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PEPE PEREZA




LOS RELÁMPAGOS

Una pareja de la guardia civil escoltaba al pobre Félix hasta las afueras del pueblo.
El sargento Ochoa caminaba mirando de reojo los nubarrones que se aproximaban, mientras que López, el otro guardia, empujaba nervioso la silla de ruedas de Félix, que no paraba de insultarles e increparles con voz gangosa y entrecortada:

    - Cabron…es, hijos de pu…ta. Que no t…enéis cora…zón.

Era lo único que podía hacer para defenderse. Félix era paralítico de cintura para abajo. Hasta tres rayos le habían dejado así. Porque a lo largo de su vida, a Félix le habían alcanzado no uno ni dos, sino tres rayos. El primero fue cuando tenía catorce años. Por entonces era pastor y un día en que las ovejas pastaban en el monte, se levantó una gran tormenta. Félix intentó reunir al rebaño cuando de pronto un rayo, le golpeó de lleno. Sobrevivió, pero perdió la sensación de frío y casi la totalidad del habla. Desde ese día, le costaba un gran esfuerzo articular palabras y a todas les daba un tono gangoso y entrecortado. El segundo rayo le pilló a la salida de la iglesia un domingo por la mañana. Félix contaba ya con veinte años y estaba a punto de irse a cumplir el servicio militar. Todos los quintos del pueblo incluido Félix, salían de la iglesia de escuchar la misa en su honor.
Entonces el cielo descargó otro rayo. Félix sobrevivió una vez más, pero sus cinco compañeros no. Quedaron totalmente achicharrados. Como resultado, Félix se quedó sin rastro de vello en el cuerpo. El rayo lo dejó totalmente calvo y sin cejas, dándole un aspecto de lo más siniestro. Desde entonces, los vecinos del pueblo le atribuyeron la muerte de sus compañeros. Murmuraron y le criticaron resentidos. Algunos dijeron que estaba maldito, otros que solo era mala suerte y los más dolidos proclamaron que era hijo del mismísimo Satanás. El tercer rayo fue el que lo dejó sentado para siempre en la rudimentaria silla de ruedas. Ocurrió justo tres años después de los funerales de los cinco quintos. Félix estaba en el establo ayudando a Nicolás a ordeñar sus vacas. Entonces, el rayo atravesó el tejado impactando de lleno en Félix. La electricidad recorrió su columna vertebral, destrozándosela, y dejándole paralítico de cintura para abajo. Lo peor de todo fue que la descarga mató al bueno de Nicolás y a la totalidad del ganado. Los vecinos que hasta entonces defendían a Félix porque estaban convencidos de su mala suerte, se unieron al grupo de los que creían que estaba maldito. Convocaron un pleno en el ayuntamiento para decidir que medidas tomar de cara a prevenir futuros incidentes. Después de mucho discutir, llegaron a un acuerdo: Cuando el cielo viniese negro y con nubarrones, una pareja de la guardia civil se encargaría de escoltar a Félix a las afueras del pueblo y dejarlo allí hasta que escampase la tormenta. A tal efecto, levantaron allí para Félix una especie de caseta con una tejavana para protegerlo, si no de los rayos, al menos de la lluvia y el frío…
La tormenta se aproximaba. El sargento Ochoa ordenó a López acelerar el paso. No tuvo que insistir, López sentía una aversión exagerada a las tormentas eléctricas, quizá porque años atrás fue testigo directo de la fatídica descarga a la salida de la iglesia. Él vio en primera línea como se freían aquellos mozos, salvándose de milagro. Félix intentaba inútilmente resistirse y les insultaba con su voz gangosa y entrecortada. Lloraba de rabia e impotencia, meneando los brazos con movimientos torpes y acentuados, como las aspas de un viejo molino que desencajadas de sus ejes, son incapaces de girar formando un círculo perfecto. Llegaron a la caseta y metieron a Félix dentro. Cerraron la portezuela con un candado y se fueron de allí. Mientras se alejaban, oían los gritos amortiguados del pobre Félix suplicando que tuviesen piedad, que no lo dejasen allí. Un par de gotas de lluvia se estrellaron en la cara del sargento y aceleraron el paso. El cielo estaba cada vez más negro. La llovizna dio paso a una borrasca intensa.

    - Esta va a ser de las gordas – presagió López.
    - Corre que nos vamos a calar – ordenó el sargento echando a correr.

Según se alejaban, las protestas de Félix fueron dejando paso al sonido intenso de la lluvia golpeando contra el suelo. De pronto, un trueno ensordecedor retumbó por todo el valle. La tormenta había llegado.


(Relato extraído de la revista Ágora. Papeles de Arte Gramático,  )