salir preña otra 
vez, a ver si sale niña. 
   El tipo me mira y me dice:
—Ésta se cree que na’ más es dar tranca todos los días y salir preña y parir y
palante. Oye…, no es fácil, yo me pego durísimo. Yo salgo de madruga todos los días
y regreso a las nueve, a las diez de la noche. A veces a las once. 
   La mujer me dice:
—Es que éste no me deja trabajar en la calle. Yo siempre trabajé en la calle. No
resisto esa trancadera.
—Pero con tres niños chiquitos…
—Busco quien me los cuide, pero éste es muy celoso.
—Celoso no. Yo sé lo que me traigo entre manos. ¿Dónde yo te conocí?
—Oye, no hables así porque el señor va a creer…
—No, pa’ que no digas que soy celoso. Di la verdad. ¿Dónde te conocí?
—En un bar. Siempre estás sacando eso. Eso no es malo. Yo no estaba haciendo
na’ malo.
—Eso es lo que tú dices. Pero los bares son pa’ los hombres. Y todos estaban
atrás de ti. Yo me acuerdo…
—Ya, ya. Que eso no le interesa al señor.
—Las mujeres que están merodeando en los bares nunca han sido bien vistas.
—Bueno, ya, Eliades, ya. No te pongas pesao.
—Entonces, ¿pa’ qué tú quieres trabajar? ¿A ti te falta algo?
—No. Pero si yo trabajara fuera mejor. Hay veinte cosas que yo puedo hacer.
—No, no. Deja eso ya. La mujer en la casa. No hay más na’ que hablar.
Acabaron de recoger. El tipo me extendió la mano amigablemente. Me apretó
fuerte, sonrió y me dijo:
—Mira, los padres de ésta viven…, ¿tú ves aquel local que está allá, que dice 
cafetería Vista Mar? 
   Era un edificio en ruinas, a cien metros de nosotros. De una planta. Parecía
abandonado, aunque alguna vez fue una cafetería. Aún tenía el letrero pintado en la
fachada.
—Sí, lo veo.
—Allí viven los padres de ésta. Lléguense por allí y nos damos un trago. Nojotro
vamo a estar ahí hasta mañana o pasado. 
   Se fueron. Los seguí con la vista hasta aquel edificio. Después nadé un poco más,
tomé ron, hojeé el libro sobre la trata de esclavos. Soy incapaz de leer un libro de
novecientas páginas. Hablé con Julia de tonterías cotidianas. A eso de las dos de la
tarde recogimos y nos fuimos. 
   Salimos caminando por la arena. Julia quería salir directamente a la calle, coger la
ruta 400 y regresar a La Habana. Pero me tentaba ver de nuevo a la mujer. Era muy
excitante aquella pelambrera negra y rizada en la entrepierna. Imaginaba el olor que
habría allí y me empezaba una erección. 
—Vamos a pasar por la cafetería, a saludar a esa gente.
—¿Para qué? ¡No, hombre, no!
—Para nada. Por curiosear.
—¿De cuándo para acá tú eres tan curioso?
—El tipo fue boxeador. Es interesante. Nada más que para saludar. 
   Nos acercamos a la cafetería. Es un local amplio, cerrado. En las ventanas tiene
rejas oxidadas por el salitre, al frente, sobre la arena, hay mucha basura y tres o
cuatro cocoteros. Hace años que lo abandonaron. Es el colmo de la mugre. No parece
que alguien pueda vivir allí. Julia me dice:
—Verdad que tú…
—Ven, chica, ven. No seas tan fina.
—Tú no tienes remedio.
—Ven.
—No. Te espero aquí. Apúrate. 
   Sale caminando hacia la orilla del agua. Es microbióloga. Ve bacterias, microbios,
virus y bacilos por todas partes. Yo tengo una visión poética del mundo. Jamás he
mirado a través de un microscopio o de un telescopio. Me puedo aterrar mucho más. 
   Me acerco a la puerta de la cafetería. No tiene cerradura. Dentro está oscuro.
Meto la cabeza. Intento mirar. Hay peste a ratón muerto. El local es grandísimo,
húmedo, cerrado y tenebroso. En el centro hay un charco de agua podrida. A la
izquierda, encima de unos camastros y unas colchonetas, están los tres niños y
Eliades. Duermen. Una vieja sucia está sentada en un cajón de madera, recostada en
la pared, al fondo. Me mira y no dice nada. Se queda imperturbable. La saludo:
—Buenas tardes. 
   Me ignora.
—Yo quería ver a Eliades.
Quizás es sorda. Sigue mirando al frente. No habla. Llamo a Eliades:
—¡Eliades, oye, Eliades! 
