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PEPE PEREZA

 



EL MUÑECO DE NIEVE


En la radio alguien diserta sobre la inexistencia del presente. Afirma que el presente tal como lo entendemos es un concepto erróneo. Según sus palabras hubo un pasado y habrá un futuro, pero no un presente, al menos para el ser humano. Por lo visto, el cerebro de las personas tarda unas milésimas de segundo en procesar cualquier dato y cuando lo hace ese dato ya pertenece al pasado. Ejemplo: un roce en la mano. Para cuando el cerebro es consciente del roce ya es un hecho consumado. Pasa un tren de mercancías. Uno que debe medir un kilómetro de largo y que mete un ruido infernal. Carmelo asegura que siempre que dicen algo interesante en la radio pasa un tren. Y es que vive en un piso de alquiler que está a treinta metros escasos de la vía. Lleva ahí cinco años y sigue sin acostumbrarse. Al principio salía al balcón, le gustaba ver a los pasajeros dentro de los vagones, diapositivas que pasaban a toda velocidad. Ahora ni se molesta. El ruido de los trenes le priva de cantidad de cosas interesantes que hablan en la radio. Espacios vacíos de información que han sido interrumpidos y ocupados por el traqueteo incesante de las locomotoras. Por su culpa no sabe qué distancia hay entre la Tierra y la Luna, quién delató a John Dillinger, la edad de la mujer más longeva del planeta, qué pasó en el Chelsea Hotel entre Leonard Cohen y Janis Joplin, el verdadero nombre de Kirk Douglas, el significado de las siglas THC, cómo y por qué perdió la mano Valle-Inclán, cuánto tiempo vive una mosca… Una y otra vez, con el paso de los trenes toda una serie de conocimientos le son negados, arrebatados impunemente por el simple hecho de vivir junto a las vías del ferrocarril. Noventa y cinco, noventa y seis, noventa y siete, noventa y ocho, noventa y nueve y última. A Carmelo le encanta acabar una sesión de cien abdominales y notar todos los músculos tensos. Es una sensación que le hace sentir poderoso. Y es que le entusiasma cincelar cada músculo como si de un escultor se tratase. Se podría decir que junto a escuchar la radio son las dos cosas que más le satisfacen. Con el ejercicio cuida su cuerpo y con la radio estimula su mente. Suena el teléfono. Es Martín.
-Paso a recogerte en quince minutos -dice.
-Ok, te espero abajo.
-Abrígate, donde vamos hace un frío que pela.
Dentro de la furgoneta huele a tabaco y a sudor. Carmelo tolera el olor a sudor pero el tufo del tabaco no lo soporta, por eso va asomado por la ventanilla. El viento choca contra su cara y si abre la boca los papos le inflan con el aire. Le gusta ir con la ventanilla abierta. A Martín no.
-Joder, tío, por tu culpa se me están congelando las pelotas.
Un solitario copo de nieve desciende del cielo para precipitarse directamente en la lengua de Carmelo. Enseguida cae otro y otro más. Según ascienden por la carretera la nevada se intensifica y el paisaje poco a poco se va cubriendo de blanco. Salen de la general y se adentran por una comarcal que está llena de baches y curvas cerradas. Tienen que ir despacio porque la nieve cubre el asfalto y a un lado de la carretera hay un barranco que cada metro que avanzan gana en altura. Después de varios kilómetros de ascenso alcanzan la cima y llegan a los límites de un pintoresco pueblo. Al igual que el resto de los tejados, el campanario de la iglesia está cubierto de nieve y se distinguen varios nidos de cigüeñas. Carmelo escuchó en la radio que las cigüeñas ya no migran al sur, algo relacionado con el cambio climático. Siguen por la calzada, pero no se adentran en la villa, lo que hacen es bordearla y coger un camino adyacente que lleva al bosque. La vereda está plagada de baches y socavones y flanqueada de helechos y eucaliptos. Llegan a un caserón con las paredes de piedra y detienen la furgoneta a la entrada. Martín se apea ajustándose el cuello de la cazadora, se enciende un cigarro y aspira el humo con ansia. Frente a la casa alguien ha modelado el típico muñeco de nieve, con dos piedras como ojos y una zanahoria de nariz. Martín se acerca a él y lanza una patada de kárate que lo deja sin cabeza. Luego llama a la puerta, cuando le abren se sacude la nieve de encima y entra. Carmelo aprovecha que se ha quedado solo para poner la radio. Mueve el dial para dar con una emisora que incluya tertulias y debates. Da con una en la que están hablando de la economía de gestos aplicada a las técnicas de alto rendimiento para atletas de élite. A él le interesa todo lo que tenga que ver con el deporte, así que sube el volumen y atiende a lo que dicen. Un grupo de científicos se han dado cuenta de que las personas perezosas utilizan menos movimientos a la hora de realizar cualquier actividad que las personas normales. Y se han propuesto usar ese conocimiento para aplicarlo al deporte en general. Dado que un deportista de nivel necesita de toda su energía para sacar el máximo provecho de sus músculos, han elaborado un programa informático para eliminar los movimientos sobrantes a la hora de competir. Evidentemente, dicho programa se ajusta a cada especialidad. Es decir, si un ciclista solo necesita mover las piernas para pedalear, el programa le ayudará a suprimir el resto de movimientos superfluos… La puerta del caserón se abre, pero no es Martín el que sale, es un niño de unos diez años que va abrigado con anorak, gorro de lana, manoplas y botas altas. Corretea y se divierte con los copos que caen. Carmelo lo ve jugar desde el interior de la furgoneta sin perder palabra de lo que dicen en la radio. El niño sigue así hasta que ve al muñeco decapitado y se pone a llorar. Carmelo baja de la furgoneta para tranquilizarle.
