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JOSÉ MARÍA FONOLLOSA

El reconocimiento tardío de un poeta insólito.


He aquí el primer artículo publicado por Joaquín Piqueras en la revista Ágora ( Nº 6. invierno 2002- primavera 2003), que inauguraba la sección Insólitos. Después vendrían ininterrumpidamente otros muchos.




JOSÉ MARÍA FONOLLOSA. EL RECONOCIMIENTO TARDÍO DE UN POETA INSÓLITO.
                              Joaquín Piqueras García.


J. M. Fonollosa (Barcelona, 1922-1991) forma ya parte de la ingente nómina de poetas“secretos”o“malditos”de la historia literaria cuyo genio ha sido lamentablemente despreciado e ignorado en su época, siendo relegados al silencio por la norma crítica del momento y que, sólo después, en el ocaso de sus vidas o una vez muertos, han sido valorados y reconocidos en su justa medida por la crítica. El poeta catalán publica sus primeros libros en los años 40: Sombra de luz (1945) y Umbral de silencio (1947), y tras un larguísimo silencio editorial de más de 40 años publica en 1990, un año antes de su muerte, Ciudad del hombre: Nueva York, poemario que lo rescata del anonimato y que lo convierte en un sólido e inesperado valor de nuestras letras: se editan varias obras inéditas, es venerado por la crítica – Pere Gimferrer y José Ángel Cilleruelo en sus respectivas ediciones del poeta en Sirmio y DVD, Xavier Moret y José Carlos Rosales en El País (1990), Víctor García de la Concha en ABC (1996)...- e incluso Joan Manuel Serrat y Albert Pla ( Supone Fonollosa) difunden en canciones algunos de sus poemas.

Sorprende la impresionante evolución estética y cualitativa que se ha producido desde sus primeros poemas hasta los inéditos editados a partir de 1990. Los primeros libros están compuestos bajo el influjo de los poetas del 27. Tanto la métrica como la temática (amorosa, principalmente), el idealismo, el distanciamiento intelectual, así como la utilización de ciertas imágenes deben bastante a la estética del 27, y en concreto a Salinas, Lorca y Alberti. Pero a partir de 1948 el poeta emprende la búsqueda de un estilo propio y personal, para el que fue necesario un aislamiento voluntario de los ambientes literarios de la época, con el fin de no dejarse influenciar por sus contemporáneos ( sólo leerá, según sus propios testimonios, las obras completas de Sade y el periódico La Vanguardia ) y , asimismo, elige la soledad en el terreno personal, renunciando al matrimonio y a la descendencia, para entregarse en cuerpo y alma a su proyecto único y original. La gestación de este proyecto - que sólo fue interrumpido durante su estancia en Cuba (1951-1961) para componer y publicar allí los cuatro mil octosílabos de su Romancero a Martí (1955), con ocasión del centenario del poeta cubano – resultó, según confiesa el propio Fonollosa en una carta de 1962 a José Luis Cano (editada por J. A. Cilleruelo, Destrucción de la mañana, 2001), bastante costosa: “10 años de trabajo..., desechando, cincelando, suprimiendo inexorablemente cuanto estimara superfluo, cuanto no fuera imprescindible para comunicar la emoción dramática que debía aportar mi poesía”, buscando “producir el impacto emocional con el mínimo posible de elementos tradicionales en el poema. Será una obra pura auténticamente libre”. Este proceso durará casi 40 años, hasta 1985, año en que el poeta decide dejar de escribir.


Fonollosa, sabedor de que “sólo la obra salva del desastre” y consciente de la trascendencia y novedad de su estilo, no se deja amilanar por su nulo éxito en las editoriales, premios y concursos (entre ellos, el Ciudad de Barcelona y el Adonais) y persevera en su empeño, hasta que, gracias a un casual encuentro con Gimferrer, logra editar en 1990.