   Duerme profundamente. Voy hasta él. Cuando entro aumenta la peste a ratón
muerto. El agua podrida está hedionda también. Contengo un poco la respiración.
Sacudo a Eliades y lo llamo. Abre los ojos poco a poco. Me reconoce. Se incorpora.
De lejos parecía que dormía sobre una colchoneta tirada en el piso. No. Son unos
cartones mugrientos. Se restriega los ojos y me sonríe:
—Dime, compadre. ¿Qué tal? Yo pensé que no ibas a venir y me tomé esto 
completo. 
   Señala una botella vacía en el piso. Tiene los ojos vidriosos.
—Hiciste bien. Me demoré mucho.
—¿Qué hora es?
—Casi las tres.
—¿De la tarde?
—Sí. 
   Mira a su alrededor, buscando.
—Y ésta sigue perdida. Siempre es lo mismo.
—¿Esa señora es la madre de ella?
—Sí, pero esa vieja está quimba. Y el viejo también. Debe andar por ahí afuera.
Siempre está pidiendo moneditas a los turistas. Y viven de eso, pa’ que tú veas, jajajá.
—¿Ella no habla?
—A veces, según cómo tenga el día. Los dos están quimbaos. 
   Un hombre muy viejo y harapiento entró en ese momento. Era una ruina. Al
parecer no se bañaba ni cambiaba de ropa hacía años. Se acercó a nosotros, extendió
la mano abierta para pedirnos monedas, y nos dijo:
—¿Tú has visto a Nelson, el paleta?
—¿Eh? —pregunté.
—¿Tú has visto a Nelson, el paleta? 
   Eliades intervino:
—Ya, viejo, ya. No tenemos monedas y no jodas. Vete pal carajo. Ven, compadre,
vamos pa’ fuera. 
   Salimos. Nos paramos debajo de los cocoteros. Eliades miró hacia la gente en la
playa. Pensé que debía comprar un poco de ron y sentarnos allí a beber y hablar. Pero
Julia caminaba despacio por la orilla, esperándome. Eliades le dio un golpe con el
puño cerrado al tronco del cocotero:
—Por eso no me gusta venir aquí. Siempre hace lo mismo.
—¿Qué cosa?
—Esta se da unas perdías del carajo.
—¿Tu mujer?
—¿Viste que nos fuimos temprano de la playa?
—Sí.
—Vinimos pa’ cá y no hizo el almuerzo para los niños. Se vistió y me dijo:
«Vengo enseguida. Voy a casa de una amiga. No dejes solos a los niños, cuídalos». Y 
se perdió. 
—Ya debe estar al regresar.
—¡Qué va! Regresa mañana o pasado. Ya para irnos pa’ la casa.
—¡Coñó!
—No es fácil. Esta mujer no es fácil. 
   Yo seguía percibiendo la peste a ratón muerto.
—No me gusta venir aquí. En Bauta está más tranquila. Verdad que me voy a
trabajar de madruga y regreso por la noche. No sé qué hace, pero me parece que está
más tranquila. 
   Nos quedamos en silencio un momento. Lo sentí ansioso. Recordé algunos
momentos, años atrás, y me trasmitió su ansiedad. Sentí un ataque de desasosiego.
—Eliades, tengo que irme.
—No, chico, no. Aquí cerca venden uarfarina. Yo tengo cinco pesos. ¿Tú tomas 
uarfa o le metes al ron na’ ma'?
—Yo le entro a todo.
—Espérate, voy a buscar una botella.
—No, no. Aguanta. Es que tengo turno para el dentista a las cinco. Y ya son las
tres.
—Ah, carajo. 
   Llamé a Julia con un silbido. Miró hacia mí y le hice un gesto. Se acercó. Eliades
insistió:
—Hazme la media un rato, compadre.
—No, mi hermano, voy echando. Se me hace tarde.
—¿Vienen mañana?
—No sé. Tal vez.
—Vengan mañana. 
   Me apretó la mano fuertemente. Un gran tipo. Tenía mucha fuerza. La ansiedad
había pasado. Ahora yo tenía un sentimiento extraño. Un poco triste. Me hizo mal
recordar con tanta intensidad. Le estrechó la mano a Julia, sonriendo, y repitió:
—Vengan mañana. No dejen de venir. 
   Salimos a la calle. Julia me dijo:
—¡Qué salvaje es ese hombre! No sabe ni saludar a una mujer.
—¿Por qué?
—Me duele la mano. Apretó como si yo fuera un hombre.
Llegamos a la parada de la 400 y preguntamos por el último. Sólo tres personas
esperaban. Seguro que podíamos regresar a La Habana sentados tranquilamente. 

(Pedro Juan Gutiérrez, El insaciable hombre araña, Editorial Anagrama, 2002)

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