-No pasa nada. Esto se puede arreglar –le dice.
Se pone a dar forma a una pelota de nieve y la coloca encima del montículo que sirve de cuerpo.
-Lo ves, ya está solucionado.
El niño deja de llorar y sonríe con un hilo de moco colgando de la nariz. Carmelo recoge del suelo la zanahoria y las dos piedras que hacían de ojos.
-¿Quieres que pongamos esto aquí?
Señala la cara del muñeco. Antes de que el niño pueda contestar sugiere otra zona.
-¿O mejor aquí?
Inserta las piedras en el lugar donde estarían los testículos y clava la zanahoria justo por encima, como si fuera un pene erecto. El niño mira desconcertado, sin saber muy bien qué está pasando.
-Imagino que tú tendrás una colita parecida. Déjame ver.
Carmelo lleva la mano a los genitales del niño. A través de la tela del pantalón nota un gusano flácido y minúsculo. No conforme con eso, intenta bajarle la cremallera para palpar el miembro en vivo, pero antes se escuchan unas voces procedentes del caserón.
Unos segundos más tarde se abre la puerta. El niño aprovecha para correr hasta el interior de la vivienda. Al entrar casi se lleva por delante a Martín, que sale con un paquete envuelto en papel de estraza.
-Echa el freno, campeón, que me atropellas –le regaña.
El niño está demasiado asustado para atender y sigue corriendo para refugiarse en algún lugar seguro. Martín se enciende un cigarro y arroja el paquete a Carmelo. De camino a la furgoneta se fija que el muñeco de nieve tiene la polla tiesa.
-Este mamón se alegra de verme –dice lanzando una patada al estilo Bruce Lee que lo decapita de nuevo.
El viaje de vuelta transcurre sin incidentes. Llegan a la circunvalación. Antes de entrar en la ciudad, cogen el desvío que lleva al polígono industrial. Lo sobrepasan y toman el camino que va paralelo al río, siguen por él hasta que alcanzan un poblado de chabolas. Se adentran entre las casuchas, giran varias veces por estrechos callejones hasta llegar a un patio repleto de chatarra. Enfrente está la choza donde se dirigen.
-Si en diez minutos no salgo entras a buscarme –le dice a Carmelo.
-Ok.
Martín sale de la furgoneta cargando con el paquete. Siempre se pone nervioso cuando tiene que entrar en ese antro. Aquí no nieva, pero la temperatura ronda la mínima. Se sube el cuello de la cazadora, enciende un cigarro y le da unas caladas apresuradas antes de llamar al timbre. Le abre la misma anciana de siempre. Entra y la puerta se cierra detrás de él.
Pasa un tren. Las vías están al otro lado del poblado y se escucha con claridad el traqueteo de las ruedas sobre los raíles. Carmelo sabe que en breve ese tren pasará por delante de su casa, que es justo donde le gustaría estar. Mira la hora. Han transcurrido más de siete minutos desde que Martín entró en la chabola. Normalmente no tarda tanto. Justo cuando está a punto de preocuparse, se abre la puerta y aparece. Guiña un ojo y enseña un pequeño fajo de billetes. Todo va bien. Monta en la furgoneta y ponen rumbo a la ciudad.
A esa hora el tráfico es un caos. Cada dos por tres hay que parar en un semáforo o ceder el paso en las rotondas. Carmelo le pide a Martín que lo deje ahí mismo. El resto del camino prefiere hacerlo a pie.
Al llegar al barrio, observa que a lo lejos hay un tren detenido. No es normal que esté ahí. Además, hay varios coches de policía detenidos junto a las vías. Algo pasa. Se acerca a fisgonear. Por lo que dicen, un hombre ha sido arroyado por el tren y la vía está llena de restos humanos. Se especula sobre la identidad del tipo. Unos piensan que era un vagabundo, otros que un loco que se ha escapado del manicomio, hay quien sugiere que era un despistado que no atendió a la llegada del tren. Aunque no es probable, la visibilidad a ambos lados de la vía es buena. Lo más seguro es que fuera un suicida. Hace unos días, Carmelo escuchó en la radio que el número de suicidas ha aumentado considerablemente en los últimos años. Lo achacan a la crisis y al desempleo. Es triste que suceda esto, piensa. Unos metros más allá, se reúne un grupo de niños que al igual que él han llegado atraídos por la curiosidad. Carmelo aprovecha la oportunidad y se acerca a hablar con ellos. 


(Pepe Pereza, A pesar del frío, Canalla Ediciones, 2019) 

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