De la obra inédita de Fonollosa ha salido a la luz: Poetas en la noche(1997), una interesante novela en verso en la que se narra poemáticamente, desde diferentes perspectivas, las vicisitudes y trifulcas de un grupo de jóvenes poetas en la Barcelona de los años 40. Constituye una espléndida crónica de la juventud literaria de la posguerra, con sus ambiciones literarias y sus frustraciones, el gusto por las tertulias noctámbulas, amenizadas con alcohol y buen jazz – al que el autor catalán era un gran aficionado -, sus vanidades e hipocresías y , sobre todo, sus soledades. Precisamente, el tema de la soledad y la insolidaridad en la gran ciudad constituye el eje semántico esencial de Destrucción de la mañana(1996) – trata sobre la soledad e imposibilidad de comunicación del poeta en la ciudad y es la supuesta primera parte de lo que iba a ser una trilogía sobre la Soledad del hombre – y de su obra más ambiciosa e importante: Ciudad del hombre, cuyo título se inspira en La ciudad de Dios de San Agustín. Esta obra, que inicialmente se denominó Los pies en la tierra, está formada por un corpus total de 236 poemas, de los cuales se publicaron inicialmente 97 en la antología preparada por Gimferrer y el propio autor Ciudad del hombre: Nueva York y posteriormente otros 82 en la antología de Cilleruelo Ciudad del hombre: Barcelona (1996), con lo que aún quedan 57 poemas inéditos sin publicar.


En los dos poemarios de Ciudad del hombre podemos constatar claramente los rasgos estilísticos que hacen de Fonollosa un poeta insólito y original, tanto en la forma como en el contenido, que no conoce parangón en el panorama poético coetáneo: la ubicación de su poesía en el difícil equilibrio de la narración, la lírica y el monólogo reflexivo, perfectamente amoldada en el soporte exclusivo del endecasílabo blanco; la sequedad de recursos convencionales y el deliberado prosaísmo, alcanzando lo que el autor denominó “la maldita difícil sencillez”; la simetría de la estructura estrófica; los nombres de las calles de Nueva York o Barcelona en los títulos y la técnica despersonalizadora y distanciadora al presentar sus poemas organizados como una serie coral de monólogos dramáticos, a veces complementarios, pero la mayoría de las veces discordantes moralmente, contradictorios, que bien podrían considerarse como breves monólogos autónomos de diferentes personajes de la ciudad o bien fragmentos de lo que Gimferrer denomina “una autobiografía fragmentada, en parte real y en parte ficticia”. En lo que se refiere a la temática, el tema esencial de la soledad urbana queda profundamente imbricado con otros temas: la muerte, la propia conciencia artística, el nihilismo y, sobre todo, el sexo y la violencia. La originalidad de Fonollosa estriba en haber sabido darles a estos temas una gran amplitud de miras al ser desarrollados de forma coral y perspectivista a través de esos monólogos puestos en boca de supuestos heterónimos anónimos, definidos sólo por su ubicación en el espacio urbano, “heterónimos epónimos”, como los califica Gimferrer. Así, por ejemplo, la violencia y el sexo, en tanto que elementos naturales del paisaje urbano, ni se aceptan ni se rechazan, simplemente están ahí y, por tanto, los heterónimos no pueden sino reflejar las distintas fisonomías que tales elementos adquieren en ese gran espacio de soledad que es la gran urbe: el adicto al sexo, el adúltero, el sádico, el promiscuo, el onanista, el pedófilo, el violador, el machista, el psicópata sexual, el adicto a la felación, el entusiasta del sexo como liberación, el convicto, el delincuente lucrado por el crimen, el maltratador doméstico, el yonki, el suicida, el misántropo partidario de la destrucción masiva y, sobre todo, el asesino, que proteicamente adquiere numerosas máscaras sociales: pasional, en serie, sexual, sádico, doméstico...


El resultado total de este recorrido por la soledad urbana no puede ser más desolador, de ahí que el heterónimo nihilista del poeta vierta esta opinión del mundo: “Mejor fuera destruirlo todo”, “Rechaza otro existir, tras consumida / mi ración de este guiso indigerible./ Otra vez, no. Una vez ya es demasiado”. No deja de ser significativo que estos últimos versos pertenezcan a un último poema hallado entre periódicos atrasados, cartas, borradores y un esbozo de testamento en la mesa del poeta el día de su muerte. Habida cuenta de su suerte, no nos extraña en absoluto tanta ingratitud ante la vida. No obstante, este poeta, que se adelantó a su época con una poesía moderna y urbana, que está más cerca, salvando las distancias, de las letras de Lou Reed – en su paseo por el lado salvaje de la ciudad – que de los poetas coetáneos, ha alcanzado lo que siempre deseó: el reconocimiento a su obra, la inmortalidad literaria, aunque esta empiece a escribirse después de su muerte.

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